Gabriel Fernández Capello nació el 24 de julio de 1964 en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Para confirmar tantas teorías sobre el destino, en el mismo lugar, 48 horas después, nació el que sería su compañero de andanzas en los Cadillacs: Flavio Cianciarulo y él descubriría la coincidencia años después, cuando el bajista empezó a salir con Ariadna, la hermana menor del cantante, cruzando sus caminos por segunda y definitiva vez. La partida de nacimiento indica que sus padres son Adelaida Mangani y Manuel Fernández Capello, pero la cuestión del nombre no fue tan sencilla ni tan lineal. Tratándose de algo tan íntimo, no es un tema que Gaby revisite en las entrevistas, pero en un largo reportaje de Germán Maggiori para la revista Gatopardo, en septiembre de 2014, habló sin conflictos sobre el tema. “Es extraña la historia. Mi mamá tenía 23 años, estaba casada con Fernández Capello, y a su vez estaba enamorada de Ariel Bufano. A mis treinta y tres años me enteré de que ella no sabía de cuál de los dos yo era hijo. No sabía, y no se animó a decirme. Igual, con Fernández Capello se llevaban muy mal y se separaron después que nací.”
Hacia 1963, cuando conoció a Mangani, Bufano ya tenía un nombre reconocido en la escena teatral argentina. Había sido discípulo del legendario titiritero Javier Villafañe, ya había estrenado varias obras y había creado (junto al dramaturgo Sergio de Cecco) la compañía Teatro Rodante de Marionetas; con el tiempo llegaría a ser director del Grupo de Titiriteros del Teatro General San Martín. Tras la separación de Adelaida y el médico genetista Fernández Capello, Gaby, Ariadna y su madre se fueron a vivir con Bufano y sus tres hijos, Pablo, Alma y Tamara. Vicentico contó en la misma entrevista que “Bufano me crió asumiendo la paternidad, pero con una reserva de duda; era muy incómoda la relación”.
“Cuando nos fuimos a vivir con Bufano, mi vieja me dijo: ‘Él es el tío Ariel’. Me acuerdo perfecto que al tiempo, tendría cinco años, le dije: ‘Che, ¿pero yo te puedo decir papá? Si estamos todos acá viviendo juntos’. ‘Sí, claro, por supuesto, decime papá’. Pero cuando yo tenía ocho años empecé a preguntarle a mi vieja: ‘Pero, ¿cómo es?, ¿tío, papá? ¿Es mi papá o no es mi papá?’, y mi vieja: ‘Sí, hijo, es tu papá’. Pero había algo raro.”
Gabriel terminaría resolviendo el conflicto muchos años después, cuando en un encuentro casual entre su esposa Valeria Bertuccelli y la actriz Lucrecia Capello le dejó un contacto y un encuentro con Manuel, que vivía en España. En 1997 se hicieron un test de ADN que dictaminó que no había relación sanguínea. “Yo soy parecido a mi viejo, a Bufano, tengo rasgos de él, las manos, no sé. Entonces ya está, ahí frené”, le dijo Gaby a Maggiori. Bufano murió a los 61 años, en octubre de 1992, cuando los Cadillacs estaban en plena fiebre de El león. Para Gaby no hubo dudas de que el que había muerto era su padre.
“Mi viejo tenía un don, era algo que sólo le pasaba a él: podía manejar un muñeco y hacer que estuviera vivo, y eso solo se lo vi hacer a él. El agarraba cualquier muñeco, un títere de guante o un títere gigante o lo que fuera, y no lo podías creer, era algo sobrenatural, que te daba miedo incluso. El desaparecía y aparecía el muñeco.”
Podría pensarse que lo de “Vicentico” fue un escape, una manera de partir la diferencia, no ser ni Bufano ni Fernández Capello. Pero no es necesario meterse en psicologismos de café: como ya se dijo, a Gaby nadie de su entorno lo llama Vicentico. “Me lo pusieron por una novela de Verónica Castro y yo siempre me enojaba. En los Cadillacs nadie me dice Vicentico, sólo los fans que creen que me llamo Vicente”, explicó el cantante en una especie de identikit publicado por la revista Rock and Pop. Antes de todo eso, el niño Fernández Capello creció en un entorno obviamente artístico, que fue modelando sus instintos. “La música estuvo muy presente en mis hijos desde que nacieron, yo les cantaba canciones para que se durmieran, de García Lorca, clásicos y también canciones para niños”, contó Mangani, que hizo su propia y brillante carrera al frente del Grupo de Titiriteros del San Martín, como puestista y hasta compositora de música para obras teatrales, y no duda de la influencia que eso tuvo en los niños. “Gaby se dedicó a la música y Ariadna al teatro”, contó en esa producción radial. “El vínculo con los títeres los acompañó desde muy chicos, conocían los textos, nos ayudaban; yo los llevaba conmigo y decía que cuando fueran grandes iban a poner un circo porque vivíamos trasladando cosas. La vida del teatrista es así, de armar y desarmar.”
Gabriel, entonces, creció con el arte como estímulo y con facilidad para armar y desarmar, ese deporte tan presente en la vida de una banda musical. Pero nada era tan lineal. “No sé qué quería, era imposible imaginar todo lo que sucedió y de todos modos nunca fui de pensar las cosas tan hacia adelante. Ni siquiera sabía si quería ser músico”, dijo en 2012. “Sí me acuerdo que me gustaba mucho el escenario, me llamaba mucho la atención, me copaba. En casa eran todos artistas, entonces eso estaba presente. Mi hermano mayor escuchaba mucha música, traía un montón de discos y yo me volvía loco. Siempre me gustaron los discos, me producían excitación, insomnio, todas las cosas que la música te puede hacer. Y en casa había un piano, mi mamá lo tocaba, eso siempre estaba, todos se dedicaban a cosas afines.” A pesar de eso, como Gabriel también se destacaba en el dibujo y aunque jugaba con la idea de estudiar Magisterio, al terminar la secundaria en el colegio Mariano Acosta se puso a estudiar Arquitectura: cursó el Ciclo Básico Común, lo aprobó, comenzó la carrera y… los Cadillacs empezaron a transitar la escena. Las noches de bares, fondas y escenarios se llevaban a las trompadas con eso de levantarse a las 6 de la mañana para ir a Ciudad Universitaria y trabajar en un juzgado, y Gaby, que ya era Vicentico, debió elegir un camino. Un camino que, como quedó demostrado en el repaso por la trayectoria de los Cadillacs, dio frutos jugosos.
“A mí no me importaba nada, es algo que pasa cuando empezás, una parte que no tiene que ver con que te dejes cagar por los productores o el boliche donde tocás sino con tu deseo de tocar”, explicó esos primeros tiempos al autor de este libro. “Es un momento en el que no te importa otra cosa, no te importa si cobrás guita o no, nada. Eso aparece después, cuando te das cuenta que puede ser tu modo de vida y entonces ves que te tenés que avivar en un par de cosas. Pero creo que es normal que nada te importe cuando empezás. No hay un plan. No hay marketing. Querés tocar, querés vestirte como se te cante, decir lo que querés, que nadie te puede decir cómo hacerlo.”
¿Quién es y cómo se comporta Vicentico, entonces? La versión más extendida entre el periodismo musical argentino es que Gaby no es un tipo sencillo de entrevistar, pero hay allí más prejuicio que realidad. Puede parecer huraño y demasiado reservado, pero es una cuestión de confianza e interés: como a cualquier persona, le aburren las charlas que transitan por carriles poco interesantes, y la inevitable repetición de situaciones (Meeting People Is Easy, el documental de Radiohead dirigido por Grant Gee, grafica brutalmente el concepto) no hace más que profundizar el efecto. A veces sale de la propia situación de entrevista y admite que está hablando sobre la marcha sobre algún tema en particular, y que quizá un par de horas o días después se arrepienta de lo dicho. Como le sucede a muchos músicos (en cualquier lugar del mundo), le fastidian ciertos vicios y lugares comunes de la práctica periodística, como las caracterizaciones esquemáticas o los reclamos a supuestos roles que cada artista debe cumplir. “Yo entiendo que los críticos usen etiquetas, pero no porque lo sepa no voy a aclarar que por lo mínimo es un gesto torpe”, dijo en 2004. “Todos sabemos que lo único que hacen es sacar la cuestión de madre. No aporta: achica, le saca gracia y sentimiento a las cosas.” En una relajada charla con el autor de este libro, se refirió a el maltrato que sufrieron los Cadillacs en algunos momentos de su carrera, sobre todo en los comienzos: “Eso sucede siempre, con cualquier cosa nueva que empieza... en algún punto es algo muy argento, que también hace que las personas que se largan a hacer cosas le pongan una actitud contestataria, o de tener que pelearla, que es interesante. Si lo tomás bien, sirve. Si no, tanta crítica es muy hinchapelotas. Yo me acuerdo que leía críticas que eran tremendas, nos trataban de nabos, que éramos malos músicos, pero nunca nos hizo nada”.
Pero más allá de sus justificados malhumores con la visión que la prensa a veces tiene de él o de los Cadillacs, Gaby posee, también, un particular sentido del humor, que cuando es provocado lleva a que los reportajes se distiendan y produzcan buen “material”; no es extraño que se esté divirtiendo profundamente con algo pero solo un brillo en los ojos lo delate, y prefiera guardarse el chiste para sí. Pero cuando engrana, cuando el tema lo apasiona, cuando la conversación pasa por la música y no por los ruidos que la rodean, Vicentico es uno de esos tipos que da gusto entrevistar. El espíritu a veces reservado tiene que ver, al cabo con su esencia, algo que se fue volviendo más visible en su carrera solista. También lo explicó su propia madre: “En casa era un pibe tranquilo, a diferencia de la escuela donde era tremendamente travieso. Pero fuera de allí es mesurado, de hablar conmigo de sus cosas importantes pero también de reservarse cosas. Yo veo que sus textos son melancólicos, a veces lo escucho y pienso que tiene un fondo melancólico, que elabora maravillosamente a través del arte”. Es cierto que hay canciones de Vicentico que transmiten una sensación deliciosamente melanco, pero si se le pregunta él relativiza esa caracterización. “No sé si se trata de melancolía, porque ese es un sentimiento más de quietud, depresivo y más de la cabeza”, explicó a la hora de hablar de su segundo disco Los Rayos. “En el disco hay tristeza, que para mí es un sentimiento muy importante, tanto como la felicidad. A mí la tristeza me cambia de lugar, me modifica en algún aspecto y te conecta con algo más infinito porque es más humano. Todos tenemos tristeza por anhelar, por no conocer, por no saber, por extrañar algo, incluso a veces por nada.”
Más allá de los análisis y construcciones públicas, hay algo que define a Gabriel, que de algún modo (y de manera inevitable) impregna todo lo que hace, el cómo abordó en su vida el hecho de haberse convertido en una estrella de la música, signifique lo que signifique eso. Gaby, el hombre detrás de Vicentico, creció en un barrio y allí se forjó ciertos valores. Boedo le contagió una pasión indestructible por San Lorenzo de Almagro (y en eso hubo una coincidencia más con Sergio Rotman), aun a pesar de cierta resistencia familiar. “En casa el fútbol era considerado un género menor”, le dijo al periodista Alejandro Fantino. “Ir a jugar al fútbol ya era todo un tema, a mi papá no le copaba. Yo me escapaba para jugar... en la cuadra eran todos de San Lorenzo, y así me hice fana del Ciclón.” Para un tipo con semejante genética de tablón, que sus canciones llegaran a las hinchadas de fútbol no era solo la certificación de popularidad sino una satisfacción personal. “En un partido de Los Pumas en Vélez la hinchada se puso a cantar ‘vamos Pumas vamos, pongan huevo que ganamos’ con la música de ‘Yo no me sentaría en tu mesa’, y me quedé helado”, le dijo a Fantino. “Tenía 19 años, con los Cadillacs recién habíamos grabado nuestro segundo disco. Dije ‘¿qué pasó...?’, es muy fuerte, muy loco. Y con ‘Los caminos de la vida’ también me pegó, porque fue el primer tema que pegó en la cancha de mi carrera solista. Me gustó porque yo quiero seguir siendo popular.”