Esta nota se trata de maternidades subversivas, de maternajes rebeldes y salvajes que se vienen fraguando desde un tiempo no tan antiguo pero cargado de significados en las potestades de las mujeres sobre sus propios cuerpos y sobre la protección de sus crías, convertidas en potencia colectiva de cuidados y construcciones políticas femeninas. Esta nota se ilumina con el fulgor profundo de Madres y de Abuelas de Plaza de Mayo, como la metáfora más poderosa de las preocupaciones políticas de las mujeres en tanto esas maternidades tajeadas por las muertes y desapariciones de sus hijxs constituyen terreno vital para seguir alimentando los combates de otras miles. Ya no se trata de la imaginación femenina al poder sino de acciones claras y concretas nacidas, tantas de ellas, al desamparo de carencias o tragedias privadas que abrieron ventanas a nuevas derivas de un maternaje político y activista edificador de poder por fuera del poder, y esa es su originalidad central. Es “la revuelta que navega entre el microcosmos de lo íntimo y la plaza pública con políticas en ebullición, en estado de tensiones y goces permanentes”, dice la escritora y filósofa Julia Kristeva en una entrevista de Verónica Gago para este suplemento. Entre los pliegues de esas maternidades revueltas, afirma, “no se pierde el tiempo de la militancia, se lo recupera para sí permanentemente.”

Sobrevuelan resistentes insumisas: Rosa Schonfeld de Bru, Susana Trimarco, Raquel Wittis, Nora Cortiñas, las madres de Ituzaingó, Olga Aredez, un listado apretado e injusto por tantas que deben ser nombradas, aunque aquí los nombres propios se citen para instalar en un presente continuo esas faltas de cuerpos y de duelos por sus hijas e hijos, impulsadas por una búsqueda que no cesa. “En definitiva nunca estuve sola”, advierte Rosa, que sigue recorriendo los pasillos de las fiscalías platenses luego que trascendiera la pérdida de los once cuerpos de la causa que investiga dónde está el cadáver de su hijo. “Los amigos y compañeros de Miguel me abrieron los ojos, me convirtieron en una mujer autónoma y me sostuvieron y  supieron cómo rescatar a mi hijo de esa otra tumba, la de la impunidad.”   

Infinidad de veces quisieron clausurar la legitimidad de una lucha que Rosa transformó en militancia de palabras ardientes y el cuerpo al frente, en arenga permanente. Algo de este legado quiso atesorar la platense Marina L. el año pasado, cuando ocupó la plaza principal de San Isidro junto con cientos de mujeres para amamantar a sus bebés en un tetazo nacional por el derecho a la lactancia en lugares públicos, después que el 12 de julio dos mujeres policías echaran de ese lugar a Constanza Santos por darle la teta a su hijo. “Fue la militancia inaugural de una maternidad colectiva que no quería esconderse sabiendo que sólo nosotras  decidimos sobre nuestros cuerpos, porque nuestros derechos y nuestras tetas no quieren la opinión de nadie.”

Lo que ondula -Kristeva sí, de nuevo- es la imaginación femenina al poder que extiende ese maternaje para construir nuevos vínculos políticos. Las madres de Ituzaingó contra los agroquímicos que arrasan con las vidas de sus familias y las de Mamá Cultiva en la transformación del mundo a partir de una militancia cosmovisionaria y paciente del cannabis medicinal que cambió sus existencias desde que sus hijxs mejoraron las suyas. “Nos vimos empoderadas de una verdad Universal. Nos vimos en la obligación de salir a declarar que volvemos desde la más oscura de las soledades a la feminidad que habíamos perdido, que no es una feminidad cualquiera. Es una feminidad extrema, feminista, combativa, exaltada y política”, resume en travesía de amor y de revancha urgente el Manifiesto de Mamá Cultiva Argentina.

Porque precisamente de esas necesidades perentorias sobrevienen las llamadas internas para confrontar o confrontarse y pasar del desvelo íntimo a una gestualidad política cargada de reclamos. Las tomas de las escuelas secundarias en resistencia a una reforma educativa cargada de incertidumbre y demanda de Educación Sexual Integral también renuevan los reclamos de madres que defienden la participación activa de estudiantes en redes tramadas desde el vamos y porque la memoria contra la violencia institucional va latiendo fuerte. “Es la violencia actual pero no sólo de las fuerzas policiales la que nos despierta y nos hace pensar que no podemos dejar a los chicos solos”, explica Marcela Negro, madre de un adolescente que asiste al Mariano Acosta e integrante de una colectiva de familias que realiza el seguimiento sistematizado de la violencia policial contra lxs más jóvenes. “Ver que tienen que enfrentarse a una fuerza de tal magnitud despertó inmediatamente el instinto de protección. Es agotador porque todos tenemos nuestros trabajos y esa tarea nos lleva mucho tiempo de nuestras vidas, pero no podemos dejarlos solos porque confrontan con poderes muy grandes, como la policía o el Gobierno.”

En Marcela se sobreimprimen los rostros de cientos de madres conteniendo los embates que sufrieron alumnas y alumnos en defensa de la dignidad de la escuela secundaria pública. Son militancia amorosa y alerta frente a las denuncias penales contra sus hijos e hijas que llevaron adelante las tomas. “Que se estigmatice y se quiera acallar lo que los jóvenes tienen para aportar a la sociedad es muy preocupante.”

Es que el avance del poder popular de las mujeres es una amenaza intolerable para los sectores hegemónicos, que vomitan con especial dedicación la infamia estigmatizante de locura, histeria y resentimiento sobre las que denuncian violencias domésticas e institucionales. La Justicia patriarcal y machista no perdona que Valeria Sainz ni Andrea Vázquez ni otras miles sigan luchando por recuperar a sus hijos o hijas y contra la vinculación con progenitores denunciados por violencia hasta, en el caso de Valeria, 42 veces. Sus militancias y batallas son para ejercer la maternidad y para que los niños y las niñas sean libres. “La amputación del ejercicio del rol materno es tortura y disciplinamiento patriarcal”, remarca Andrea. Se sabe, la corporación judicial no acepta a las que se encadenan, marchan, hacen vigilias o se performatizan para convertir situaciones de una crueldad despiadada en una celebración. “Cuando tu objetivo es recuperar a tus hijos y sabés fehacientemente que están sufriendo, no existe la posibilidad de que te dobleguen.”

Esos vínculos políticos amorosos logran erigirse pese a la falta de acompañamiento a las que luchan, a las que les restringen sus potencias y esmerilan los espacios de autocuidados. María Luisa Peralta da cuenta de esos contrasentidos como lesbiana madre de un hijo de 11 años, una de las fundadoras de Lesmadres, organización integrada por familias de lesbianas madres y futuras madres que decidieron maternar en pareja, y una de las activistas del reconocimiento legal de las dobles maternidades en el nuevo Código Civil. “La maternidad era un anhelo muy fuerte siendo lesbiana y cuando quise hacerlo teníamos todo en contra. Concretarla me llevó a ampliar mi militancia como lesbiana y hacer este activismo de muchas facetas legales pero sociales también.”

Acaso estos maternajes en militancia sean exorcizadores y las maternidades lésbicas aquelarres de dimensión colectiva. María Luisa recuerda debates a propósito de que el mandato para las mujeres heterosexuales es ser madres y para las lesbianas es una vida sin hijos o hijas y en soledad. “Contra estas cuestiones tuvimos que ir. Hacer lugar también dentro del feminismo y del movimiento lgttb para nuestrxs hijxs y para poder ser lesbianas madres. Por eso cuando algunas lesbianas decimos que no nos identificamos como mujeres tiene que ver con cuál es el género como estructura social que está habilitado para nosotras.”

De su boca salen las palabras luz, plenitud, masividad. Reverberancias que destellan en las Marchas del Orgullo, donde las maternidades expanden la gratificación con filas de cochecitos, niños y niñas a upa o de la mano, y en tantas otras marchas donde las mujeres se juntan y arremeten en revueltas gozosas y constructivas de tantas maternidades y enlaces como demanden sus pulsiones políticas y afectivas. Que nos permite, concluye María Luisa, tenernos entre todas, compartirnos y poder ser con otras también.