CARTAS BERLINESAS I
Berlín, 19 de octubre
Sehr geliebte Laura,
Ayer también, hicimos la visita guiada del centro en torno a la Unter den Linden con el profesor Bredekamp. Fue algo realmente único. Te diría que podés tirar mi segunda carta porque, a partir de lo dicho por Bredekamp, todo cuanto sabía de la arquitectura de los siglos XVIII y XIX en Berlín ha quedado felizmente trastocado. Iniciamos nuestro recorrido en el gran ingreso de la Universidad Humboldt, rehecho por los comunistas, dominado por la cita de Marx acerca de la nueva misión de la filosofía (cambiar el mundo más que interpretarlo). Cruzamos enseguida hasta el centro de la Bebelplatz. Nuestro guía nos explicó que quería mostrarnos el núcleo contradictorio y paradójico del urbanismo berlinés, un rasgo estético y simbólico que ha prevalecido desde los tiempos de Federico II hasta la actualidad. Para empezar, los edificios que componen el Forum no se encuentran simétricamente distribuidos el uno respecto de los otros. Los ejes de sus fachadas no coinciden en absoluto. El caso más radical es el de la iglesia católica de Santa Eduvigis, cuyo portal está diseñado a partir de un eje que sale del centro del templo y se proyecta por una línea oblicua a la recta principal de la Unter den Linden. Un segundo aspecto contradictorio se refiere al uso de un canon neoclásico muy prematuro en la casa de la Ópera, que se enfrenta al barroquismo palaciego y estéticamente reaccionario de la Biblioteca Antigua, erigida unos cuarenta años después de la Ópera. La cita del Panteón romano que trae consigo el exterior de la catedral católica complica más todavía el contrapunto de estilos. Al pasar por el costado del teatro, Bredekamp nos mostró una suerte de ventana vidriada colocada en el suelo. A través de ella, distinguimos un conjunto de estanterías vacías en las cuatro paredes de un recinto subterráneo. Se trata de un memorial de la quema de veinticinco mil libros arrancados a todas las bibliotecas de la Universidad Humboldt por los nazis y calcinados en el lugar durante la noche del 10 de mayo de 1933. Porque los nacionalsocialistas juzgaron que esos textos eran ejemplos del “intelectualismo judío” que envenenaba el espíritu alemán, y así ardieron las obras de Heine, Marx, Freud, Wiener Schnitzel, Franz Werfel, Franz Kafka, Max Brod, Rosa Luxemburgo, Heinrich Mann, Stefan Zweig, Robert Musil, Erich Kästner, Bertolt Brecht, los norteamericanos Ernest Hemingway y Jack London, el inglés H. G. Wells, entre muchos otros. El primero de esta pequeña lista, Heinrich Heine, había prefigurado el asunto en un dictum que, si ya era famoso antes de 1933, lo fue mucho más a partir de entonces: “Quien quema libros, quemará hombres después”. El monumento, concebido por Micha Ullman en 1995, pasa casi inadvertido de día, mas no por las noches; pues el marco del vidrio horizontal brilla con un tono azul y de la cámara, en su interior, sale un chorro de luz blanca hacia la oscuridad del aire, como si el acto de barbarie debiera transmutarse en luminosidad pura e invencible en el recuerdo de las multitudes. (...)
CARTAS NORTEAMERICANAS
Los Angeles, 13 de enero
Egregio,
hoy debería proseguir con nuestras aventuras en la Sierra Nevada de California, pero ayer ocurrió un hecho relevantísimo que no puedo dejar de contarte. Fui a un party, mas a un party con todo: la inauguración del Museo y de la Villa Getty restaurada en Malibú. Estaba el tout Los Angeles, scholars, trustees, fundeers, bankers, movie stars, staff members of the Getty, artists, en un marco de loca belleza: esa villa, que reproduce uno a uno la Villa Adriana en Tívoli, claro que no en ruinas sino como imaginan los arqueólogos que debió ser, un edificio que materializó el delirio del rico petrolero que era el señor Paul Getty –y se creía, sospecho, con bastante razón de su parte, una especie de emperador romano–, pues bien, esa villa se veía iluminada en medio de una selva mediterránea, de pinos marítimos de Roma, cipreses de Toscana, naranjos de Sicilia y, al fondo, el océano, el mar como una masa oscura y calma bajo la luna. Te juro que entendí por qué Homero llamó “negro” al mar. Pasamos de un atrio al otro, con sus impluvia y sus compluvia, hasta la alberca famosa rodeada por una columnata, poblada de copias de estatuas antiguas hechas en un metal negro a prueba de inclemencias (total, las versiones “originales” de que disponemos eran también reproducciones romanas de esculturas griegas, qué más da copiarlas una vez más y quizá mejor desde el punto de vista de la conservación y del efecto estético, pues nos contemplan con unos ojos desorbita- dos, hechos de incrustaciones de cristales coloreados, y sus miradas perturban, por cierto). Las paredes del muro de circunvalación de la alberca están pintadas “a la pompeyana” pero, si se observa bien, brota enseguida el juego paródico y posmoderno de la cita engañosa, del trampantojo, que es ilusión duplicada, metailusión.
En medio de estas consideraciones, rumiadas en silencio, nos internamos por las salas del museo, donde hay piezas únicas del arte grecorromano: copas de mármol que conservan la policromía de origen en el interior (el púrpura, el azul de Egipto); vasijas de figuras negras y rojas, casi intactas, la mayor parte de ellas excavadas en la región de Crimea, porque parece que los príncipes escitas habían quedado prendados de la cerámica griega y compraban las ánforas, los lekitoi, los aríbalos por decenas; Zeus y otros dioses o diosas monumentales; un Hércules colocado en una pieza circular, cuyo pavimento es un rosetón abstracto, de esos que desarrollan un juego óptico de circunferencias concéntricas y triángulos curvos que se agrandan o achican según como se los mire. Y en la sala dedicada precisamente a las cerámicas, a los objetos de bronce y plata donde se han identificado escenas de los viajes de Ulises, amén de un papiro minúsculo con un fragmento de la Odisea, ¿a quién me encuentro?... Al mismísimo Carlo Ginzburg. Casi no podía yo hablar de la emoción. Por suerte, estaba Charles Salas allí cerca y, sabedor de mi admiración por la obra de Ginzburg, se acercó a nosotros y dijo: May I introduce to you José from Argentina? Carlo me reconoció de inmediato como el autor del libro en que, desde el título general, su nombre aparecía gloriosamente asociado con el de Aby Warburg. Fueron mis cinco minutos de fama, a la Warhol, y nada menos que en Malibú. El asunto era de película. Y Aurora que no estaba a mi lado. Mi suegra, desde el jardín de Abraham, hubo de echar sapos y culebras, si es que eso está permitido a las almas benditas en el otro mundo, por el abandono de mi persona que perpetró su hija justo en tales instantes de apoteosis. Y bien, nos trasladamos enseguida al primer piso, sobre la terraza que da a los techos de la villa, donde comimos y bebimos a la manera de Trimalción, aunque con más elegancia y menos escándalo que el liberto. Yo manduqué en exceso, me parece, porque una señora muy refinada, sentada a mi lado, me dijo, entre risueña y soprendida, “but, my dear friend, you are always restarting your dinner”. “As a matter of fact, le contesté, yes, I am”. De sorbo en sorbo y bocado en bocado, conocí a un hombre sensacional, el viejo y sabio profesor Henry Hopkins, quien dirigió el MoMA de San Francisco con asombrosa apertura de mente y espíritu. Por suerte, tal cual sabrás por una carta próxima, yo había visitado con Aurora aquel museo diez días antes, de manera que le pude decir cuánto me había gustado la colección, nada excesiva en número, pero intensa en la calidad y amplia en la variedad de las piezas, con tantos cuadros de primer orden pintados por artistas latinoamericanos: Rivera, Matta, Kahlo, Lam.
En síntesis, it was a wonderful and gorgeous evening. Y Aurora, en pleno estío, en ese agujero que ya ni siquiera es peronista, ahora es... kirchnerista. ¿Te das cuenta de la decadencia? Anyway, por estos lares, no sabría decirte si lo vivido fue una burbuja espléndida y perfumada, que el día que explote dejará sentir su olor a rancio petróleo, o si dentro de mil años habrá en el risco de Palisades una ruina duplicada y tan espléndida como la de Tívoli. Quanta Malibu fuit, ipsa ruina docet (los latinazgos vienen de perlas tras semejante inmersión en la Antigüedad resucitada).
Un abrazo y hasta la que viene,
Caro,
G.
*Cartas berlinesas I y Cartas norteamericanas. Adriana Hidalgo Editora.