El “Yo soy Fidel” que dicen, gritan o pintan millones de cubanos no existía. Fue una creación posterior a la muerte de Fidel Castro, ocurrida a las 22.29 del viernes 25 de noviembre. ¿Es un invento popular que el Partido Comunista de Cuba tomó de la calle o una construcción del PCC que recogió el pueblo? Como sea, cinco días de observación directa y cientos de conversaciones permiten conjeturar que esas preguntas no son tan importantes. Lo importante es la convicción íntima del grito.
Que la pregunta del huevo o la gallina no sea importante es una demostración práctica de que, al menos en esta cuestión, la comunicación ida y vuelta entre la conducción del Estado y el pueblo funcionó de maravillas y .
Si la iniciativa partió del PCC quiere decir que quiso difundir una síntesis para que fuera repetida. Eso podría haber pasado con cualquier publicidad. Pero en Cuba no hay publicidad comercial, y entonces el cubano medio carece del hábito de la simplificación brutal. Una suposición más: no hay tradición publicitaria porque no hay consumismo pero el PCC aprovechó el automatismo del “Patria o muerte”, que los cubanos responden con “Venceremos”. Aun en ese caso, la consigna podría no haber encarnado. O podría haber sido repetida sin emoción, sin congoja y sin llanto. ¿Acaso se puede obligar a un pueblo entero a que llore? El llanto y la tristeza revelan otra cosa. Encarnó en los cubanos el “Yo soy Fidel” repetido en el último barrio de Cuba hasta por el chiquito más pequeño y difundido por los periodistas de la tele y la radio. Si el Partido Comunista fue el inventor, su invento caló bien hondo. Dato político.
¿Y si la invención perteneciera al ingenio popular? ¿Si hubiera nacido en la calle y el Estado la hubiese tomado y, con picardía, esparcido por toda la isla? Demostraría la misma comunicación profunda. Sin que esto permita ninguna futurología, indicaría que hay una conducción perceptiva y veloz. Dato político.
Es difícil encontrar un caso igual de relación entre el líder y su pueblo incluso entre quienes murieron en pleno ejercicio de su liderazgo.
Está Eva Perón, por ejemplo. Sus funerales se convirtieron en una de las escenas de tristeza popular más impresionantes de la historia argentina. Pero tenía 33 años y Fidel 90. El 26 de julio de 1952 solo habían pasado poco menos de siete años del 17 de octubre de 1945 y poco más de seis del triunfo de Juan Perón en las elecciones del 24 de febrero de 1946. Tiempos intensos pero cortos. Fidel se murió 63 años después de su primera acción militar --el asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953--, 60 años después del desembarco con el yate Granma en 1956 y 57 años después, casi 58, del 1° de enero de 1959, cuando triunfó la Revolución Cubana.
Perón fue llorado por millones. Murió no solo en pleno liderazgo sino en la Presidencia. Pero falleció en medio de una crisis política terminal, como lo demostraría el cataclismo de 1974 y 1975, que empeoró todo lo conocido hasta entonces, incluso el golpe cordobés del Navarrazo avalado por el General a comienzos del ’74. Ni hablar de la solución de la crisis mediante un gobierno militar que se propuso terminar, mediante una matanza sistemática, con la base obrera del peronismo y con el fundamento social de toda resistencia a la desigualdad.
Salvador Allende fue llorado en silencio por la mitad de los chilenos. Murió en la Presidencia pero en el marco de un proceso golpista. No aceptó la oferta del destierro que le hizo llegar Augusto Pinochet. Mientras la Fuerza Aérea bombardeaba La Moneda se disparó al mentón con un fusil que le había regalado Fidel. Allende fue un mártir por mano propia. Fueron mártires por mano ajena otros latinoamericanos del siglo XX, desde Augusto César Sandino y Pancho Villa a Ernesto Guevara, y las víctimas de todos los genocidios y las masacres desde Guatemala a la Argentina.
Hugo Chávez murió líder, como Fidel, pero en la Presidencia. Por el cáncer detectado cuando ya era tarde la agonía fue rápida y los antichavistas no le dieron respiro. De todos modos alcanzó a institucionalizar un sucesor que ganó las elecciones, Nicolás Maduro. Chávez tenía 58, no 90. Su muerte no solo entristeció a sus simpatizantes dentro y fuera de Venezuela. Fue un shock inesperado como ocurre con las muertes a esa edad.
De los presidentes argentinos que gobernaron desde 1983, Raúl Alfonsín murió respetado por su papel decisivo en la construcción democrática pero desde 1987 ya no era no era el político más popular de la Argentina. Y falleció pasados los 80. Néstor Kirchner murió el 27 de octubre de 2010 en medio de la lucha política de 2008 y 2009. Estaba en plena actividad. Era, junto con Cristina, precandidato a las elecciones de 2011 y secretario ejecutivo de la Unasur. Sus funerales estuvieron cobijados por el calor popular. Tenía solo 60 años.
Ninguno de los muertos de América Latina fue llevado en un cortejo por todo el país, como la caravana de la libertad que trasladó los restos de Fidel desde La Habana a Santiago de Cuba. Cuando hubo democracia y exequias en la calle, el pueblo se despidió en la capital de cada Estado.
Ni los muertos ni los mártires gobernaron tantos años como Fidel.
Ninguno logró, como Fidel, gobernar y morirse tanto después dentro del sistema político que había liderado en su creación y en su ejercicio diario.
Perón llegó a despedirse y dejar instrucciones. “Mi único heredero es el pueblo”, dijo antes del 1° de julio de 1974. Isabel Perón y José López Rega dedujeron que hablaba de ellos.
Chávez también se despidió antes de su muerte, en 2013.
Fidel no dejó frases para quedar ligado a la eternidad. El suyo fue un liderazgo tremendamente poderoso, sin duda uno de los más potentes de la historia contemporánea junto con el de Mao. Pero secular. Tan secular que al revés de los soviéticos, por ejemplo, nunca se dedicó a combatir las creencias religiosas. Solo separó la Iglesia del Estado. Antes de su muerte alcanzó a saber que la Iglesia católica cubana participó en las negociaciones secretas entre el Vaticano y los Estados Unidos para normalizar relaciones entre La Habana y Washington. Después de su muerte la Iglesia católica comunicó su pesar y llamó a la unidad de los cubanos. Lo mismo hicieron los evangélicos. Y lo mismo dijo la Gran Logia de los masones, cuyos templos nunca fueron cerrados por la Revolución Cubana. Como en la independencia argentina o la chilena a comienzos del siglo XIX, la masonería fue una forma de articulación entre los revolucionarios cubanos de 1823, con José Francisco Lemus y su logia Soles y Rayos de Bolívar, relacionada con las logias Caballeros Racionales de la provincia de Matanzas y Cadena Triangular de Camagüey. La masonería volvió a ser la forma secreta de organización entre los revolucionarios de 1868 encabezados por Carlos Manuel de Céspedes y de nuevo cumplió el mismo papel entre los independentistas de José Martí a fines del siglo XIX.
El “Yo soy Fidel” quizás tenga que ver con esa idea expresada por Martí de que, terminado el límite de la vida, lo trascendente queda en los sueños cumplidos por el muerto y en lo que le faltó hacer. Aunque el PCC no creó un dios-estado o un dios-partido como los coreanos del norte, un cristiano podría sentirse cómodo con el “Yo soy Fidel”. Cristo es cada ser humano. De alguna manera Fidel quedaría encarnado en cada cubano.
Hay un horizonte como marco. Raúl Castro ya anunció que terminará la presidencia en 2018 y no será candidato a la reelección. Sin un Castro en el vértice del poder, en términos políticos la consigna denota que cada cubano tiene como mínimo la posibilidad --y si lo desea también la obligación-- de ser un Fidel. La lógica de realización requiere del pueblo. El punto de partida, en cambio, nace de una decisión individual. Por eso el “Yo soy Fidel” es mucho más que una herencia o un mandato. Es un derecho.