Es cierto que lo mejor de Kingsman, El Servicio Secreto, de Matthew Vaughn (2014), venía por el lado de recuperar el carácter más festivo y absurdo que caracterizaba a las viejas películas de James Bond, ese que hasta las propias aventuras del Agente 007 protagonizadas por Daniel Craig resignaron en pos de aggiornarse al realismo hiperkinético del género post 11/9; es decir, post Jason Bourne. Y también es cierto que esa opción está jugada aún más a fondo en el segundo episodio de lo que ya es una saga, Kingsman, El Círculo Dorado, también dirigida y coescrita por Vaughn. Pero aún así no es lo mismo: algo falla dentro de la lógica del universo que propone esta secuela, haciendo que buena parte de la gracia se diluya. El resultado es, entonces, un escenario paradójico en el que apostando a potenciar lo mejor que había mostrado la original no se consigue hacer una película mejor.
Si en El Servicio Secreto un chico callejero, representante de la clase baja londinense, acababa convertido en miembro de una selecta agencia secreta de inteligencia al servicio de la corona, el inicio de Kingsman, El Círculo Dorado lo muestra ya afianzado en su rol de dandy con licencia para matar. De novio con la princesa sueca de la que se había ganado los favores en el final de la película anterior, el afianzamiento en su rol de agente secreto también representa un giro conservador en su propia vida. Y puede decirse que eso es también lo que le pasa a la película, que tratando de redoblar su apuesta apenas consigue unos cuantos momentos memorables apareciendo acá y allá, dentro de una narración que tiene mucho de fórmula.
Si bien el rol del villano vuelve a estar signado por la desmesura propia de los enemigos clásicos de Bond –en este caso la jefa de un cártel que aspira al monopolio del narcotráfico, interpretada de forma encantadora y feroz por Julianne Moore–, se extraña el carisma con que Samuel L. Jackson compuso a su propio psicópata en el episodio previo. Para peor se intenta recuperar esa idea mágica y fundacional que representa la existencia de una organización disparatada como Kingsman (agencia secreta que es el non plus ultra de la circunspecta y flemática elegancia británica, a tal punto que se oculta tras la fachada de una tradicional sastrería), trasladando el concepto a los Estados Unidos, donde reside una agencia similar, los Statesman, integrada por unos vaqueros sureños que tienen su cuartel general en una destilería de whisky.
En la trasposición se pierde buena parte de la gracia, que apenas reaparecerá de forma esporádica, sobre todo cuando haga su entrada un presidente de los Estados Unidos casi tan turro como Donald Trump. Con él vendrán los mejores momentos de Kingsman, El Círculo Dorado, que nunca consigue que se deje extrañar a su predecesora. Ni las escenas de acción, ni las vueltas de tuerca ni el despliegue técnico llegan a estar a la altura de todas las promesas que aquella había cumplido con creces.