En la casa natal de Adriana Lestido, en el corazón de Mataderos, había una vieja cámara fotográfica de fuelle, arrumbada en un ropero. Era de su padre, que estaba preso. Adriana tuvo que ser un poco madre de su hermana menor y un poco hermana mayor de su madre durante su infancia. Fue fotógrafa de plaza, quiso ser enfermera (no médica sino enfermera), militó y perdió a su pareja Willy Moralli, secuestrado y desaparecido por el ejército en 1978. Su primera foto famosa es de 1982. Había poquísimas mujeres reporteras en prensa; ella era la única en el diario La Voz. La muchachada empezó a respetarla cuando, en una protesta en Lanús contra el gobierno militar, empezaron a reprimir y ella quedó en el medio, le arrancaron el bolso con el equipo pero siguió trabajando y volvió con buenas fotos. Al día siguiente había un acto de las Madres en Plaza de Mayo. Ella fue con el escaso equipo que le quedaba. De pronto entre la multitud bajó la vista y vio a su lado una nena con pañuelo blanco que lloraba. Le dio pudor levantar la cámara en ese momento pero entonces la mamá, que tendría la edad de Lestido, la alzó y gritaron juntas la clásica consigna: “Con vida los llevaron, con vida los queremos”. La foto, hoy conocida como Madre e hija de Plaza de Mayo, fue tapa del diario al día siguiente.
En 1986, haciendo un trabajo en el Borda y el Moyano, descubrió al lado el Hospital Infanto Juvenil, las madres adolescentes, así fue como se enteró de las mujeres presas que cumplían su pena con los hijos en brazos en la cárcel. Fue con una idea muy romántica de la maternidad en cautiverio. Pero el eje se fue corriendo de la palabra maternidad a la palabra cautiverio cuando, además de hacer fotos, propuso dar un taller con las presas y que ellas tomaran sus propias fotos. Lestido vio, y logró retratar después, aquello que veían esas mujeres, aquello que veía su padre cuando estaba en la cárcel. La serie se llamó Mujeres presas, ganó la prestigiosa Beca Hasselblad y le permitió a Lestido encarar la serie siguiente, que fue Madres e hijas. Una vez más logró captar a la vez lo micro y lo macro, la situación en sí y todo lo que representa, lo que ocurre adentro y lo que ocurre afuera de los fotografiados.
La serie siguiente fue El amor, pero algo empezó a pasar ahí: la figura humana, esencial en todas las fotos de Lestido, empezó a dejar lugar a la naturaleza, hasta entonces invisible. El amor ocurría en Villa Gesell, o más precisamente entre los médanos y el acacial de Mar de las Pampas, y la presencia humana iba pasando cada vez más a segundo plano. El paso siguiente fue ir a México, primero a la selva, después a los volcanes donde, a dos mil metros de altura, frente a la boca humeante de un cráter, esperando la salida del sol, Lestido sintió de golpe que lo que venía a continuación era la nieve, el hielo, ir hacia el blanco absoluto.
Antes reunió toda su obra en un librazo llamado Lo que se ve. Una vez le oí decir: “Yo no fotografío lo que vi, porque si ya lo vi, ¿para qué lo quiero en papel? Lo que quiero ver es lo que no ve mi ojo. Lo que percibo pero no llego a ver”. Varias veces le han preguntado por qué fotografía siempre en blanco y negro. Ella invariablemente contesta que en los sueños uno no se acuerda del color. Y no es que soñemos en blanco y negro; simplemente es imagen sin color: “Lo mío es eso, más que nada. No es que ame el blanco y negro; es que busco la imagen sin color”.
En el verano de 2011, en su casita de Mar de las Pampas, gracias al formidable Toni Postorivo, Lestido conoció a una bióloga que se iba a la Antártida y que la ayudó a que ella misma pudiera llegar al continente blanco, al fin del mundo. En todo fin hay un principio, cree Lestido. Con ese espíritu hizo el curso obligatorio para saber subsistir en una base antártica y partió con sus cámaras en busca del blanco absoluto.
Iba a alojarse en la hermosa y súper equipada Base. Por culpa del mal tiempo y otros azares terminó en Isla Decepción. La Base Decepción es una casilla en la ladera de un volcán, la tierra es arena volcánica, caliente, la nieve se derrite enseguida, el paisaje es negro y gris, el único blanco es el de la bruma casi constante. Supuestamente, Lestido y su grupo iban a viajar en un Hércules de la Fuerza Aérea pero los terminan mandando en el Beagle, un barco común, no preparado para el frío intenso ni para atravesar hielos. Llegan en medio de una tormenta, después de un incendio en la base brasileña más cercana. Al día siguiente se enteran de que no hay permiso para salir solos de la Base y la precariedad rige adentro de ella. Todo lo que esperaba Lestido de la Antártida debía reformularse. Así nace Antártida negra, los diarios que conforman este libro.
Las fumarolas humeantes, los lobos marinos, los pingüinos, los pájaros carroñeros, los enormes huesos de ballenas, el espesor de la albúfera, el cuidado de las cámaras para impedir la humedad y la condensación que arruina los lentes, el aspecto cada vez más tumbero que va adoptando el interior de la base, las caminatas interminables cuando el clima permite salir, la detestada orden de repliegue del guía cada vez que el paisaje parece abrirse, un guante que se vuela con el viento y que milagrosamente el viento trae de nuevo, cantar a gritos una ópera contra el rugido del mar, contarse sueños entre extraños a la exangüe luz de un sol de noche, asistir una mañana a la inexplicable desaparición de todos los gorros negros de la base (sólo los de color negro), ver nevar y derretirse la nieve al posarse sobre la negra arena volcánica, ver las aguas donde se juntan el Atlántico y el Pacífico, lugares llamados Bahía Luna, Playa de los Témpanos, una montaña bautizada La Chamana: agua, aire, fuego, tierra. Y todo eso anotado en un cuaderno hecho a mano por los presos del penal de José León Suárez donde Lestido fue a hacer fotos antes de partir hacia el extremo sur.
No es casualidad la presencia tutelar del alemán Werner Herzog a lo largo de este libro. Porque Antártida negra pertenece a la misma familia que Del caminar sobre el hielo, ese diario que llevó Herzog de su caminata a pie desde Munich hasta París cuando se enteró de que su adorada Lotte Eisner se estaba muriendo en la capital francesa. Se suele decir que un buen cuento es aquel donde algo cambia entre su principio y su fin. Eso es lo que sucede en Antártida negra. “Frente a tanta imagen y tanta nadería, prefiero preguntarme: ¿llego al hueso con lo que estoy haciendo? ¿Me transforma lo que hago? ¿Puede transformar al otro? ¿Puede sentir propias las imágenes?”, se pregunta Lestido. Einstein decía que, si nuestra vista fuera lo suficientemente buena, podríamos alcanzar a vernos la nuca cuando miramos a la distancia. Ojalá les suceda eso cuando lean este libro.
Este texto es el prólogo de Antártida negra: los diarios, que publica Tusquets en su colección Rara Avis.