“Era callejero por derecho propio / su filosofía de la libertad / fue ganar la suya sin atar a otros / y sobre los otros no pasar jamás. / aunque fue de todos nunca tuvo dueño / que condicionara su razón de ser / libre como el viento era nuestro perro / nuestro y de la calle que lo vio nacer. / Era un callejero con el sol a cuestas / fiel a su destino y a su parecer / sin tener horario para hacer la siesta / ni rendirle cuentas al amanecer”.
La letra de Callejero, de Alberto Cortez, es un homenaje a un perro, pero no a cualquiera: se trata del famoso perro Fernando, que trajinó las calles de Resistencia a fines de los 50 y con el paso de los años agigantó su leyenda. Tanto que no una sino dos esculturas lo recuerdan, una junto a la Casa de Gobierno y otra enfrente del Fogón de los Arrieros, el curioso y ecléctico centro artístico y social que marcó el pulso cultural de la ciudad durante décadas. ¿Porque qué tienen en común Grete Stern, Emilio Pettoruti, Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges, Miguel Brascó, Leónidas Barletta, Raúl H. Castagino, Haroldo Conti, Raúl González Tuñón o Gyula Kosice? Todos ellos fueron miembros de la Orden de la Llave, creada por Aldo Boglietti –inspirador del Fogón de los Arrieros junto con su hermano Efraín– en 1954 y entregada a “aquellos amigos que hubieran hecho méritos especiales en su comprensión de la filosofía de la casa y su estilo de vida”.
El quid está entonces en comprender cuáles eran esa filosofía y ese estilo: el de ser a la vez un centro cultural; un punto de encuentro de músicos, actores y escritores; un faro de humor e ironía; un taller de artistas; un refugio de intelectuales y un ámbito contrario a toda solemnidad… salvo en el momento del juramento de la Orden, sobre un ejemplar del Martín Fierro y la Gran Llave Maestra.
UN FARO DE RESISTENCIA Es largo el listado de artistas que desfilaron por estos salones que hoy se mantienen tal como en su hora de gloria, y que fueron en realidad la segunda sede del Fogón de los Arrieros hasta 1955. La movida había nacido con la llegada de los Boglietti desde Rosario a Resistencia, donde se convirtieron en difusores de una tendencia cultural que atrajo tanto a Borges como a Jean-Paul Sartre, en la forma de una carta que el filósofo envió al enterarse de que en el lejano Chaco se representarían sus obras. En 1955 –cuando ya había muerto Juan de Dios Mena, el poeta que bautizó la casa al compararla con el espíritu que reinaba entre los arrieros cuando acampaban para pasar las noches junto a sus tropas– se inauguró el edificio actual, un diseño del arquitecto Mascheroni inspirado en las líneas modernas de Le Corbusier.
Para el visitante lo mejor es entrar y dejarse llevar: la variopinta colección de carteles, obras de arte y objetos enseguida lo hará entrar en el espíritu de la casa, con su buzón “en venta”, los guantes con que Carlos Monzón ganó su primer título mundial; el cartel que advierte “el alcohol mata lentamente” pero agrega que “no importa... no estoy apurado”; un “auténtico botón del corpiño de Rita Hayworth en venta por 4000 dólares (en efectivo)”; la supuesta coraza de Jorge Luis Borges en la fundación mitológica (sic) de Buenos Aires. Afuera, la Colonia Salsipuedes se suma al humor negro con un cementario sin tumbas pero con epitafios, siempre en la tónica irónica del fogón y sus acólitos: porque –según el anuncio apócrifo de una conocida funeraria, “la muerte es necesaria, ojalá se mueran todos”.
CALLEJERO Testigo silencioso pero no inactivo de las tertulias del Fogón, y en general del discurrir de la vida en Resistencia por aquellos años, era el ya entonces famoso perro Fernando. No habrá alcanzado la notoriedad cinematográfica de Lassie ni de Hachiko, entre otros congéneres reales o imaginarios, pero Fernando –que recibió el nombre del cantante Fernando Ortiz, quien lo adoptó sin que el can dejara nunca las calles– se ganó un lugar y dos esculturas (que no le hacen justicia) en las calles de la capital chaqueña. Se cuenta que le gustaban los dulces y los picantes, que desayunaba café con leche y medialunas junto al gerente del Banco Nación, que en los restaurantes le cortaban sus milanesas favoritas y que prefería abrigar con su calor a los chicos de la plaza en lugar de dormir adentro. Pero Fernando además tenía sus propios gustos artísticos –solía visitar los talleres del pintor René Brusau y del escultor Víctor Marchese- y musicales bien marcados. Ay del músico al que Fernando fuera a escuchar y mereciera su ladrido: su oído impecable, que detectaba errores, construía triunfos y derribaba famas. Mempo Giardinelli, en una contratapa de PáginaI12, lo recordó así: “Yo era chico y casi todas las tardes acompañaba a mi papá al Bar La Estrella, donde los hombres charlaban y jugaban al truco o al tute, y todo el tiempo se escuchaban tangos y conciertos en la enorme radio que los japoneses ponían sobre el estaño. Y ahí estaba, digno y sereno, escuchando atentamente mientras comía maníes bajo alguna mesa, o echadito al sol en las veredas amplias, el perrito que todos decían que habría merecido más que ninguno ser el icono de la RCA Victor”.
TIERRA DE MURALES Resistencia es, se sabe, la ciudad de las esculturas. La que cada dos años se inunda de tallas en vivo, en una fiesta que reúne a artistas de todo el mundo con un público entusiasta que alienta a sus favoritos como si fuera un espectáculo deportivo. Para el año próximo ya hay tema: Identidad en Movimiento, del 14 al 21 de julio. La herencia de cada Bienal se vuelca luego a las calles, en un inédito ida y vuelta que no tiene precedentes en otras ciudades argentinas. Lo que tal vez no sea tan conocido es que Puerto Tirol, a media hora de Resistencia, tiene su propia forma de expresión artística en el espacio urbano: aquí se realiza todos los años (aunque el evento pasará a ser bienal a partir de 2019, alternando de este modo con el festival de esculturas de la capital provincial) el Encuentro Latinoamericano de Arte Público y Muralismo, que convoca a exponentes de la región para plasmar su visión a gran escala en las paredes de la ciudad. En la última edición hubo artistas llegados de Paraguay, Bolivia, Chile, México, El Salvador, Venezuela y Cuba, además de los representantes locales, que continúan con la tradición de una forma de arte muy ligada a la preocupación social: aparecieron así la violencia de género, la preservación de la naturaleza sudamericana –como en el gran yaguareté pintado por el boliviano Wilson Zambrano– y la identidad latinoamericana. A orillas del río, muy lejos de la región europea que le dio nombre, Puerto Tirol se abre paso así en el panorama creativo litoraleño. Y a lo grande, haciendo su propia huella como la hicieron los integrantes del Fogón de los Arrieros y los que hoy siguen marcando el camino del arte en territorio chaqueño.