Desde Una idea genial, su primera novela, Inés Acevedo encamina todo lo que escribe hacia un estilo al borde del abismo del yo, que se salva porque se ríe. El libro que ahora comentamos es Jajaja, una compilación de veintitrés cuentos, la mayoría inéditos, de toda época y calaña. Están estructurados solamente por “la literatura”, esto es por la invención y el disfrute, aún el disfrute de las amarguras leves. Hay todo eso y multiplicado.
Los cuentos están fechados y el último es el primero. Fue escrito en 1998 y ganador de los Torneos Juveniles Bonaerenses, una leyenda a esta altura, que tuvo su merchandising, su ropa que circula aún en ferias americanas y sus palcos cargados de políticos en Mar del Plata (entre ellos aquel gobernador Eduardo Duhalde) saludando a los finalistas que en la inauguración desfilaban por la avenida Colón.
La literatura de Acevedo tiene algo de esa inocencia deportiva y cultural peronista, un poco kitsch y sin dudas cálida. El cuento del que hablamos, titulado “La celda”, narra la espera de una presa contada a través de un materialismo simple, que permite ver en la estructura del relato algo de la curva de la autora como tal, llegando a momentos de vacío donde escuchamos (sí, realmente escuchamos) la manera en que la protagonista imagina cómo va a caminar pisando hojas secas el día que salga de la cárcel.
Ese relato viene después de “Según la flor”, quizá el más delirante y precioso de los cuentos. La que habla es una flor a la que arrancan de la tierra. Parece un personaje extraño de los que pueblan las pinturas de Marcelo Pombo, Marcelo Alzetta o Fernanda Laguna. El arte de los noventa y de los dos mil, los espacios amados de aquellos años de formación, son uno de los caldos para el estilo único de Acevedo, que está estructurado también por todas sus lecturas de la carrera de Letras, incluido el informalismo de las teorías literarias que allí gobernaban sus años de estudio. Decíamos: en ese cuento habla una flor, que termina enmarcada y colgada en una casa particular. La flor dice, expresa una decepción que es también una voluntad. Estas son sus últimas palabras: “Por más que muera, no moriré. Seguiré condenada a observar, observar y observar. Quizás sea eso lo que me mantiene viva. No sé si esto me asusta o qué. Pero después de tantos años, ya me acostumbro; ya renuncio”.
Jajaja está dividido en cuatro partes. La primera, “Cosa, persona, lugar”, tiene algo de autoreferencia sentimental, donde aparecen la escritura de una novela de ciencia ficción mientras se toma conciencia de un quiebre en la existencia, un cuadro de Victor Grippo casi perdido y el barrio de Tribunales entendido como el barrio de la pizzería Banchero. Todo esto contado con vitalidad, despreocupación y cautela. Acevedo puede contar bien todo lo que cuenta, es una escritura linda, atemporal, a un centímetro del suelo y siempre a punto de partirnos la cabeza. Las otras secciones son la “Tetralogía canina”, “Infancia, adolescencia y juventud” (la más friki de las secciones) y “1998”, donde están los dos cuentos que comentábamos al principio. Lo que iguala al libro y lo convierte en una forma es que las voces de quienes hablan en él vienen solas. Su perfección reside en que no sabemos de dónde salieron. Acevedo puede darle una voz identificable a cualquier cosa y convertirla en personaje.
En la estela de la risa se destruyen todas las seguridades, incluidas las que se toman en serio la literatura, aquellas personas que intentan encontrarle una función. César Aira escribió Como me reí para discutir con los lectores que ante sus novelas solo se ríen y sin decirlo estaba poniendo en juego que el disparate puede ser motivo del conocimiento, no solo un pasatiempo o una “frivolidad”. Fogwill escribió sobre los motivos de una risa digamos melancólica, ambigua y un poco perversa en “La larga risa de todos estos años”. Incluso Freud dice esto del humorista, del representante de la risa: “Se trata a sí mismo como a un niño, y simultáneamente desempeña frente a ese niño el papel del adulto superior”.
El lector de Jajaja queda enredado, colocado en el pasatiempo y se libera. Puede pensar en los animales y termina pensando en sí mismo. Puede leer escenas de la vida ordinaria y sentirse extraordinario como sujeto normal pero siempre a punto de aventuras. Puede encontrar unas notas mal escritas a propósito de una coreana que ama las Cataratas del Iguazú. También es el que se da cuenta de cómo Acevedo hace lo que quiere, para bien, con la tradición del cuento entramando su escritura entre el suspenso y la pantomima, para llegar a dedicarle un cuento a Roberto Arlt y hacer de ese epígrafe parte de su intención literaria rara. La fantasía también es el vacío entre la realidad y la locura que la literatura se encarga de llenar. Las escritoras como Inés Acevedo cumplen esa función hermosa y delirante, abren otro vacío que a su vez abre una pregunta: ¿De dónde salió esto?
Un libro como este, cuya primera frase es “No aguanto que haya un solo comienzo para una historia y me cansé de empezar mentalmente cada noche”, está listo para que la literatura argentina se siga rompiendo. Esto es bueno y positivo. Significa que la literatura siga desplegando su variable hermosa: la imaginación saturando la lectura y la vida pareciéndose a la literatura, remontando el río que la vuelve decadente para volverse única, genial. La literatura entendida como el lugar mitológico donde poder empezar siempre de nuevo.