El partido había arrancado mal. Un gol auspiciado por la bebida gaseosa –como sacado de un Coca Cola playero– era un mal presagio. Tic, tac, tic, tac. Tres insólitos toques de cabeza en el área y adentro. La cara incrédula de Chiquito Romero lo decía todo. Quedábamos afuera del Mundial y muy lejos de Rusia. Ese gol nos desterraba a una lejana galaxia no visitada desde 1970. Un frío helado nos corría por la espalda. Una sensación de perplejidad. Hasta que apareció Messi con su lámpara votiva, con ese pie zurdo sagrado capaz de hacer filigranas, poner pases de billarista y, sobre todo, meter los goles que se negaban hacía tiempo. Argentina revivió. Salió del pozo en que estaba sumergida como un minero tiznado que no ve, que había perdido la costumbre de familiarizarse con la luz. Es que la selección vivía en penumbras, pero en ese hueco profundo no estaba sola. La acompañaban desde el poder político a los dirigentes de la AFA, y de ahí para abajo, todos. Como diría Discépolo, estaban en el mismo lodo y todos manoseados.

Los errores de adentro y de afuera se habían combinado en estos dos últimos años. Habían arrastrado un proyecto –si existía– hasta el fondo del pozo. Y le habían colocado varias piedras encima. Hay que remontarse a diciembre de 2015. A aquella elección del 38-38 con setenta y cinco asambleístas en condiciones de votar una nueva conducción para la AFA. El papelón del siglo de la dirigencia deportiva nacional. La renuncia de Gerardo Martino le siguió después, allá por junio de 2016. Esos mismos dirigentes lo habían condenado al ostracismo. Lo ninguneaban. Llegó Bauza de la mano de la comisión normalizadora. Que desnaturalizó todo. Armando Pérez, su presidente, se confesó un peón del presidente de la Nación, Mauricio Macri. Respondía a las órdenes de la Casa Rosada. 

A Bauza lo eyectó la nueva conducción de la AFA encabezada por Claudio “Chiqui” Tapia. Los problemas futbolísticos siguieron. La falta de identidad también. Se trataba de buscar un proyecto-salvavidas. Afuera seguían los desaguisados. Sampaoli –a quien la comisión de Pérez había ido a buscar antes, pero no podía irse del Sevilla– fue el elegido. Lo eligieron entre resistencias y apoyos. Con el marco de una Superliga en pleno lanzamiento, clubes apremiados por las deudas y esa improvisación tan nuestra, tan criolla, que siempre carcomió los cimientos del fútbol argentino. 

Así llegó la selección a ese camino hacia el Gólgota, ante las murallas del Mundial de Rusia que parecían impenetrables, imposibles de sortear. Nos esperaban el cielo o el infierno deportivo, con perdón de las congregaciones de la fe. Pero en el umbral de la oscuridad, cuando allá abajo la luz se veía como un minúsculo puntito blanco, apareció Messi. El del sagrado pie zurdo que ya se transformó en estampita. Al que le rezaron los creyentes y no creyentes. El que desde anoche alumbró el milagro rodeado de sus diez apóstoles. No son doce los suyos. Porque él vale por dos.

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