Muchos se negaron a creer que lo habían matado, aunque ya no era un secreto que estaba en la guerrilla boliviana y allí perder la vida era un destino más que probable, como él lo señalara tantas veces. Sin embargo, el Che ya era un personaje legendario y como tal teñido de un halo de inmortalidad. Fidel Castro, comprendiendo que era necesario asumir cuanto antes la noticia dolorosa, en un dramático discurso radiofónico no dejó posibilidad ninguna de seguir dudando. Estábamos entonces en Cuba, con Lila Pastoriza, y, días después, pudimos asistir al acto en la Plaza de la Revolución, donde Fidel, frente a un millón de personas –rostros cruzados de lágrimas y un silencio tan poco habitual como conmovedor– nos dejó una sentencia que resumía buena parte de la historia: “Cuando nos pregunten cómo queremos que sean nuestros hijos, les responderemos: que sean como el Che”.
Vinieron más tarde momentos confusos, en los que costaba conciliar la magnitud del personaje y del proyecto latinoamericano con su intento en Bolivia, que mostraba las limitaciones de la mirada foquista. Tiempos de mucha discusión, en los que, sin embargo, no nos creíamos derrotados, porque el ejemplo de Guevara seguía siendo más fuerte que cualquier objeción. En 1969, el Cordobazo tendría un efecto paradojal: a partir de allí resultó impensable cualquier proyecto que no reconociera un rol principal a la lucha de los trabajadores, pero –por otra parte– la combativa reacción del pueblo que se sentía ahogado por la dictadura de entonces parecía confirmar nuestras expectativas revolucionarias.
Cuando nos acercamos al peronismo, como tantos otros militantes en los setenta, la relación con el Che se hizo para nosotros más difícil. Mientras las agrupaciones de izquierda levantaban su figura como estandarte, otras eran las banderas de los Montoneros o del activismo sindical de la Juventud Trabajadora Peronista. Sin embargo, éramos conscientes de cuánto tenía que ver nuestra práctica política con el Che y con quienes habían sostenido –en aquellos años formativos– que era posible cambiar el mundo y que valía la pena vivir para eso. Después, en la cárcel o en el exilio, el respeto a su figura y el reconocimiento compartido a su trayectoria nos ayudaron, en momentos en que las diferencias políticas entre la militancia peronista y la izquierda parecían insalvables, a sentirnos hermanados con todos los que luchaban contra la dictadura.
Él había señalado más que ninguno las limitaciones de la experiencia de los socialismos reales, había denunciado en su Discurso de Argel que el comercio exterior de esos países mostraba las mismas inequidades que eran regla en el capitalismo, había imaginado sociedades en los que el incentivo material debía perder peso frente al estímulo moral y a la solidaridad. Había cuestionado con más fuerza que ninguno las visiones dogmáticas que limitaban severamente la libertad de la creación literaria y artística, señalando el absurdo del llamado realismo socialista que pretendía parar el curso de la historia imponiendo como forma excluyente de narrar a la novela realista del siglo XIX. Había proclamado también la necesaria unidad latinoamericana, la misma que, desde otra perspectiva, Perón reclamaría años después.
El mundo cambió en un sentido muy distinto al imaginado por el Che, pero la experiencia de comienzos del siglo XXI reactualizó su proyecto de unidad latinoamericana. Muchas de sus anticipaciones siguen siendo actuales; otras, como sus documentadas observaciones sobre el funcionamiento de las economías socialistas, deben revisarse en un contexto muy distinto, signado por la desaparición de la mayoría de los países del socialismo real y por la paradoja de que el capitalismo se vuelve cada vez más injusto e impiadoso, mientras resulta más difícil imaginar su desaparición.
Así y todo, la dimensión ética de Guevara no ha dejado de crecer. En un mundo que reduce los espacios en que se pueda manifestar la solidaridad entre los hombres, resuena la frase del Che, en la carta de despedida a sus hijos, reclamándoles que nunca perdieran la que considera la principal cualidad de un revolucionario: “Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”.
Este breve recorrido, necesariamente muy personal, es también, con sus más y sus menos, la historia de muchos de los que seguimos extrañando al Che, de quienes hemos aprendido a discutirle con la misma firmeza que él tenía para defender sus ideas y no aceptar acríticamente ninguna afirmación por ilustre que fuera quien la formulaba. Así debatía con quienes cautivados por el genio de Marx se negaban a ver los condicionamientos históricos que pesaban sobre su pensamiento.
Nuestra relación con Guevara se ha tornado más compleja, es cierto, pero en cincuenta años no hemos dejado de sentir su presencia. Son millones las personas que en el mundo comparten la admiración al guerrillero heroico junto a un sentimiento amoroso hacia el hombre noble, sensible, talentoso y solidario que alumbró los tiempos de nuestra juventud.