En un texto breve de 1784, Immanuel Kant realiza una muy específica definición de una corriente de pensamiento, algo que bien podríamos llamar una “moda” que se apoderaba de los principales puntos geográficos de la Europa Occidental. El artículo se llamaba “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?”, publicado en la revista Berlinische Monatsschrift (Boletín Mensual de Berlín), una breve nota que tenía como fin explicar un movimiento que proponía un cambio radical en las bases mismas en las que se sostenía el mundo hasta ese momento conocido. Kant agrega como definición principal la idea de que la Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad, causada, en algún punto, por él mismo. La cuestión expuesta es clave: sobre finales del siglo XVIII, y apenas unos años antes de la Revolución Francesa, Kant observa que el proyecto de la Ilustración implica, necesariamente, cumplir la auténtica promesa de la filosofía, que es la de abrir la posibilidad de que cualquier ser humano se valga de su propia razón y no de las determinaciones de los demás que lo circundan, emancipándose, finalmente, de los saberes o las opiniones de los otros. Y en ese “otros” entra todo, desde la iglesia hasta el Estado mismo –algo que Kant parecía saber por su esfuerzo por atemperar, en otros trabajos, las consecuencias de una afirmación tan radical–. Filósofos posteriores, desde Theodor Adorno hasta Michel Foucault, han vuelto sobre esta idea de la Ilustración como emancipación humana a través del uso de la razón, y en ambos, por caso, ya sea en la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Max Horkheimer o en ¿Qué es la Ilustración? de Foucault, lo que queda en pie es la idea de que el proyecto filosófico aquí descripto queda aún pendiente, una promesa que es necesario recuperar para tratar, aunque más no sea de a poco, cumplirla.
Será este afán por la razón entendida como ejercicio individual que varias instituciones y prácticas fueron transformándose para apoyar la idea del nacimiento de un nuevo sujeto, auténtico dueño de su destino, un mayor de edad para el saber. Por eso, una de las ideas más emblemáticas de la Ilustración fue la de poder reunir todos los saberes de las ciencias y la filosofía en una serie de libros, la famosa Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, empresa editorial dirigida por Denis Diderot y Jean le Ronde D’Alembert y comenzada en la mitad del siglo XVIII. Un diccionario que pudiera reunir todos los conocimientos del hombre hasta ese momento, algo que sirva como introducción y posible desarrollo de una tarea de pensamiento individual, abierta para cualquiera que se interese. La aparición del actual Diccionario de la filosofía crítica kantiana es una muestra notable de cómo ese espíritu del siglo XVIII se mantiene vigente en nuestros días, en nuestras costas, pero aplicado a un pensamiento filosófico particular. Casi como si considerásemos que el resultado tangible del proyecto de la Ilustración, aunque no fue completado en su totalidad, sí fue concentrándose en términos de sus miras: podemos hacer un diccionario ya no de todos los saberes o de un saber en particular, sino de un pensamiento, cuya unidad temática está organizada en torno al nombre de un autor.
Ninguna tarea que, aunque sea con cautela, trata de recorrer un saber o un pensamiento particular, presupone la sencillez. “Lo que nos impulsó a hacer ese trabajo agotador fue más bien el entusiasmo de hacer algo”, remarca el Doctor en Filosofía e Investigador Principal del CONICET Mario Caimi, coordinador de este Diccionario, un libro que reúne y define términos de la filosofía de Immanuel Kant y que conforma un hito de enorme importancia para su recepción en la lengua castellana y en el ámbito intelectual argentino. “Recuerdo un pasaje de Ezra Pound que decía, más o menos: ‘haber hecho, en vez de no haber hecho, eso no es vanidad’. Si bien en este asunto de la motivación puedo hablar sólo por mí, creo que también para los otros miembros del equipo fue ésa la motivación, la de hacer algo, la que los llevó a trabajar con tanto entusiasmo y empeño como los que pusieron en ese proyecto. De otra manera, parece difícil concebir que se hayan dedicado tan intensamente y por tanto tiempo a un trabajo que, como dijo uno de los autores, ‘te come el cerebro’”.
Los sueños de la razón engendran diccionarios
Caimi se ha hecho un renombre tanto por su tarea como profesor universitario en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (y en otras muchas instituciones como profesor invitado) como por haber realizado una de las traducciones más significativas dentro de la bibliografía kantiana en castellano. Hablamos de la publicación, en la serie Colihue Clásica en 2007, de Crítica de la razón pura, el primero de una serie de “críticas” que continuarán con Crítica de la razón práctica (1788) y Crítica del juicio (1790). La Crítica de la razón pura traducida por Caimi es el resultado del trabajo con la primera y la segunda edición del libro de Kant, de 1781 y 1787, respectivamente, además de ser el fruto de la comparación de diversas traducciones que ocupó más de tres años de la vida del filósofo argentino. Allí se encuentran los avances más significativos del pensamiento kantiano que conforman, hoy en día, una serie de términos utilizados en la mayor variedad de discursos posibles, desde la política, pasando por la literatura y terminando en cosas tan banales y cotidianas como el periodismo de chimentos. ¿Cuántas veces hemos leído, en infinidad de noticias, que tal o cual dato no puede ser tomado como cierto a priori?
¿Qué es lo que lo impulsó a realizar la traducción de la Crítica de la razón pura?
–De alguna manera inexplicable, siempre sentí que me correspondía a mí hacer esa traducción. Y, efectivamente, resultó ser la obra de mi vida. Yo había estudiado en Alemania durante varios años y había participado activamente en los estudios kantianos que se realizan allá. Había leído, además de la Crítica, casi la totalidad de las obras de Kant. Me había interesado, además, por la literatura alemana medieval, clásica y moderna. Había traducido otras obras de Kant, como los Prolegómenos, los Progresos de la Metafísica, la Polémica con Eberhard. Todo eso me animó a emprender la traducción. Me pareció que tenía los instrumentos teóricos y lingüísticos como para hacer ese trabajo. Pero debo declarar, además, que entre las motivaciones hay algunos elementos irracionales: después de más de treinta años de trabajo con temas kantianos (había empezado en 1972), me sentía muy identificado con esa filosofía. La sentía mía y no quería cederle a nadie la oportunidad de darle a Kant mis palabras españolas. En fin, supongo que así de complejas y enredadas son las motivaciones que nos llevan a casi todas las cosas que hacemos.
¿Y cómo pasó de ese trabajo a la redacción, junto a otros profesionales, del Diccionario?
–Precisamente, creo que la familiaridad con el vocabulario de Kant, adquirida en los estudios previos y en la traducción de sus obras, llevaba naturalmente a la idea de confeccionar un diccionario. Pero mientras la traducción fue un trabajo individual y solitario, el diccionario fue una tarea colectiva. Formamos un equipo extraordinario, constituido por profesores y ayudantes de las cátedras de filosofía moderna de Rosario y de Buenos Aires: la Dra. Ileana Beade de la Universidad de Rosario; el Dr. José González Ríos; la Dra. Macarena Marey; el Dr. Fernando Moledo; la Dra. Mariela Paolucci; el Dr. Hernán Pringe y el Dr. Marcos Thisted (todos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA). Casi todos ellos habían escrito sus tesis de doctorado sobre temas de filosofía kantiana. A ellos se sumaron la Dra. Sandra Palermo, de Argentina y de Perugia; el Dr. Fernando Costa Mattos, de la Univ. ABC del Brasil, y el Dr. Christian Bonnet, de la Universidad París I-Sorbonne. Ellos tradujeron las entradas al italiano, al portugués y al francés. El diccionario fue obra de todos y sólo fue posible gracias a la colaboración de todas esas personas. En concreto, el trabajo durante diez años consistió en reuniones semanales en las que discutíamos las definiciones del diccionario que había elaborado alguno de nosotros. Hubo varias interrupciones, muchas de ellas causadas por el desaliento ante la enormidad de lo que habíamos emprendido. Hay que ver que un diccionario como el nuestro equivale casi a un tratado de filosofía kantiana, sólo que dispuesto en orden alfabético. Es comprensible que esa tarea nos abrumara. Por otra parte, varias veces dimos por terminada la redacción e incluso llevamos nuestro texto a una editorial, para retirarlo en seguida, cuando advertimos sus carencias más notorias. Cuando, por fin, descubrimos que algunos de nosotros se valían de las entradas que teníamos escritas para resolver problemas que se planteaban en clase o en la redacción de artículos, entendimos que valía la pena dar unos últimos repasos y publicar todo.
En un juego un tanto borgeano, aparecen entradas inéditas para el pensamiento kantiano como “Tango” o poco desarrolladas en otros trabajos similares, como “Mujer”. ¿Qué los llevó a la inclusión de estos términos?
–La entrada “Mujer” procura subsanar una carencia en algunos diccionarios antiguos, como el de Samuel Mellin, un trabajo fundamental aparecido en once volúmenes entre 1796 y 1802 con el título Encyclopädisches Wörterbuch der kritischen Philosophie. Con esa misma intención ampliamos la entrada “Niño”, que estaba tratada más brevemente en esos diccionarios. Con respecto a la entrada “Tango”, tengo que hacer una confesión, o mejor, varias confesiones. Es sabido que el tango se desarrolla en el Río de la Plata en la segunda mitad del siglo XIX y que, por tanto, no podría haber sido conocido por Kant. De ahí la primera confesión: esa entrada es un chiste. Es, hay que decirlo, el único chiste que nos hemos permitido en todo el diccionario. La segunda confesión es: para quien conoce el corpus kantiano, el lugar al que remite la entrada “Tango” (la Antropología Goldhauer, ed. académica, tomo XXV, página 1751) se revela como inexistente. No hay tal “Antropología Goldhauer”, ni tiene tantas páginas el tomo XXV de la edición académica de las obras de Kant. En 1998, Diana Maffía, Gastón Burucúa, Alberto Moretti y yo inventamos al filósofo Ernst Goldhauer y lo dotamos de una filosofía completa, con su lógica, su teoría del conocimiento, su moral, su metafísica y su historia. Aquello se publicó en las actas ficticias de un Simposio: Presencia de Ernst Goldhauer. La Biblioteca Nacional tiene el correspondiente ejemplar. Ernst Goldhauer viene a ser, así, el responsable de la entrada “Tango” en nuestro diccionario. Insisto en que se trata del único chiste presente en nuestro diccionario; espero que no les haga perder credibilidad a las otras entradas.
La letra gótica
Foucault señala en su revisión de la respuesta a Kant frente a la pregunta “¿Qué es la Ilustración?” que el filósofo de Königsberg estaba llevando adelante una indagación acerca de su contexto. Proponía, para decirlo con las palabras del francés, una “ontología del presente”. Quizás ese sea el rasgo más interesante de todo el pensamiento kantiano: su minuciosidad nace de un intento real y efectivo por entender el tiempo y el lugar que le ha tocado vivir, tarea que ningún filósofo, por más aparentemente ajeno a su contexto que parezca, puede rechazar de plano.
¿Se podría pensar una tradición estrictamente nacional de la recepción de la obra de Kant?
–En sus páginas autobiográficas, cuenta Alberdi que había estudiado a Kant en la universidad. Probablemente haya leído el texto sobre filosofía del Derecho. Alejandro Korn leía a Kant en alemán y lo expuso en varias publicaciones. Borges cuenta que no consiguió entender el texto de la Crítica de la razón pura y que recurrió a la filosofía de Schopenhauer, que le sirvió de introducción. Hubo, a comienzos del siglo XX, una sociedad kantiana argentina, pero no duró mucho tiempo. La historia del kantianismo temprano en estas tierras la ha contado el profesor Jorge Dotti en un bello libro de 1992: La letra gótica. La recepción de Kant en Argentina, desde el romanticismo hasta el treinta.
Con gran alegría tengo que decir que nuestro país tiene un lugar destacado en la investigación del pensamiento kantiano. Nos destacamos especialmente en el ámbito de la lengua española, pero también en el ámbito internacional. Algunos de los autores del diccionario han publicado trabajos en Kant-Studien, que es la revista más importante sobre esos asuntos y es extremadamente exigente en la admisión de contribuciones. Otros han sido invitados a dar clases en la Sorbona, en Gante, en varias universidades de España, de Brasil, de Chile. Con frecuencia nos invitan a exponer en congresos o a dar conferencias en universidades. En fin, nos hemos hecho cierto renombre ya antes de la publicación del diccionario.
¿Considera que el desarrollo de la filosofía y las ciencias ha dejado obsoleta a una parte del pensamiento kantiano?
–Es probable que varios aspectos del kantianismo hayan quedado superados porque dependían de circunstancias históricas que ya no están. Pero hay muchos otros aspectos en los que la filosofía kantiana señala con agudeza y precisión metas de desarrollo que todavía no han sido alcanzadas. Y entre ellas hay que mencionar aquí la lúcida denuncia kantiana del colonialismo; el establecimiento de límites de la razón especulativa, lo que implica la renuncia a cualquier ideología que, con apariencia racional, pretenda imponer principios presuntamente absolutos. Y la fundamentación de la validez de las ciencias naturales, junto con el correspondiente señalamiento de un ámbito inaccesible para la ciencia, aunque no menos verdadero que ésta.
Muchos filósofos actuales se plantean viviendo un contexto en donde el tiempo de la filosofía está cerrado, y lo único que se puede hacer es repetir los textos canónicos o hacer una suerte de estudio filológico de esos trabajos. ¿Es la filosofía todavía un discurso que puede aportar algo a nuestro presente?
–Por mi parte, creo que los filósofos del pasado tienen algo importante que decir; y que la apropiación de ellos, aunque sea por medio de un estudio filológico, nos permite ejercer, nosotros ahora, un pensamiento viviente que es mucho más que repetición mecánica. Hace ya algunos siglos, Bernardo de Chartres respondió a esta cuestión diciendo que, con respecto a los grandes filósofos, nosotros, las personas comunes, nos comportamos como enanos que se subieran a los hombros de gigantes. Desde allí podemos contemplar cosas que serían inaccesibles a nuestra pequeñez. La filosofía no ha llegado a su fin, ni puede hacerlo. Ella es la más útil y la más inútil de las ciencias. Es la más inútil, porque no tiene ninguna aplicación práctica considerable, ni produce ningún beneficio que se pueda medir. Pero es la más útil e imprescindible, porque ella es la que, con sus preguntas, nos hace humanos. Y como esa tarea de llegar a ser humanos es interminable y está siempre socavada por nuestra propia estupidez y bestialidad, resulta que no podemos renunciar a la filosofía, ni podemos ponerle término. Es verdad que nuestras propias limitaciones, las deficiencias de nuestra inteligencia y de nuestros conocimientos, no nos permiten avanzar tanto como quisiéramos en el planteo de las preguntas y respuestas filosóficas. Pero para eso tenemos a los grandes del pasado, que nos ayudan.