La escena se repitió de manera multiplicada en las semanas previas al ballotage. Ante un candidato que encarna la torsión explícita y veloz de los lenguajes libertarios hacia retóricas y prácticas (neo)fascistas, un escalofrío recorrió la comunidad lgbttq. En el cuerpo: sitio de memorias de décadas previas para las más grandes, pero también inminencia de un peligro y una amenaza, en algunos casos apenas entrevistas, en la gente más joven. No hace falta mucho olfato para oler el peligro, evidentemente. Nietas intentando convencer abuelas, conversaciones con hermanos, amigues y familia hétero: la familia, los círculos del afecto, los lugares más o menos cercanos para intentar cambiar el voto. Familias a las que les costó escuchar lo que esta elección significa para nos: la posibilidad tangible y real, y explícita, atravesada por multitud de palabras y gestos, de que ciertas mínimas garantías –que llamamos derechos-- serán vulnerados, o al menos mucho más vulnerables que hace unas semanas.

El sábado reproduje un posteo en Instagram sobre estos afectos. Lo vio gente amiga, contactos, conversamos un poquito al respecto en el chat, lo típico. Hacia la noche del domingo empezó una catarata de comentarios, un trolleo típicamente agresivo pero otros más argumentativos (me pregunto: Dónde estaban que llegaron todos juntos en la noche del domingo? ¿En el huevo de la serpiente virtual?) Pero también la disponibilidad de argumentos para un chat de Instagram: cierta gimnasia en ello. El foco de los ataques argumentales es, poco sorpresivamente, el tema de los “derechos”: la insistencia mas que sintomática de que todo derecho es siempre ya un privilegio, por un lado, y por otro, que los derechos no tienen coordenadas de sexo-género. Son los argumentos típicos de las derechas contemporáneas: la falta de acceso a vivienda de alguien en el conurbano está directamente relacionado con el derecho a casarse de dos lesbianas, donde la disputa es siempre de suma cero y donde la idea de que el Estado debe ampliar los círculos de protección –ciertamente reconociendo las enormes fallas de nuestro Estado—es inconcebible.

Y el otro argumento, frecuentemente complementario: los derechos glttbiq como herramienta para enmascarar desigualdades estructurales. Discusiones y disputas que, desde ya, no son nuevas, y atravesaron los movimientos desde al menos los años 90s. Pero los lenguajes libertarios las movilizan, obvio, contra nosotras.

Automatismo de la reversión de los derechos en privilegios: esto como premisa de las ideas anti- Estado. El “privilegio” de que no te manten, de que no te discriminen de las formas mas brutales, ¡vaya “privilegio”! Y sin embargo pareciera que quedamos capturadas en una postal que esta elección iluminó: invocación de derechos democráticos sobre el fondo de una paisaje social implosionado.

Sabemos que el fascismo, siempre, se cocinó en el caldo de las promesas incumplidas de la revolución-- o, para no usar esa palabra tan alejada de nuestras retóricas políticas , de las tímidas reformas de nuestros Estados, tan moderados. Una generación parece haberse formado en ese espectro: hablan desde ahí, con la certeza y la autoridad de quien cree haber develado –rayo de verdad unidimensional que recorre las plataformas digitales— el núcleo de las fallas colectivas.

Mientras tanto, muchas (re)descubrían el domingo a la noche –téngase en cuenta de que escribo esto desde Córdoba, el gran laboratorio de la ultraderecha—aquello que Carlos Jáuregui había convertido en la consigna de los inicios de la militancia: nacemos en territorio enemigo, la familia que se revela, una vez más, como territorio hostil. Abuelos que había dicho cambiar el voto a pedido de la nieta torta, hermanxs que hacen escucha sorda a la ansiedad de sus pares gltbbiq. Algo en la escucha familiar, que pensábamos estaba más aceitada, se endureció y se rigidizó: qué tiene que ver eso (tu vulnerabilidad, tu miedo, tu insomnio) con esta elección. Algo íntimo y muy amenazante en el voto a Milei de familiares y amigues. Y si se plantea esto, la acusación de sobreexageración, claro, como forma de negación.

Quiza estos sean los aprendizajes en curso. Por un lado, lo obvio: que nuestros derechos son siempre fragilísimos, y siempre a disposición para guerras culturales. Tal, dicho sea de paso, es un recurso insistente en las experiencias libertarias de EEUU: a medida en que los libertarios se acercan al poder real, reconocen la imposibilidad de aplicar sus disparates doctrinarios y recurren a las guerras culturales para compensar sus pasajes, digamos, de “leones” a “gatitos mimosos” del poder económico y político. Y ahí hacemos entrada nosotras, nuestros rituales, nuestros cuerpos, nuestras vidas. Para esta gente somos un comodín para la violencia (las feministas, desde luego, son el otro comodín: vamos juntas en el reparto de los naipes.) La avanzada ya está en curso.

El otro es el aprendizaje más difícil: cómo desmontar la trampa “derechos vs privilegios” sin caer en una invocación abstracta de valores democráticos. Sin duda, esta elección demostró que la retórica de los derechos no se puede contraponer a la brutal crisis económica y su proliferación de violencias: ante la realidad violenta de la desigualdad, ¿qué significa reivindicar “derechos”? Y sin embargo, para nosotras esa contradicción es falsa: sabemos perfectamente qué pasa cuando nuestros derechos –incluso ahí donde parecen puramente declarativos—se erosionan. Sabemos lo que ciertos sectores de la sociedad escuchan cuando eso sucede. Sabemos cómo se traduce en la cotidianeidad. Tenemos memoria y tenemos instinto: ya sabemos qué sucede. Por eso la elección se sintió, quizá más que nunca, en el cuerpo.

Creo que en este punto tenemos muchas herramientas: si algo supimos hacer es contar nuestras historias de lucha y de supervivencia que pasan justamente por el cuerpo, por la materialidad de la vida, por la cotidianeidad. Por la calle, por el laburo, por los circuitos del cuerpo: los derechos, exactamente ahí. En la trama de la vida diaria los derechos nos dan una herramienta básica, vital. Disputar esos sentidos desde lo más material de nuestras existencias. Sobre todo, quizá, para reforzar y afinar nuestra mirada sobre el mapa que se está armando, y dónde quedamos situadas.

Y por último: la elección dramatizó ese afecto turbio de lazos muy próximos. Viaje veloz al origen de los afectos militantes: lo familiar. El chat familiar encabritado: las viejas cortesías se abandonan. De las micromilitancias a las micro –o macro—venganzas. Descubrimos nuevas y viejas resonancias de la “inclusión” que, se supone, habitábamos. Habrá que aprender a navegar sobre esa cartografía de fracturas afectivas que se revelan, ni hace falta decirlo, rabiosamente políticas.