Quizás con un perfil bastante bajo y nada estruendoso, hace ya varios años que Carlos María Domínguez, además de padecer el parecido de su nombre con el campeón de Odol pregunta, viene consolidando una de las voces más lúcidas y coherentes de la literatura rioplatense. Nacido en Buenos Aires pero uruguayo por adopción desde 1989, este escritor que empezó a forjar su nombre con sus artículos en la revista Crisis y cuya obra más conocida y celebrada es La casa de papel (traducida a más de veinte lenguas) es interesante por muchos motivos pero, sobre todo, por las originales y ricas relaciones que suele establecer entre ficción y realidad, ese loco y pequeño intersticio que muchos nombran, que la mayoría exprime pero que no todos los escritores entienden ni manejan demasiado bien.
Podría pensarse que en El idioma de la fragilidad, su último libro, Carlos María Domínguez retoma ese y otros aspectos que ya había desplegado a lo largo de su obra: en El bastardo, un libro donde la biografía pelea golpe a golpe con la ficción, se había propuesto contar la historia del uruguayo Roberto de las Carreras, un representante de la generación del 900, diplomático de profesión pero poeta más que controvertido que tuvo su infaltable viaje iniciático a Europa y no le temblaba el pulso a la hora de retar a duelo a todo aquel que osara hablar mal de sus libros.
El protagonista de El idioma de la fragilidad emprende también, de hecho, un viaje a Londres, durante los años de la Segunda Guerra Mundial, a bordo de un barco plagado de voluntarios argentinos que van a pelear a Europa y carga el sintomático nombre de Talk of the Town: “Guy ha quedado con la impresión de que todos van como sombras a una Europa en guerra, y el cuerpo desde donde cada uno irradia es tan irredimible que la convivencia en el barco debería considerarse un milagro”.
Guy es Guy Delatour, el protagonista. Un hombre tímido y tartamudo que todo lo que sabe lo aprendió gracias al cine (“ese lugar donde entran hombres y salen personajes”) a tal punto que sufre una especie de bovarismo que lo aleja de una realidad a la que entrará a los tumbos, a los golpes y por obligación durante esos cuarenta días de viaje en los que no faltarán ingestas etílicas, experiencias amorosas, serio riesgo de muerte y días en los que el tiempo parece entrar en paréntesis interminables.
Pero así como en otro de sus libros más importantes, Construcción de la noche, Domínguez logró enhebrar la biografía de Onetti –o, mejor dicho, la construcción de un escritor, es decir, los riquísimos lazos entre vida y literatura de Juan Carlos Onetti– con un completo mapeo de la bohemia de la generación del 45, El idioma de la fragilidad también tiende puentes entre vidas y contextos pero en este caso yendo más allá, con una verdadera novedad: porque detrás del misterioso Guy Delatour el que se esconde es en realidad Arturo Despouey, crítico uruguayo que durante la segunda guerra mundial, con solo treinta y tres años, llegó a trabajar en la BBC y, desde entonces, siempre mantuvo una relación de más odio que amor con su país natal. Personaje legendario también de la generación del 45 y nacido el mismo día que Cervantes (29 de septiembre), en la figura de Despouey convergían lucidez crítica, dandismo decadente, oratoria hipnótica, salidas extravagantes y algo de donjuanismo.
Maestro de maestros, en 1936 fundó la influyente revista Cine Radio Actualidad, además de desempeñarse como crítico estrella de cine y de teatro en la emblemática Marcha, a tal punto que uno de sus discípulos, el mismísimo Homero Alsina Thevenet dijo de él: “fue uno de los escasísimos talentos auténticos que Montevideo ha producido en este siglo”.
El personaje de Guy funciona, entonces, como un opuesto, un alter ego, complemento, una metáfora, un símbolo o tal vez solo un discurso, un pretexto para contar esa trayectoria de un crítico que se cansó de criticar y que, en sintonía con la célebre frase de Adorno, se vio obligado a abandonar su oficio una vez que visitó los campos de exterminio nazis.
Y, como si todo eso fuera poco, la novela incorpora también un tercero en discordia, un lector llamado Carlos Brauer que es el que nos tiende en bandeja la historia y que, al igual que los otros dos, también parece escapar de algo. Como una especie de santísima trinidad literaria, esos tres personajes son autónomos y, al mismo tiempo, son uno solo.
Aunque por momentos su lectura puede requerir un poco más de concentración de la que suele prodigarse ahora, El idioma de la fragilidad es de esos libros que vienen con premio: buenas historias, hallazgos increíbles acerca de personajes reales y frases que obligan a detener la lectura para digerirlas mejor. Y además, por supuesto, ese detalle fundamental que es, a esta altura, la marca registrada de un escritor con más calidad que marketing: la delgada –elegante, sobria y casi casi invisible– sutura entre ficción y realidad.