Los primeros títeres de Mireya vivían en la memoria de su infancia parisina. Catherine y Otto Van Ress, Arqueles Vela, List, Blanchard, Jaime Colson y los amigxs mexicanxs y de otras patrias que llegaban a su casa fueron en la nostalgia y sin saberlo, los fundadores de su primer teatro de títeres. Muñecos imaginarios que bailaban charleston, se reían fuerte, hacían música y silbaban. Eran los amigxs de su papá Germán, un escultor estridentista, y de su mamá Lola, “el ciclón de la Academia San Carlos” -dicen que le debe el apodo inclemente a sus escapadas a las clases de desnudos de los hombres porque en las de las mujeres las modelos estaban tapadas-. Mireya tenía cinco años (a los diez, y cuando la Segunda Guerra se anunciaba en Europa, volvieron a México) y aquel cenáculo marcó el horizonte epitelial con el que armó después el tamaño real de la esperanza de sus títeres. Los títeres estuvieron siempre junto a ella; hacía los suyos y miraba a su mamá (pintora, marionetista, inventora de juguetes y maravillosa bordadora de tapices) hacer los de ella, acompañadas por muñecos de barro hechos en Oaxaca, mientras elegían hojas de maíz, semillas, medias agujereadas y maderas. Cuatro manos buscaban figuras sin molde y sin los contornos de una cartografía -anatomía- euclidiana.
Pelucas, barbas y tocados en cabezas de papel hecho roca decoraban cuerpos tramados en la abundancia de harapos mágicos con narices de cartón o de carozo de mango. Aquellos juguetes marcaron las primeras texturas que sus manos después volvieron arte y escuela. No tardaron en llegar las funciones familiares por los barrios olvidados con un público (apenas unos años menor que ella) que mientras miraba las obras intentaba descubrir el cordón eléctrico que los hacía mover. Infancia y títeres de la mano (como lo hicieron también Sarah Bianchi, Mane Bernardo y Ana María Amaral) aparecen en el recorrido biográfico de Mireyuca, la dramaturga sufi, que abrió caminos inéditos “porque los títeres son surrealistas y absurdos” y es nombre propio -sinónimo- de tradición titiretera en México.
En su hoja de ruta por tinglados polichinelas aparecen guiones y adaptaciones de obras clásicas -un Quijote y un galgo corredor andan por ahí- para chicxs, un público “que sí tiene libertad, no hay que quitársela”, decía Mireya, suspirando un suspiro corto antes de decir que los títeres no estaban en el mundo para decirles a los niñxs que se tienen que lavar los dientes. Fue miembro de Unima (Unión Internacional de la Marioneta) y la diseñadora de más de quinientos títeres que vivían con ella en su casa de San Jerónimo. Quinientos títeres que bailaban alados haciendo equilibrio entre la geometría y otros prodigios del espacio, para los cuales el tiempo no era imprescindible ni necesario, pero, conservaba con todo, la autoridad que dan las horas de escenario. Un equilibro que no dependió ni depende de cables enchufados ni de articulaciones prodigiosas, un equilibro que habita el alma pléroma de los títeres y que no se extingue ni siquiera frente a una semántica que se empeña en dejarlos sin cabeza o en despreciarlos como trastos manipulables sin aliento ni reflejos; para comprobarlo basta con encontrar una foto de Mireya haciéndole upa a alguno o con mirar (lo fijo que se pueda) a los miles de ojos saltones, esos ojos que ganan luz en la noche y que cualquier botón en costurero quisiera ser.