En 1996 escribí un libro que se llamaba La ciudad bajo sospecha donde narraba algunos aspectos de los procesos de privatización que habían transformado, en los 90, no sólo la propiedad de los servicios públicos, sino que habían producido efectos sustantivos en la vida de la gente. Estudiábamos cómo influían las políticas públicas en las “polifonías urbanas”, en las subjetividades. Y, en este caso especialmente, analizábamos cómo había sido la respuesta popular.
En efecto, los procesos privatizadores desencadenaron formas de protesta, algunas efímeras como aquellas de los vecinos que se abrazaban a los árboles del camino para evitar la invasión de la llamada Ruta Panamericana, hasta los mineros de Río Turbio que en noviembre de 1994 habían permanecido varios días encerrados en los socavones con lo que significaba para su salud la contaminación con gas grisú y el mismo encierro. Pero habían finalmente logrado un magro aumento de sueldo. La ley 23.696 (1989) de Reforma del Estado, denominada Ley Dromi, había hecho estragos por privatizaciones de empresas de telecomunicaciones, aeronavegación, explotación petrolífera, un tercio de la red nacional de carreteras, vaciamiento de empresas, con la consiguiente desocupación. Pero paradójicamente abundaba la contratación de expertos internacionales para el logro de reformas educativas, porque también se descentralizaba la educación por el pasaje de las responsabilidades educativas de todos los niveles a las provincias y municipios. Con el pretexto de federalización, se quitaba presupuesto nacional y se agregaban obligaciones a las provincias.
Quizás, la experiencia más trágica del período haya sido la de los jubilados. En el marco del achicamiento del Estado, su situación se agravó. Por ejemplo, durante 1992, se registró en Buenos Aires un auténtico record en suicidios de ancianos. En dos meses, de agosto a octubre, se habían quitado la vida 26. Casi un suicidio cada dos días. Se decía que o bien se tomaba el camino de intensificar las privatizaciones incluidas las jubilaciones, y achicar el Estado, o no habría otra salida. Una auténtica aporía.
El paisaje urbano de los 90 se iba transformando cada vez más con la presencia de nuevos quioscos cuyos dueños eran obreros expulsados de las fábricas, abundancia de remiseros, circulaban trabajadores supervivientes de empresas pero ya con flexibilización laboral y más personas en situación de calle. La convertibilidad, un modo especial de dolarización, había frenado la inflación pero la pobreza y los llamados “contratos basura” se extendían.
Y estalló.
Como es sabido, luego de los gobiernos de Carlos Menem y de De la Rúa, la crisis estalló. Por si no se recuerda, los estallidos del 2001 dejaron más de 40 muertos y un tendal de pobreza y más deudas. Costó muchísimo reorganizar el país y lograr que gran parte de la ciudadanía volviera a llevar a cabo una vida normal. Con derechos y bienestar. Sin duda ése fue un gran logro de los gobiernos Kirchner, Néstor y Cristina. Así también, logró un papel central la defensa de los Derechos Humanos y los juicios de Lesa Humanidad a los genocidas de la última dictadura cívico-militar.
Sin embargo, el gobierno de Mauricio Macri (2015-2018) quien había ganado sólo por un punto, volvió a tener intenciones privatizadoras y centralmente apostó al capital financiero. Contrajo una deuda enorme e impagable con el FMI y perdió su posibilidad de reelección. Al gobierno siguiente, le tocaron pandemia, deuda a pagar no contraída por esa gestión de gobierno, con la consiguiente inflación, sequía, y el intento de asesinar a su vicepresidenta. Un gobierno que merece ser reflexionado, revisado en sus aciertos y errores, en no haberse plantado frente a la deuda con el FMI y frente a los fugadores seriales que alimentan el capitalismo financiero así como hambrean al pueblo, entre otras cuestiones. Pero quedará en la historia como el gobierno de la pandemia. Asimismo, en el último tiempo también puso en evidencia la larga historia de dos modelos de país: uno del siglo XIX de la Argentina agroexportadora y otro que quiere sumar a eso el desarrollo industrial y la economía del conocimiento.
Sin embargo, como si la memoria se hubiera obnubilado, como si la compulsión a repetir fuera la protagonista de todas las acciones, ganó las últimas elecciones presidenciales un proyecto de ultraderecha, encarnado en un personaje mediático, que hizo explícito el deseo de volver al siglo XIX, que aspira a privatizar como en los 90 durante el menemismo –incluso llama a los mismos economistas de entonces- y como si no hubiéramos tenido dictaduras, hace apología de la violencia que llevaron a cabo militares genocidas. Repetición de la repetición. ¿Qué la guía? ¿Será el modo cómo se presenta la esperanza?
No es nuestro horizonte el mundo “psi”, pero podríamos arriesgar que la repetición, thanática, por cierto, es decir, inconscientemente vinculada con la muerte, sintetizaría no obstante la búsqueda o el intento por retornar a un lugar mágico (¿de pizza con champán?) pero perdido, mediáticamente disfrazado de felicidad (donde les hablaban de dólares), loca promesa con tintes religiosos, emotividad al palo, reconocimiento afectivo, cosplays de los 90 reciclados. Hasta que se les rompa la burbuja con la realidad feroz, seguirán imaginando conjuntamente que van a vivir una versión quizás un tanto más bizarra del “Síganme. No los voy a defraudar”