Elvio Gandolfo me acaba de recordar el nombre del autor de un cuento maravilloso: Los desterrados de Poker Flat.
Cuando busqué el cuento y el autor llegué a la conclusión de que no tenía ningún libro de él, que era el único cuento que descubrí en una antología del Centro Editor, que dicho sea de paso tanta felicidad regaló a nuestra generación.
El argumento, si la memoria no me engaña, se desarrolla en el oeste norteamericano en pleno siglo XIX, donde el autor vivió hasta los 65 años trabajando en los periódicos y publicando sus libros en el más duro puritanismo, como gustaba a los grandes de ese tiempo.
Llega a un pueblo de frontera un grupo de fulleros y empieza a desplumar a medio pueblo. Las fuerzas vivas toman una decisión drástica: los juzgan y los condenan al destierro, al mejor estilo griego. Cabalgan en un desierto de nieve varias horas, cuando exhaustos llegan a un grupo de árboles, uno de ellos pone una carta de jugar póker sobre un tronco y le clava un cuchillo no sin antes agregar un papel que reza: aquí yacen los desterrados de Poker Flat, seguros de que su destino estaba sellado cuando los conminaron a irse sin dejarles llevar provisiones y empujándolos hacia el camino de frontera donde sabían que no quedaba ninguna población. ¿Se incluía en ese juicio el castigo por haber sometido a los habitantes del pueblo al designio tentador de los fulleros? ¿Por qué ese juicio tan extremo que era lo mismo que la horca, pero evitaba observar cómo ese grupo indeseable moría muy lejos de su desconsideración cristiana? El odio pudo más que un juicio más benévolo o al menos obligarlos a transitar por caminos que estuviesen más poblados.
Siempre me pareció excesiva esa decisión, una ejemplaridad vana, porque los fulleros, lo sabemos, se siguieron reproduciendo hasta nuestros días, pero también el odio (que siempre es visceral) y que no acaba de abandonarnos nunca.
Abonizio me ha dicho que en mis escritos los pueblos no conocen el mal. No es cierto. Lo conocen de sobra, porque en sus calles circulan los siete pecados capitales, como le aseguró Raúl Galán a Héctor Tizón cuando ambos vivían en la aldea de Yala, pero yo no quiero hacerlo.
Sucede que en ese espacio tal vez mítico (nunca falso ni ideal) que me he ido formando eludo hablar del mal, porque de eso ya hay mucho en esta sociedad suicida.
Prefiero tratar de inscribir el vuelo de las garzas por un cielo de ceniza azul intenso, camino a los bañados más lejanos, cruzándose con aquella golondrina tardía que se había perdido de la bandada y a lo mejor ese grupo de niños que la miraban atónitos y admirados no lo supieran, porque volvía rápidamente a sus juegos.
Pero uno solo de ellos tomaba nota en su cabecita rapada y lo volcaría alguna vez en ese río de tinta que le circulaba en la sangre y con los años sabría que todas las líneas de sus manos solo rescataban esa belleza que de otro modo se perdería para siempre.