Alguien proveniente del tiempo y el vértigo tan actuales llega a una casa de antes, de hace más de un siglo y va entrando en otro tiempo, lento, ceremonioso. Más que un anacronismo, una pista que roza lo fantástico. La nueva criada, Andrea, no solo cruza una puerta: atraviesa una frontera que la deposita en otra época, en una mansión de comienzos del siglo XX donde el protocolo de poner correctamente la mesa se impone como un rito sagrado. En honor a la exactitud, lo impone Ángela, el ama de llaves que recibe a la recién venida y la adoctrina con firme rigurosidad en el deber. “Somos barcos que no dejan pisada”, dice. “No se habla cuando se sirve, no se hace ruido al respirar, la sala debe parecer vacía cuando estamos ahí”, proclama como si se tratara de verdades reveladas. Servilismo a disposición del statu quo, que bien podría emparentarla con cierto personaje que se volvió familiar entre cultores de series: el señor Carson de Downton Abbey, estricto y fiel mayordomo que defiende con uñas y dientes la condición “elevada” de una aristocracia a la que atiende y, aún más, venera. Ángela –coprotagonista de Un mechón de pelo, esta pieza de Luis Cano– representa a ese modelo de genuflexión ante el amo. 

“No me deja de impresionar la persistencia de ese molde tan antiguo, que viene de una práctica monjil; porque en cierto momento la Iglesia toma la clínica y toma la servidumbre, y las regula”, explica Cano respecto a la permanencia de ciertas vetustas y abusivas conductas impuestas al servicio doméstico. Fue esa permanencia de formulismos lo que despertó el interés de Cano por internarse en el mundillo de la servidumbre; además, está claro que hubo una segunda intención: trabajar escénicamente el tiempo que llevan ciertos procesos –más o menos– psicológicos, de aprendizaje o insubordinación. “En la representación, se nos acostumbró a una suerte de automatización, y en teatro, transitar momento a momento, paso a paso, sin anticipar nada –porque las anticipaciones automatizan–, tiene algo muy precioso”, destaca; y bromea acerca de cómo Un mechón… “quizás sea la única propuesta con pausas y tiempos lentos en Capital Federal”.

“Tácitamente, la dialéctica del amo y el esclavo ayudó a organizar buena parte de la obra. Me interesaba particularmente observar cómo una criada pretendía someter a otra”, advierte quien pusiera el foco en la diferencia de clase que aparece aún dentro del mismo estrato social. Tópico que, entre otros, convocara a Harriet Beecher- Stowe, histórica abolicionista, autora de la famosa novela La cabaña del tío Tom, donde supo anotar: “No es más cierto de esta raza que de cualquier raza oprimida en el mundo. El esclavo es un tirano si se le brinda la ocasión. Solo significa que su mente ha sido más degradada que otras”. La esclava esclavista, en este caso, es interpretada por una Gaby Ferrero que inquieta e hipnotiza con sus puños tensados, el rictus cincelado, la represión patente en cada gesto. Pero sus tablas de la ley burguesa acabarán patas arriba al colisionar con la lógica extrañada y el instinto libertario de Andrea –en la flexible interpretación de Eugenia Alonso–, que resulta inmune a cualquier forma de solemnidad. Como la sirvienta Cristina, de La señorita Julia, de Strindberg; como la cocinerita Daisy Mason de Downton, ella tiene otra ética, responde a otra lógica, además de escudarse en un humor burlón que la ampara.

Ambas dan sus pasitos militares ataviadas con uniformes de antaño que, conforme la tradición monacal, no omiten cofia, faldas largas, impolutos guantes (el vestuario, a cargo de Cecilia Zuvialde). Lo justo y necesario para borrar cualquier atisbo de piel, de erotismo, en seres que –según dicta la patronal– son menos que personas. Hasta que, claro, el famoso mechón se suelte y la sensualidad irrumpa en el rígido, severo orden. Sin caer en el estereotipo de lo amoroso, en la tosquedad de ciertas formas de seducción.

Cabe mencionar que Un mechón de tu pelo fue especialmente escrita por Cano para la compañía Ácido Carmín (las actrices Ferrero y Alonso), “a sabiendas de sus condiciones actorales, pero en contra de sus recursos más habituales,  pensando en su energía y, a la vez, en lo que no les he visto hacer”, de la misma manera que lo hizo con Monina Bonelli para La sirena. Para aquella obra, Cano había convocado a Rodrigo González Garillo (“alguien que además de tener un pensamiento sobre la belleza, privilegia que lo que está sobre el escenario esté en función de jugar”), que entonces ideó un sincrético y ocurrente mecanismo que oficiaba bastante más que de tablado. Para Un mechón de tu pelo, Cano volvió a contar con su valiosa contribución en escenografía y utilería, en una puesta donde cada objeto-fetiche (incluido un imponente aparador gigante, con muchas puertas conteniendo fina vajilla auténtica) es vital para una narración donde todo gira alrededor de la liturgia de poner una mesa a la perfección. “Las escenas respetan el orden de esa ceremonia. De hecho, Rodrigo, que conocía el protocolo específico, capacitó a las actrices, les tomaba examen durante los ensayos sobre cómo se disponían los elementos; y esas reglas empezaron a generar actitudes”, anota Cano.

Por qué sal y pimienta, por qué no cardamomo y canela; por qué tenedores de cuatro puntas, no así de tres, de cinco, se interrogará Andrea en consonancia con algunas preguntas que postulara el escritor Bill Bryson en el libro En casa, ese desenfadado tomo que historiza acerca de cada aspecto del hogar. Que junto a otras lecturas (Strindberg, cartillas de urbanidad tradicionales, Erving Goffman, algunas reglas de protocolo y etiqueta, Bachelard), germinaron para Un mechón de tu pelo. Texto que toma relieve en escena gracias al aporte de Ricardo Sica, que inicia con iluminación de frente: las actrices gustan llamar a la obra “una pintura en movimiento”, donde personajes y objetos devienen miniaturas que se desplazan. Hace su necesario aporte el diseño sonoro y los arreglos musicales de Tian Brass, dando profundidad, materialidad a una casa que cruje y suma al clima de otro tiempo posible, congeniando la puesta de época con el público contemporáneo. Lo hace a través de composiciones barrocas y renacentistas que no son lo que parecen; músicas que toman patrones sonoros y son intervenidas, amén de reforzar un gesto de la obra que permite, además, apreciar bellas melodías menos escuchadas.