PáginaI12 En Francía
Desde París
La administración norteamericana de Donald Trump dio otro puntapié en el sistema de consensos internacionales. Estados Unidos ejecutó la amenaza adelantada en julio pasado y anunció que se retiraba de la Unesco, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la cultura, cuya sede está en París. Washington argumenta que el organismo internacional se convirtió en un cenáculo donde prosperan los “actos antiisraelíes”. Pocas horas después del anuncio norteamericano, Israel asumió la misma decisión por motivos similares. Según Israel, la Unesco se ha vuelto “un teatro del absurdo donde se deforma la historia en vez de preservarla” (Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí). Ambos países ponen en tela de juicio la elección, por parte de la Unesco, de la localidad palestina de Hebrón, en Cisjordania ocupada, como “zona protegida” del patrimonio mundial. La inclusión de Hebrón, donde viven 35.000 palestinos y 8.000 colonos judíos protegidos por el ejército, dentro del patrimonio mundial de la humanidad ya había acarreado aireadas reacciones entre los diplomáticos estadounidenses. Nikki Haley, la embajadora norteamericana ante la ONU, había juzgado en su momento que esa decisión constituía una “ofensa histórica” que “desacreditaba aún más” al organismo multilateral. Con un tono vengativo, el Estado Hebreo se congratuló por la decisión de la administración Trump, a la que juzgó como “una nueva era en las Naciones Unidas: aquella en la que, cuando se practica la discriminación contra Israel, se paga el precio”.
El paso dado por Estados Unidos no es ni nuevo ni tampoco cambia demasiado la presencia de Washington en el seno de la Unesco, donde aún conserva un estatuto de “observador”. En 2011, la irresuelta crisis israelo-palestina había conducido a Estados Unidos a dejar de participar en el financiamiento de la Unesco, donde contribuían en un 22% del presupuesto de esta agencia de la ONU (80 millones de dólares). El 31 de octubre de ese año, la Unesco integró a Palestina como miembro pleno luego de que, de los 194 Estados que participaron en el voto, 107 lo hicieron a favor, 14 en contra y 52 se abstuvieron.
La casi totalidad de los países árabes, africanos y latinoamericanos habían abierto el camino para que la bandera de palestina fuera izada en la Unesco como la de los otros Estados miembros. Entre las potencias, Francia, Rusia y China votaron favorablemente. Los adversarios del ingreso de Palestina vieron en ese gesto un “principio” de reconocimiento político de Palestina, es decir, su legitimidad como Estado palestino. La administración de Barack Obama aplicó dos leyes de los años 90 que especifican que Estados Unidos no puede subvencionar ninguna agencia de las Naciones Unidas que acepte a Palestina como un Estado miembro sin que exista antes una acuerdo de paz con Israel. Ello justificó en aquel entonces el fin de la contribución presupuestaria norteamericana. Ahora, por segunda vez en el siglo XXI, los norteamericanos se vengan de un organismo multilateral cuya misión nada tiene que ver con los rumbos diplomáticos de la ONU y que, a menudo, dentro de un contexto “cultural” y nada político, sirve como antesala para muchos acercamientos. Fundada en 1945, el objetivo de la Unesco consiste en “contribuir al mantenimiento de la paz y la seguridad propiciando la colaboración entre las naciones a través de la educación, la ciencia y la cultura”. Por más polémico que resulte, el ingreso de Palestina a la Unesco y la elección de Hebrón como “zona protegida” del patrimonio mundial se inscriben en esa lógica. Esta institución siempre fue un territorio fuera de los designios de la arrogancia imperial de la primera potencia mundial. A lo largo de las décadas, principalmente a partir de la contra revolución conservadora de los años 80, Washington tildó a la Unesco de ser un nido de izquierdistas que trabajaban para la Unión Soviética, una caja de resonancia de ideas hostiles a Estados Unidos y un organismo empañado por la corrupción. En 1984, el ex presidente norteamericano Ronald Reagan ya había abandonado la Unesco con esos argumentos hasta que George W. Bush la reintegró. Trump vuelve sobre los pasos de Reagan con una medida que se hará efectiva recién a finales de 2018.
La directora general de la Unesco, Irina Bokova, lamentó la decisión norteamericana y defendió la postura de la institución para la cual, dijo, “la universalidad es esencial para su misión a fin de construir la paz y la seguridad internacionales frente al odio y la violencia”. Francia sigue muy de cerca los entretelones de esta crisis porque aspira, junto a Qatar, a dirigir el organismo al término del mandato de Irina Bokova. La ex ministra francesa de cultura, Audrey Azoulay, es candidata a la sucesión. París lamentó el retiro estadounidense “en un período en el cual el respaldo de la comunidad internacional a esta organización es primordial”. Según adelantó el portal foreignpolicy.com, el Secretario de Estado norteamericano,Rex Tillerson,tomó la decisión hace varias semanas y se la comunicó al presidente francés, Emmanuel Macron, durante la Asamblea General de la ONU.
El portazo estadounidense es una página más de la guerra de Donald Trump contra los actores más débiles de la escena internacional, de su cruzada para reformar la ONU y una límpida venganza contra un ente internacional que ha sabido desafiar las lógicas ciegas de los Estados. Además, Washington deja la Unesco con una enorme deuda acumulada de 500 millones de dólares porque en los últimos años nunca pagó sus contribuciones pese a participar en el Comité Ejecutivo compuesto por 58 miembros. El nuevo azote trumpista no sorprendió a nadie. Donald Trump lleva varios meses arremetiendo contra la Unesco y su “vergonzosa politización” (son sus palabras). Ahora buscó una excusa más para oficializar la ruptura y eligió para ello un tema tan ultrasensible como el del antagonismo israelo palestino. El improvisado imperio de Trump ha dado una prueba más de su inconsistencia, de su amateurismo diplomático y de su inclinación a defender no las causas humanas sino a los intereses. El presidente norteamericano tiene una meta muy clara: destruir lo consensuado. Abandonó el acuerdo climático surgido de la cumbre de París y cada semana amenaza con romper el pacto nuclear con Irán. Empezó con los más frágiles y amenazados: el clima y la cultura.