Turquía, durante la década de 1930, recibió a dos exiliados famosos: a León Trotsky, llegado de la URSS en 1929 (comenzando un largo periplo que lo llevaría de la isla Prinkipo a Francia, en 1933, como lo cuenta Jean van Heijenoort, un secretario del revolucionario ruso, en su libro de memorias De Prinkipo a Coyoacán), y a Erich Auerbach, expulsado de su país por el nazismo. En una Europa convulsionada, camino a una segunda guerra, mientras unos partían –para seguir viaje– otros llegaban: el romanista y filólogo arribó en 1935, afincándose en Estambul. Allí concibió su libro más famoso, Mímesis. Verdadero prodigio (su autor lo produjo en precarias condiciones: sin biblioteca propia, sin acceso a revistas académicas ni a ediciones actualizadas de “los clásicos”), Mímesis es un asombroso despliegue de erudición y agudeza. Como “lado B” de lo que es ese recorrido por grandes obras y autores de las principales “épocas literarias” de la humanidad (occidental y cristiana), existe una serie de trabajos más breves, paralelos, del “período turco” de Auerbach (discursos y conferencias, artículos y ensayos), que se encontraban dispersos. Reunidos por primera vez bajo el título La cultura como política: Escritos del exilio sobre la historia y el futuro de Europa 1938-1947, aparecieron en alemán hace unos años; y ahora El cuenco de plata lo traduce y publica en castellano.
Agrupados en dos grandes secciones, una desarrolla magistrales discusiones de índole histórica y sociológica en su relación con el lenguaje y la literatura (como el notable “Literatura y guerra”); la otra, consiste en el tratamiento de varios autores y de sus obras –Maquiavelo y Rousseau, Voltaire y Croce–, en distintos momentos, desde los comienzos hasta el presente de la actual “modernidad”. La cultura como política contiene indagaciones de procesos históricos (el tránsito del feudalismo al mundo burgués; la presente crisis de la guerra y la posguerra), buscando indagar la relación entre lengua y nación (y nacionalismo), y la significación que posee la literatura, más que como documento o mera “expresión” individual, como elemento actuante (en lo ideológico, político, social) en determinada situación.
El mismo Auerbach realizó estos estudios “en situación”: exiliado, pero como integrante de una institución académica. De ahí que pueda inferirse cierta polémica (o puntos de vista opuestos o alternativos) ante algunas de las medidas “modernizadoras” y tibiamente “laicizantes” del líder Mustafa Kemal Atatürk, respecto a la “lengua oficial”. O el mismo balance que hace, en tono “de funcionario”, de actividades académicas: “nuestro objetivo no es formar eruditos –como se nos reprocha de vez en cuando– ni enseñarles francés antiguo a los estudiantes. Todo lo que pretendemos es que se desarrollen conforme a las necesidades de la época”; “en el ámbito de la lengua y la literatura, ese desarrollo sólo es posible con conocimientos históricos. De lo contrario, en nuestro intento de formar expertos en lengua y literatura no habremos preparado más que un grupo de diletantes”. Pareciera que Auerbach buscara acompañar dicho proceso “modernizador” del país, ¿tal vez a modo de “contribución humanista”? En “El surgimiento de las lenguas nacionales” dice: “La tarea de los reformadores es, por un lado, darle alas al sentimiento nacional para acelerar el desarrollo de la lengua nacional, y por otro, conferir una dirección y una forma correcta a las reformas”. De ahí la importancia que da al “punto de vista histórico” en/para la “formación” de un país, principalmente ejemplificando (o aleccionando) alrededor de la biografía de “personajes célebres” de la política y la cultura, como Dante o Montaigne. A Walter Benjamin –colega y amigo, como se sabe por las pocas piezas de correspondencia rescatadas hasta el momento–, otro exiliado, le escribió en diciembre de 1936: “aquí han lanzado toda la tradición por la borda, dado que quieren edificar un tipo de Estado europeo –nacionalista turco extremo– racionalizado hasta en el más mínimo detalle. Se avanza de manera increíble e inquietantemente rápida”. A lo que agrega: “La ‘romanología’ es prácticamente un lujo y soy, entre los europeos recién contratados, el único verdadero especialista en ciencias humanas”.
Proliferante en juicios tan agudos como terminantes, dice sobre Voltaire y su campaña literaria contra la Iglesia, la religión y la Biblia: “es una polémica sumamente entretenida, irrespetuosa, chistosa, consciente de sí e incluso arrogante”; sobre Montesquieu: “por encima de todo es un moralista, las teorías políticas tienen una meta ideal, que es procurarle al individuo la mayor libertad posible”; sobre su amigo Croce: “Desde hace treinta y cinco años es el maestro indiscutido de todos los jóvenes italianos que se dedican al estudio de la filosofía, la literatura y la historia”. Auerbach es un autor que no sólo “hizo historia”, sino que se mantiene hasta el presente, actual, alrededor de distintas discusiones teóricas, culturales, históricas. Hay una amplia variedad de estudiosos: Terry Eagleton (quien lo filia entre Bajtín y un Georg Lukács defensor del “realismo”), Hayden White (quien lo ubica en un trío de “crítica científica” con Gombrich y Popper, como elemento “liberal” y “populista”), Edward Said (quien es autor de un famoso y discutido prólogo a Mímesis), Harold Bloom (quien lo ubica, en El canon occidental, junto a T.S. Eliot y Francis Fergusson, como “la moderna crítica y erudición norteamericanas”), y Jacques Rancière (quien sigue a Auerbach en más de un planteo –y en más de un libro).
La cultura como política condensa la ingente capacidad de trabajo del autor, con entusiasmo y energía desbordantes, el tan variopinto como profundo recorrido de autores y temas (re)afirma la calidad intelectual de Auerbach para una “pedagogía” del estudio y la palabra, el análisis y la crítica de la literatura y demás prácticas, incluida la política, al correr de las edades de la humanidad: una serie de teorías y terminologías emparentadas con las de Benjamín y puestas en juego ante la cultura y la historia.