Resulta difícil encontrar en la historia económica argentina un año peor que 2016. Quizá 2001-2002, años que catalizaron el final de una larguísima crisis. Pero haber producido tanto daño en tan poco tiempo, induciendo una recesión sobre una economía que comenzaba a recuperarse de los shocks externos, es prácticamente un caso inédito. 

¿Es necesario enfatizar la formidable incapacidad intrínseca de haber caído en recesión a pesar de haber contado con la gigantesca inyección de 55 mil millones de dólares de nueva deuda? (según contabilizó el  “Observatorio de la deuda externa” de la UMET). También hay pocos registros históricos de tantas transferencias al sector privado sin la menor contrapartida en el nivel actividad, un dato que, como mínimo, demandaría una revisión de la ideología ofertista oficial. Se eliminaron buena parte de las retenciones, se perdonaron deudas multimillonarias, se transfirieron 3600 millones de dólares por la operatoria de dólar futuro, las petroleras recibieron entre 2000 y 2500 millones de dólares por el aumento del precio del gas en boca de pozo. Pero a pesar de tanta exuberancia y generosidad estatal no sólo se mantiene la recesión en el presente, sino que la inversión, un indicador clave del nivel de actividad para el mediano plazo, se encuentra en caída libre y sin red a la vista.

Es evidente que hablar sobre la realidad económica se convirtió en la descripción de una catarata de indicadores negativos. La recesión es un hecho que se consolida y difícilmente se disipe con reforzar las acusaciones a la herencia recibida. Resulta notable que haya ideólogos que insistan en un recurso que comenzó a resquebrajarse en la opinión pública. Pero para el observador la señal de alarma, en virtud de la experiencia histórica, se dispara cuando el discurso gubernamental comienza a separarse notablemente de la realidad. En este marco lúgubre para los números, las recientes auto evaluaciones del gobierno resultaron casi burlescas.

Los dislates fueron iniciados por el descolorido jefe de Gabinete, Marcos Peña Braun, quien afirmó sin ruborizarse que, a diferencia de otros tiempos, el actual gobierno “no se dedicó a echarle la culpa al anterior”. Resulta insondable descubrir en que galaxia remota habita Peña Braun, cuando desde apenas asumida la nueva administración profundizó en la demonización sistemática e ininterrumpida de las figuras del gobierno saliente, con persecución judicial y política incluidas, y con presos políticos reconocidos por la comunidad internacional. Un escenario de revanchismo que remite sin escalas a 1955.

El pico del dislate, sin embargo, quedó a cargo del hijo de Franco Macri, quien en el marco del superficial “retiro espiritual” de la plana mayor de su gobierno autocalificó el curso de su gestión con “8 puntos”, al parecer sobre un puntaje máximo de 10. No se sabe cuáles son los parámetros elegidos por el jefe de la Alianza PRO, pero todas y cada una de las acciones gubernamentales fueron desprolijas y a las apuradas, muchas demandaron intervención judicial y otras tantas avasallaron la división de poderes. La lectura del escenario internacional fue cuanto menos errónea; se perdió financiación con Rusia y ventas a China por puro ideologismo y abundaron las marchas y contramarchas, con el tarifazo de los servicios públicos como ejemplo extremo, todo justificado con el novel hallazgo PRO del método de ensayo y error en el ejercicio de gobierno, el increíble “estamos aprendiendo” del también autodefinido “mejor equipo de los últimos 50 años”. 

Ni el evaluador más permisivo y voluntarioso brindaría un puntaje tan generoso para una administración caracterizada por la mediocridad, la irrelevancia de la mayoría de sus supernumerarios ministerios y, especialmente, fuera de todo juicio de valor, por los muy malos resultados que arrojan los números concretos, tanto de la macroeconomía, de la deuda y del déficit de cuenta corriente, como de los indicadores sociales de pobreza, empleo e informalidad. 

A juzgar por la continuidad del marketing, al oficialismo parece costarle diferenciar entre las acciones de gobierno y el propagandismo duranbarbista de los períodos electorales.

En tanto, los únicos logros reales no estuvieron en la economía ni en la gestión, sino en la política. Un gobierno que desde una bancada legislativa minoritaria supo construir mayorías parlamentarias más que holgadas, con un promedio de dos tercios en ambas cámaras para la sanción de sus principales leyes estructurales. Una minoría que comprendió rápidamente la lógica del toma y daca en las relaciones con actores tan disímiles como los gobernadores de provincia y las agrupaciones políticas autodenominadas “movimientos sociales” que necesitaban imperativamente de la relación con el Estado para sostener sus estructuras.

Una primera síntesis es que no fue sólo la Alianza PRO la que incumplió parcialmente sus promesas de campaña, aunque sí lo hizo para el núcleo duro de sus votantes, sino especialmente buena parte de la oposición; que no fue votada para apoyar medidas contrarias a su contrato electoral, ni para negociar desde bloques de ruptura y desde bancas que no ganaron individualmente, sino como parte del colectivo Frente para la Victoria. 

No es ningún descubrimiento que la inédita estabilidad política que goza un gobierno que en sólo un año destruyó una economía en marcha, cuya recesión sin horizonte cercano de recuperación comenzó a poner nerviosos a los propios –como lo refleja ya sin tapujos la prensa hegemónica– se debe en buena medida al aporte de parte de la oposición que llegó al parlamento en las boletas del FpV. El único paraoficialismo del presente no es el massismo. 

La segunda síntesis es que en la política local existe un nuevo bloque histórico, pero cada vez más confundido porque su proyecto económico no está funcionando y no garantiza la cohesión social de medianos plazo. La preocupación para el conjunto de la sociedad, en tanto, debería ser que no hay un Plan B a la vista.