No ganamos las elecciones, no perdimos la dignidad. La agobiante campaña electoral terminó democráticamente. Pero las cachetadas a la justicia social se acrecentaron. No ya tirando bombas contra civiles desde aviones militares -como en 1955 en Plaza de Mayo-, ni raptando gente desde autos sin patente -como en la década de 1970 y comienzos de 1980- (aunque aparecen escalofriantes amenazas), sino legitimadas por las urnas, el símbolo por excelencia de la participación ciudadana.
La mayoría del pueblo se hastió de la degradación económica y las internas políticas que se preocuparon más por ocupar cargos que del bien común. La Argentina votó a la extrema derecha en su versión más fascista de la historia democrática nacional. El voto a favor de lo más bizarro del liberalismo -el anarcocapitalismo vernáculo- no fue, en general, por compartir esa ideología de ajuste, hambre y represión, sino por pura y atendible indignación contra dirigentes oficialistas que se enamoraron del poder y se olvidaron de quienes debían gobernar. O, con las mejores intenciones, se acordaron tarde y a las apuradas.
Ha llegado la hora de enfrentar las alteraciones de la realidad concreta. Cuando mueren las palabras hay que dar cuenta con los hechos. Hasta aquí hemos llegado, con “final feliz” para las fuerzas reaccionarias, privatizadoras, militaristas, antiderechos, misóginas y homofóbicas. Y también para las personas indignadas por la inflación y la intermitente inoperancia oficialista que, a pesar de todo, no quitó derechos adquiridos e incorporó nuevos.
Pero ante el hambre de una parte de la población y el descontento generalizado no queda otra que el malestar social. Así se expresó en las urnas. Esto se sumó al anti peronismo acérrimo de la derecha, de algunas izquierdas y de quienes prefieren olvidar que su ascensión social fue motorizada por el progresismo popular y nacional, que hoy cae derrotado para desesperación de las minorías discriminadas y de quienes creemos en la justicia social, la soberanía nacional y la inclusión de las diferencias. La larga y agobiante película electoral terminó con el neoliberalismo y el libertarismo abrazados y sellando su alarmante complicidad con un seco beso liminar.
Ahora bien, ¿qué ocurre después del beso poco hollywoodense?, ¿cómo queda todo después de la tormenta?, ¿qué disposiciones edilicias, alimentarias, educacionales, solidarias y/o curativas permanecen en pie cuando finaliza el fragor de la batalla?, ¿en qué se convierte el paisaje cuando se disipa la nieve? “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Ha comenzado el largo y desconcertante día después.
El infierno tan temido para unes y el cielo imaginario para otres. Habrá que esperar el despliegue del proyecto vencedor. Habrá que esperar las reacciones del proyecto vencido. Esta elección transcurrió entre capas de ansiedad, angustias y furtivas alegrías. El miedo no fue solo un slogan de campaña, es una realidad más cruel que la acertadamente pronosticada, en su momento, por Daniel Scioli.
Las medidas contra la población de la ultraderecha recién coronada son más pesadas que las de 2015. Allí la reivindicación de la dictadura fue más sutil, se manifestó y, ante la movilización generalizada, cuidó mínimamente las formas. En cambio, ahora, honrar a los terroristas militares se esgrime como oxímoron político, como “genocidio virtuoso”, defendido con dudoso orgullo por Victoria Villarruel, vicepresidenta surgida del sistema político repudiado por su papá y cuestionado por su flamante presidente: la democracia.
Les libremercadistas regresaron a los cuarteles, pero por otros medios. Todo parece indicar que la vicepresidenta electa es un caballo de Troya. Introduce en la política reivindicaciones para quienes piratearon el Estado. Ya no dan el espectáculo vulgar de ensuciarse las manos con sangre, incluso niegan la criminalidad de la represión ilegal, exhuman la teoría de los dos demonios y dicen lo insostenible: que fue una guerra. Fue terrorismo de Estado. Se utilizaron los poderes usurpados y las fuerzas nacionales contra un grupo de insurgentes y también de inocentes tirados al mar en medio de la noche y las tinieblas. Clandestinidad estatal de un Estado robado. No se puede exigir prebendas para quienes destruyeron todas las instancias jurídicas y nos sometieron a vivir años y años bajo estado de excepción sin más ley que la violencia de un gobierno ilegítimo arrebatado al pueblo con ametralladoras.
A quienes atravesamos varios golpes militares y fuimos testigos de la crueldad de la última dictadura cívico militar se nos hiela la sangre ante las expresiones dictatoriales. Entramos en una dimensión demasiado conocida. Primo Levi, testigo por excelencia de crímenes de lesa humanidad, en Si esto es un hombre, cuenta su experiencia durante el cautiverio en el campo de exterminio de Auschwitz y el anhelo angustiante de que el horror terminara de una vez. Finalmente, llegaron los aliados, terminó la guerra, comenzó el día después. Y, lo que se imaginaba panacea se convirtió en un nuevo infierno.
En un segundo libro, La tregua, narra las dificultades que tuvieron que sortear les sobrevivientes para regresar a sus hogares. Pocas personas lo lograron. Hambre, frío, emboscadas, enfermedades, falta de transporte, sed. Levi atravesó cinco países deambulando con sus miserias hasta regresar a su Italia natal. Tardó ocho meses. Padeció “la angustia de la liberación”. Les amantes de la democracia, en la Argentina, estamos padeciendo la angustia de la poselección.
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A pesar del dolor, somos multitudes eligiendo el lado del amor, la resistencia, la justicia social y la alegría. Esta exaltación de la alegría no es un slogan de autoayuda, es político. Es la actitud que reclama la decisión de seguir apostando a la libertad en equidad y seguir rechazando la libertad de mercado. Requiere impregnarse del espíritu de la Novena Sinfonía, que Beethoven compuso sin percibir sonidos. Una torsión del dolor convertido en canto a la alegría. La política, como la naturaleza, cumple ciclos. Las tempestades desgarran, pero renuevan nutriente que permiten a los campos florecer nuevamente reafirmando la vida. Lo tóxico puede transformarse en medicina. Como la naturaleza, la política cumple ciclo, quien milita a favor de la comunidad -gane o pierda- no deja de prepararse para la próxima primavera.