“22/11/2011, martes, 6:30 pm. Me seleccionaron. El curso es entre el 30 y el 3. El examen, el 5”. Así inaugura Adriana Lestido su diario de viaje al fin del mundo, un cuaderno artesanal que le regaló un preso. “Antártida. Limpieza. Comienzo de algo nuevo. Otra etapa. Sólo limpiar, hacer espacio. Que las imágenes sean eso. Viajar liviana. Seguir mis sueños. Les voy a pedir que me cuenten sus sueños a los científicos que estén en las bases. ¿Los sueños ajenos me ayudarán? Volver a soñar. Escuchar el viento. Ir al blanco. ¿Cuál será esta vez el límite?”. En este comienzo, esperanzado y a la vez interrogante, se preanuncia una experiencia que la introducirá de lleno en una situación creadora que ahora nos entrega en dos libros únicos. Preguntarse: ¿A qué límite se refiere? ¿A ese límite border entre lenguaje y silencio? ¿Cómo establecer coordenadas de lectura para un libro de imágenes que pone en crisis no sólo lo que es la esencia de la imagen sino además aquello que la palabra no expresa ni puede expresar?
La Séptima Sinfonía de Beethoven se escucha en Antártida negra: los diarios de viaje que Lestido llevó en este territorio. El impacto emocional que ejercen las fotos que Lestido extrajo del hielo, su luz, oscuridad, provocan un efecto comparable al del segundo movimiento de la sinfonía escrita en homenaje a los caídos de la batalla de Leipzig. Debo aclararlo: como le ocurrió a Lestido escuchando Beethoven mientras era capturada por la belleza del fin del mundo, escribo estos apuntes bajo el imperio de la emoción. Tal el influjo que causan primero sus fotos y luego, como lectura complementaria, sus diarios. Quiero ser preciso: las fotos de Antártida negra componen un libro literario, tal vez el que más refleja su búsqueda de la belleza. Es cierto, la intención fotográfica de Lestido se apoya en la narración, pero tácita, sin palabras. ¿Cómo es esto? Mujeres presas puede ser apreciado como una novela coral sobre el encierro y la condición femenina entre rejas al igual que Madres e hijas puede ser una serie de cuentos que se centra en los diferentes grados de una relación familiar y de género que suele variar desde la tormenta a la ternura. Ahora bien, si las fotos antárticas de Lestido se prestan a una interpretación literaria (en un instante les diré porqué pienso esto), el diario, por su lado, enhebran las secuencias de un documento narrativo en la intemperie bajo cero.
Es sabido: el trabajo de Lestido ha llamado la atención de escritores. En sus libros de fotos ha incluido citas de John Berger (ha opinado entusiasta sobre su obra) y Raymond Carver (su escritor dilecto). Tal como ahora, en sus fotos de la Antártida y en los diarios convoca autorías de variada procedencia. Sus citas, que incluyen nombres tan diversos como Sara Gallardo, Clarice Lispector o la insoslayable Alejandra Pizarnik, lejos del recurso prestigiante, operan como afinidad y guiño sugiriendo sutiles cuál es el camino que la artista ha elegido. A modo de invitación son señales para su lectura. El repertorio de citas guía la mirada a través de una realidad que no es la que surge a primera vista. La superficie de lo que se ve (como tituló Lestido la magnífica recopilación de su summa de 2012) es apenas la parte de arriba del iceberg.
Y acá entra la teoría del iceberg (nada más apropiado ya que hablamos de lo polar) enunciada por Ernest Hemingway: “Siempre intento escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos del bloque de hielo bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa y eso sólo fortalecerá el iceberg”. En consecuencia, se advierte en el trabajo fotográfico de Lestido el registro de lo invisible, la alusión a una profundidad que vibrará también, como mensaje, en el corazón de quien se asome a su obra. Porque mensaje y no otro vocablo traduce en ella la función de su labor. Es que el mundo podría ser mejor si se le prestaran atención a sus imágenes.
Pero hay otra cuestión que queda picando: aunque Lestido puede citar escrituras, me importa subrayar que su oficio de narrar, desde sus comienzos como fotoperiodista, implica poner el cuerpo y entrar en zonas de peligro, trátese de la represión en una marcha, la violencia carcelaria como la incursión en paisajes agrestes y salvajes. Uno de estos paisajes ahora es la Antártida que, con su historiografía expedicionaria, se recorta como destino cénit. Recordemos, un solo antecedente, el viaje imperial de Ernest Shackleton entre 1914 y 1917, datado en las fantásticas imágenes del fotógrafo australiano Frank Hurley. Hay un nombre paradigmático en esta tendencia a lo extremo: Werner Herzog, la Antártida y el Amazonas de Herzog, lo gélido y lo selvático y, por qué no, el mandarse en un viaje a pie desde Berlín a París (léase Del caminar sobre hielo, esa joya de la literatura de viajes). Aludo a la clase de viajes que representan a un mismo tiempo la redención personal (la búsqueda de la pureza) y la iluminación (la conquista del áscesis). Escribe Lestido: “Hoy pensaba que lo que importa es lo que uno hace con lo que recibe. Reconocer lo bueno, desarrollarlo, darle espacio. Y ver lo malo no para autojustificarse o criticarlo o quejarse, sino para transformarlo. Saber que esa será la médula en la batalla que uno librará en esta vida. Ver lo malo en uno”.
Krakauer, periodista de viajes de la revista Outdoor empieza en los 90 a seguir la pista de Chris Mc Candless, un joven idealista, que abominaba las convenciones de una familia normal y el establishment y se perdió en las rutas de Alaska donde acabó escribiendo su diario en las páginas de una novela de Tolstoi mientras moría de frío y de hambre en el interior de un colectivo destartalado. Cuando Krakauer encaró la investigación sobre Mc Candless pensaba que aquello que motorizaba su escritura era el misterio que había dejado el pibe a su paso, pero no. Después de unos capítulos Krakauer se dio cuenta de dos cosas. La primera, que su viaje era interior. Y la segunda, que buscándolo al pibe se encontraba a sí mismo, en su juventud, acompañando a su padre que lo había iniciado como montañista. El libro se tituló Into the Wild (1995) y Lestido cita textual a Krakauer en su diario: “Una estancia prolongada en un lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior. Es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita”. Similar a la experiencia de Krakauer, la de Lestido: el sur le propicia la evocación del padre, la madre y el amor perdido. Inexorable, durante el viaje, en ese sur de un blanco alucinatorio, a Lestido la aguardan sus orígenes y estos la habrán de acompañar irrumpiendo con su memoria mientras se adentra en la nieve, dispone un trípode, se aleja del campamento, se dedica a la meditación (Lestido medita todo el tiempo de este viaje que en sí mismo propicia ese estado). Una cita de Eliot correspondiente a East Coker anticipa el debajo del iceberg: “Lo que llamamos el principio es a menudo el fin/ y poner fin es poner un principio./El fin es el lugar donde empezamos”.
Si las fotos del viaje son estremecedoras en su insinuación de lo inapresable (eso que los filósofos y psicólogos dan en llamar el alma), el diario, su lectura, constituye un complemento enriquecedor de las fotos pero, además, redondea algunas ideas. Una, de los hermanos directores Jean Pierre y Luc Dardenne: Captar lo que ocurre en el momento en que ocurre, que se conecta, a la vez, con otra del fotógrafo chileno Sergio Larrain, quien luego de haberse convertido en estrella de la famosa agencia Magnum, abandonó su arte para retirarse a una montaña en el norte cordillerano y dedicarse a la meditación y la sanación. Larrain supo definir así su apartamiento: El presente no es el camino. El presente es la meta. Larrain se proyecta -gurú- sobre la artista multipremiada internacionalmente. Hablo de una gnoseología plasmada en saber chamánico. ¿Existe la casualidad? En la Antártida la espera la Chamana, una montaña que ni se imainaba. Llegar a mí, reflexiona acerca del viaje que escribe en ese cuaderno que le regalara un preso. ¿Por qué no, si el cuerpo es cárcel del alma, ahora el cuerpo y el alma como prisioneros en el blanco?
Lestido consulta el I Ching: “Cuando se contempla la forma del Cielo, puede explorarse la modificación de los tiempos. Cuando se contemplan las formas de los hombres, se puede configurar el mundo. El amor es el contenido y la justicia es la forma”. Podría pensarse que cito con arbitrariedad algunos de los apuntes de Lestido en apoyo de una hipótesis: Lestido ha desplegado en su trabajo ciertos dones. Baste citar sus ciclos de taller en Mar de las Pampas, que guían a sus seguidores a una revisión de sus historias personales, análisis que es creativo pero también, como vuelta de tuerca, opera como pasaje sanador. Deponer las barreras, prejuicios y resistencias del sujeto urbano, propone Lestido. Ese lugar meta es asimismo una travesía que concuerda con la premisa socrática: conocerse a uno mismo.
A esta altura mis reflexiones, lo admito, pueden resultar pura metafísica para más de un lector acostumbrado a Lestido como fotógrafa social, la que se recorta en nuestra historia contemporánea reciente como retratista del dolor. Ese lector puede encontrarse, de pronto, perplejo, transportado súbitamente a un espacio que es y no es reconocible porque el paisaje antártico genera extrañamiento, inquietud. Algunos asociarán esto con el clímax lovecraftiano de Las montañas de la locura, y otros con el horror del vacío, eso que Lestido se pregunta desde el comienzo: “¿Qué busco en el blanco?¿Qué me puede dar el blanco?”. La respuesta quizá resida en el capítulo que Herman Melville le dedicó al blanco de la ballena en Moby Dick, esa novela tratado sobre el abismo del corazón.
Por supuesto, en una reseña más descriptiva que esta, debería desarrollar todo lo que los diarios narran respecto al dispositivo expedicionario, la preparación física, las contingencias, los sobresaltos, tensiones y pequeños jubileos además del pertrecharse no sólo de cámaras sino también de abrigo y, esencial, indispensable, entrenarse mentalmente para una aventura que, si bien importa por lo que puede tener de introspección, se plantea a un tiempo ineludible el enfrentar rigores y miedos, un barco que se inclina y hunde en olas tumultuosas, el traslado de un barco a una lancha en plena tormenta de viento a través de una escalera de sogas, y después el aislamiento, la incomunicación y soledad en una base compartiendo el encierro no sólo con compañeros artistas. También con los milicos. Si de algo no cabe duda es que este viaje no es en absoluto turístico y prescinde de todo el glamour que las postales pueden ofrecer al interés paisajístico. Lo suyo es dar cuenta de otra visión: la crudeza de este territorio que inspira temor y temblor. En todo caso, como nunca, el cromatismo que cuenta (debería decir narra) es el blanco y negro, las infinitas gamas que van de uno a otro. Así Lestido rompe con la vulgata figurativa y alcanza en ocasiones una abstracción que causa vértigo, ese sentimiento que sabe enfrentar la poesía con la elocuencia del silencio, su límite. Salvatore Quasimodo, textual: Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra/ traspasado por un rayo de sol: y de repente es la noche.
Sus fotos en blanco y negro tienen un atractivo poderoso, imantan la mirada. Apenas uno termina de recorrerlas necesita repetir el tránsito y retorna al comienzo como para cerciorarse, constatar que no fue testigo de un espejismo. En este sentido, será convincente, como testimonio del encanto hipnótico, la lectura de los diarios. Y es aquí donde, como apuntando a la develación del misterio, explicándoselo a ella misma, Lestido nos proporciona una anotación clave, reflexión que sintetiza el carácter literario de su ideología visual: “El despojamiento. ¿Tendrán que ver con eso las imágenes que hice en estos cuarenta días? ¿Será el desapego de mis propias imágenes? ¿De mi imagen interna? Soltar mi identidad. Vincularme con lo diferente. Entregarme a lo que no puedo controlar. Honrar lo incierto, lo inesperado. Dejarme transformar. Hace un rato pensaba que me gustaría ser escritora para no necesitar cámara”.