Una tregua, por favor, todo lo que pido es una tregua. Poder descansar de las ganas de cambiar el mundo. O dejar que otros hagan la tarea pesada. Decirles que, si quieren, me inviten en la recta final de la lucha (siempre que esté garantizada la victoria). No, mejor que me inviten a los festejos. Porque ahora sólo quiero mirarme el ombligo. Mi ombligo y yo. Yo y mi ombligo. Podría mentir, y decir que estoy enfermo. Pero no, sólo quiero una tregua. Algunos podrían pensar que estoy escondiendo algo, que me dejé corromper por aquellos a los que traté de combatir. Nada de eso. Sencillamente, quiero mirarme el ombligo por un rato, descansar de causas perdidas, ajenas, lejanas, apenas comprendidas, cuyos resultados poco cambiarían de mi vida. De sólo pensar que voy a olvidar las grandes causas por un rato, ya me estremezco. Darle la espalda a los fracasos recientes, a la patria grande desarticulada, a la guerra civil en Siria, a los que se ahogan en el Mediterráneo, a los ataques terroristas, a la represión en Barcelona. A la desaparición de Santiago, también. Ahora es mi ombligo y nada más que mi ombligo. ¿Seré considerado un traidor a las causas de siempre? ¿Me lo perdonarán aquellos que ven al mundo como el campo de batalla de las ideas y que me consideran un eslabón de esa lucha? Si no es así, mala suerte. Supongo que cuando deje de mirarme el ombligo volveré con fuerzas redobladas, todo un justiciero. Ahora quiero mis quince minutos (no de fama), sino de ostracismo. El regreso de esa pereza adolescente que me hacía interesarme sólo por mi ombligo y nada más que mi ombligo. Seguro que también grandes hombres de la historia se sintieron así. No podían estar todos los días descubriendo, conquistando, inventando. Seguro que, entre invento e invento, se tomaban sus quince minutos para mirarse el ombligo y mandar el resto del mundo bien a la mierda. Además, ¿qué apuro hay por volver a las causas donde casi con seguridad perderemos y recibiremos palos? Por el momento no cuenten conmigo. No puedo. O no quiero. Quiero mirarme el ombligo sin pensar en la represión en Barcelona, en las bondades de la independencia, en los cambios sociales y en improbables revoluciones. Y menos quiero imaginar las caras anónimas de las víctimas de Las Vegas ni pensar en motivos, responsabilidades, culpas y soluciones. ¡Quiero mirarme el ombligo! ¿Se entiende? Curiosamente, mi ombligo no parece estar de acuerdo conmigo. No se ve conmovido por mi incipiente cariño. ¿Se estará rebelando? Hasta ahora siempre estuvimos juntos, mi ombligo y yo, en cada lucha. Ahora pareciera que no se siente a gusto con el resto de mi cuerpo y que está queriendo independizarse de mi fastidio, cansancio, colon irritado. ¿Tendrá vida propia? Pareciera que él también recibe las noticias que andan por el aire, las que repite la vecina, las que vocifera la televisión. Y para colmo él no tiene ombligo para mirarse el ombligo y dejar de pensar en el mundo y sus problemas. Ayer, al ver pasar un auto con la cara de Santiago pegada en la luneta, pegó un salto que en su momento atribuí a un atracón de chinchulines, como remedo de Gargantúa. Y de repente, mi ombligo se estira, sin causa aparente. Tal vez sea porque en el café, en la mesa de al lado, hablan de la selección. Peor se pone cuando en la calle una vecina menciona el aumento de la comida, gas, luz, impuestos. Incluso pareciera que mi ombligo actúa con conciencia social, porque cuando un taxista dice algo sobre los negros y los mapuches, salta como leche hervida y queda boqueando para afuera, como ombligo de obeso. Dejaría de prestarle atención, de mirarlo como tonto, pero eso sería volver a los problemas, al mundo. Así que lo sigo mirando, porque es todo lo que quiero hacer, un poco molesto de que mi ombligo no acepte la delicada atención que le brindo. De repente, me enojo y lo aprieto. A medias, con cariño; a medias, como llamado de atención. Él se infla, a modo de protesta. Lo aprieto un poco más, ya sin cariño, y siento que me recorre una ventolina inapropiada. Eructo algo que huele a matanzas, a desplazados, a represión, a muerte, a injusticias, a derechos perdidos, a lucha de clases, a miedos. Para colmo, justo en ese momento me entra un WhatsApp donde me piden que defienda algo que no llego a leer: ballenas, perritos, jubilados. Mi ombligo salta como si me hubiera comido una rana viva. Pero yo lo quiero en su lugar, para poder mirarlo sin culpas ni remordimientos. Entonces lo aprieto más todavía, y él me apuñala a traición con un ataque de acidez. Así estamos largo rato. Yo aprieto, él manda impulsos eléctricos a mi cabeza, a mis riñones. No hay caso, no hay tregua posible. Así están las cosas, quiera yo o no, mire para donde mire. Yo soy mi ombligo y sus circunstancias. Mi ombligo es también el mundo.