Tenía doce años, estaba en séptimo grado e invité a salir a la chica que me gustaba del colegio. Iba a ser nuestra primera salida.
–¿Solos? ¿Vos y yo? ¿Sin el resto de los compañeros?
Contesté un valiente “sí” que no se correspondía con el miedo que me embargaba. Pactamos el encuentro para el miércoles a las tres de la tarde. Por supuesto que llegué una hora antes: necesitaba organizar la salida perfecta. Tantas versiones posibles de esa tarde me había imaginado que no sabía con cuál quedarme. Listo. La mejor propuesta estimé que sería ir en primer lugar a tomar algo a La Lechería, un local de yogures y malteadas que era furor entre los púberes que vivíamos en el conurbano sur y luego ver una película en el cine. Pequeño problema. En ese entonces en Lomas de Zamora, donde residía, funcionaba únicamente el Cine Teatro Coliseo. Me acerqué a la puerta del aún cerrado cine y miré el gran afiche que colgaba de su frente: El imperio del sol. No tenía idea de qué se trataba la película. Crucé al kiosco de diarios de enfrente y le pregunté al diariero qué sabía de la película:
–Por lo que dice el resumen del diario es media trágica. Quizás sea un poco “fortachona” para alguien de tu edad, pibe.
¿“Fortachona”? Es perfecta. Una película conmocionante, con escenas fuertes, que impacten directamente en nuestra sensibilidad y que nos obligue a mirarnos a los ojos, y a darnos un abrazo de unión que nos proteja de esas escenas atemorizantes en medio de la platea semivacía del cine. Del abrazo al beso sería un paso posible, pensaba mi inocencia de aquel entonces. Entusiasmado con la gran estrategia que se me presentaba, fui corriendo a encontrarme con mi compañera de cita a la esquina pactada. Sí, fuimos a La Lechería. Sí, nos reímos mucho. Sí, le limpié con mi pañuelo unas gotitas del yogur que le mancharon su saquito rosa. Sí, nos miramos pícaramente sabiendo que esa primera cita quedaría marcada en nuestros recuerdos. Pero todos esos “sí” no podían evitar que una parte de mi mente estuviera ansiando el momento del cine, el momento donde mi gran estrategia amorosa llegaría a su punto máximo: la película con sus escenas de impacto, el abrazo reconfortante y el primer beso.
–Esa película se da solamente en la función de las 20 horas –me dijo el hombre de barba desteñida por el cigarrillo que atendía la boletería del Cine Coliseo cuando quise comprar las entradas y mientras confirmaba en su reloj que eran las cuatro y media de la tarde.
El mundo se caía frente a mí. Tanta estrategia infructuosa, tantas frases supuestamente inteligentes memorizadas para seducir, tantas veces ese beso vivido en mi imaginación perderían todo atisbo de realidad.
–Pero en diez minutos empieza Ico, el caballito valiente, es la nueva de García Ferré– me lanzó de mala gana mientras miraba una carrera de caballos en un televisor diminuto que tenía a su lado.
Con ella nos miramos. No tenía Plan B. Sí, yo el que había imaginado tantas veces esa salida, no había pensado otra alternativa. Ver una película de dibujos animados era aceptarnos como niños cuando en realidad queríamos empezar a parecer grandes.
Por miedo a que nuestra cita terminara en ese momento, ingresamos al cine. A medida que la película avanzaba, ella estaba cada vez más indiferente a la trama, mientras que yo era captado más y más por la ficción. Con las primeras vicisitudes que aquejaban al caballito en cuestión, yo empecé a llorar, tímidamente al comienzo y luego de una forma casi espasmódica. No lo podía evitar. Yo la miraba a ella que indiferente masticaba un chicle. Ella me miraba, avergonzada, no comprendiendo cómo esa película infantil podía hacer llorar así a un grandulón. Yo no podía comprender su aparente insensibilidad. Ella no podía comprender mi desmedido lloriqueo. Y así, casi en silencio, la gran estrategia de ir al cine para robarnos un beso pareció esfumarse en la oscuridad de la sala. (Me llevaría un tiempo más comprender que distintas historias nos pueden producir emociones diversas y que raramente los vínculos se nutren de equivalencias y simetrías).
Caminamos sin decirnos nada hasta la parada de colectivos. En alguna esquina, me imaginé la posibilidad de desestimar lo sucedido y proponer el beso escatimado. Pero no lo hice. Llegó el 543 y nos despedimos con un abrazo fraterno. Sí, fraterno, algo bastante alejado de todos los finales posibles imaginados por mí para esa cita.
Quedé deambulando por esas calles queriendo asimilar lo sucedido: ¿dónde había fallado la cita? En un momento miré el reloj y vi que eran las siete y media. El imperio del sol. Sí, decidí volver al cine y refugiar mi penuria amorosa en el Séptimo Arte. Me prometí no llorar en toda la función. Promesa que claramente incumplí porque la película narraba esa pérdida de la inocencia de un niño-adolescente que debe afrontar la crudeza de la realidad y sobre todo porque tarde o temprano debía asumir que era (soy) un espectador fácilmente tomado y manipulado por la ficción del cine y que es bastante frecuente que las emociones se me desborden sentado en la butaca de algún cine amigo. Así que si escuchan alguien moqueando detrás suyo en algún próximo estreno, no se den vuelta con una mirada de molestia; podría ser yo.
Gabriel Fernández Chapo es dramaturgo, director teatral, investigador y docente universitario. Su obra dramática ha sido estrenada tanto en América como en Europa y ha recibido varios premios y distinciones. Entre sus últimas obras dramáticas, se destacan No sé si puedo dejarte; La mujer del anatomista y Manos traslúcidas en fiebre de olvido. Actualmente dirige el espectáculo Anatomía del destino, donde indaga en las Teorías del Caos (los viernes en el Teatro El Ópalo, Junín 380. A las 21).