¿Ficción o realidad? Esa parece ser una de las preguntas del presente a la hora de sentarse frente a una pantalla. La demanda de realismo en el cine contemporáneo no se restringe a las biopics o al cine histórico sino que atraviesa todos los géneros y las tradiciones. Todo lo que en otros tiempos podía permitirse el artificio o la fantasía hoy está abroquelado ante la tiranía de una supuesta realidad que, paradójicamente, cuando se trata de ir a su seno tiene mucho de ficción. El castillo es la película perfecta para abordar esa paradoja, y sus múltiples capas permiten descubrir que esa barrera infranqueable es mucho más porosa de lo que imaginamos. La ópera prima en solitario de Martín Benchimol –quien había codirigido a junto a Pablo Aparo La gente del río (2012) y la muy buena El espanto (2017)- nace de un encuentro casual en la llanura pampeana: el director arriba a un castillo anclado en la ciudad de Lobos y con él descubre a sus dueñas, Justina y Alexia, habitantes de esa monacal construcción con aires medievales que fue parte de una herencia. De allí nace una película, una historia real de madre e hija, una ficción sobre ese legado en disputa.
“Conocí a las chicas cuando estaba en medio del rodaje de mi película anterior. Llegué al castillo un poco por accidente y me la encontré a Justina trabajando en el parque de la casa. Yo imaginé que era una empleada del lugar, así que le pedí hablar con el dueño. Ella me respondió: ‘Yo soy la dueña, pasá’”, explica el director en notas de prensa sobre la película. Justina es la mujer que abre la ventana por primera vez en la película, pero no es su retrato el que preside la enorme sala. Esa es la antigua dueña, una mujer de mundo y fortuna, de la que hablan sus deudos cuando visitan el castillo los fines de semana y saludan a Justina como una invitada más del cumpleaños de turno. Pero Justina no es una invitada más: como le anticipó a Martín Benchimol es la dueña de la propiedad, heredada de su patrona con una única condición: que nunca la venda. Al parecer ese legado respetado a rajatabla por Justina, empleada doméstica de la familia por décadas, no era tan confiable en manos de los bulliciosos parientes que la disfrutan algún que otro fin de semana.
El castillo tiene doce habitaciones y seis baños, es una construcción imponente, ubicada en un claro, rodeada de pasto verde y algunos árboles. Alrededor pastan las pocas vacas que Justina conserva, junto con otros animales de granja casi domesticados. Pero ese castillo otrora fastuoso hoy acusa un creciente deterioro: goteras, pintura descascarada, huecos en el techo, el agua corriente cortada. Pese a los contratiempos edilicios, Justina soporta estoica la mantención de su hogar: sacrifica algún animal para comer, limpia los pisos con esmero, cambia alguna lamparita. Todas las mañana llama al ganado desde una de sus ventanas y algunas noches se interna en el campo para hablar con su novio por videollamada. Sin embargo, el nombre que asoma una y otra vez entre sus labios es el de Alexia, su única hija. Si bien Alexia reparte su tiempo entre las carreras de automovilismo virtuales y el chateo con su amigo Rodri de Buenos Aires, responde paciente ante cada llamado de su madre. Deja sus cosas y pone manos a la obra en el viejo castillo.
El castillo es entonces la historia de una madre y una hija. O, para quitarle generalidad, de Justina y Alexia. Su vínculo real se inmiscuye en el relato aunque lo que veamos sean los trazos de su ficción, y su condición de habitantes de esa mansión monumental no les quita el mérito de revelarse como actrices. La historia del castillo, la vida pasada de Justina como empleada doméstica, la muerte de su patrona, la herencia de la propiedad y su difícil mantenimiento llegaron al director de la propia boca de la protagonista. Pero cuando él decidió convertir esa vida en el guion de una película la imaginó desde la ficción. “Empecé escribiendo la vida de Justina y Alexia en narrativa, como si fuese un cuento-explica Benchimol-, y entonces decidí concentrarme en la relación entre ellas dos, una madre y una hija que están a punto de separarse. El rodaje tuvo algunos momentos de observación y muchos otros donde ellas interpretaban una versión de sus vidas. Yo les proponía situaciones que funcionaban como disparadores para que pongan en escena su vínculo, y ellas las interpretaban dentro del juego que les planteaba la película. Algunas escenas se basaban en cosas que me habían contado y otras veces eran escenas de un futuro imaginario”.
Cuando comienza la película, Alexia planea un viaje a Buenos Aires. Allí tiene un amigo, Rodri, quien le ofrece trabajar en su taller mecánico para costearse las prácticas como piloto de Fórmula 4. “No hay plata”, le dice una y otra vez Justina ante la demanda de dinero para el pasaje pero también para una forma necesaria de independencia. Ese es el nudo de la tensión entre ambas que la película disfraza de comedia, al vivir ambas sus deseos y frustraciones en la inevitable compañía de la otra. El equilibrio se da entre aquello que asalta desde lo real, con la presencia absorbente del castillo y su robusta monstruosidad, y los trazos de una ficción que alcanza momentos magistrales: las conversaciones de Justina con un novio que nunca se decide a visitarla, la interacción con los animales que habitan en la casa y las estancias domingueras de los parientes de la antigua dueña, quienes bregan por desplazar a Justina a su lugar anterior de doméstica, ahora bajo el velo de los buenos modales y los consejos.
Una de los ejes de El castillo es la radiografía social. Martín Benchimol resume la historia de Justina como un error del sistema, un cuento de hadas fallido. Una mujer de clase trabajadora, originaria del Chaco paraguayo y con rasgos indígenas, hereda una imponente mansión en la pampa argentina, corazón de la oligarquía terrateniente. Cada visitante, desde el ganadero que le compra algunas vacas hasta los campistas ocasionales del predio, mira con curiosidad esa anomalía. “Lo que queda en evidencia –concluye el director- es que aun recibiendo esa herencia, Justina no cambia de clase social. De hecho la película no cuenta cómo se convierte en dueña legal de la casa, sino que se pregunta si es posible que ella, aun teniendo la escritura, pueda sentirse la dueña del castillo”. La impronta de lo real define entonces este dilema y desborda todo tejido de la ficción. Pero es justamente en esa materia ficcional de El castillo, la película, en la que Justina y Alexia hacen de sí mismas y también de sus personajes, donde la disputa simbólica por la clase y la herencia alcanza su verdadera forma.