Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma fascista. Ese fantasma hoy, aquí, se ha presentificado, presencia del presente, y de un porvenir de al menos cuatro años que aún no comienzan pero ya se sienten.
En este mundo, y en este país al sur del mapa, tenemos desaparecidos muertos y vivos, como recordó Estela, hay nietos que aún buscamos. Seguiremos batallando por su aparición con vida, y por la nuestra, hoy, en el que nuevamente nos despertamos como zombies que intentan recordarse vivos.
Un fantasma me parasita, pesadilla en la vigilia: el saqueo que se prepara, ya se está organizando, empiezan a conocerse los nombres de los encargados.
El fascismo tiene hijos sanos, no le temo a la locura ni al odio sino al deseo fascista, ese deseo que produce terror. La primera esquirla que el terror siembra y que crece como un hongo gigantesco cuando cae una bomba, es el silencio. El silencio autoimpuesto.
Escribo contra mí misma, contra mis terrores que me susurran que mejor no, mejor guardarse.
Pero escribo, y sé que lo hago para no morir de angustia, para no quedarme sola.
Escucho la vida seguir su curso detrás de la ventana. Apacible, normal, un día caluroso de noviembre, tal vez llueva, tal vez no. Las horas seguirán su programa, irán llegando pacientes tan golpeados como yo. Y otrxs imperturbados, más destruidos que yo. Le temo más a la salud reluciente, a la normalidad anestesiada y límpida. La confianza que ama el orden y se regocija por adelantado ante calles despejadas para el tránsito que reunirán los restos de protestas masacradas, tal vez incluso antes de ocurrir. Sigo dudando... ¿debo escribir?
Son las once. Interrumpo estas divagaciones porque es hora de conectarme con la siguiente paciente del día, que se encuentra océano de por medio. Sin embargo no hay distancia, está aquí presente, viviendo como yo los efectos estragantes de la angustia, y ella con la soledad de no poder compartirlo con su familia (porque el océano del voto los separa). A los pocos minutos de esa sesión, me cuenta que está leyendo un libro y que quiere compartirme un párrafo. Me lo lee. Se llama “La supervivencia de las luciérnagas”, lo escribió George Didi Huberman tomando algunas ideas de Pier Paolo Pasolini. No hay océano de por medio, estamos hablando de la oscura noche del fascismo.
Pasolini nos propone mirar las cosas de otro modo, cambiar el punto de vista. No es en la noche donde las luciérnagas han desaparecido. En lo más profundo de la noche somos capaces de captar el menor resplandor. No, las luciérnagas han desaparecido en la cegadora claridad de los luminosos reflectores. Las luciérnagas, esos punzantes recuerdos del pasado.
El improbable y minúsculo resplandor de las luciérnagas para Pasolini metaforiza la humanidad reducida a su más simple poder: el de hacernos una señal en la noche.
Resplandores e intermitencias contrahegemónicas, supervivencia del deseo de ver que es o será capaz de situar la mirada más allá de donde el poder ordena y dicta. El fascismo se muestra a plena luz. Se atreve a decir y a hacer cualquier cosa. Bastante más de la mitad de este país lo ha votado, entró por las puertas de la democracia, tiene carta de ciudadanía.
Sigo escuchando pacientes. Alguno me cuenta que pasó la noche borrando tuits, otro que decidió irse de las redes sociales por un tiempo. Hay miedo. Una paciente joven me dice que anoche pensaba que iba a ganar MIlei. Se frena, nos miramos. Me dice: bueno, ya ganó... el lapsus es en este caso un diferimiento que confunde lo que ya es presente, ya ocurrió. Ganó. Luego dirá que lo que pasa es que aún no puede dimensionarlo, conoce el terror por relatos, aún no le tocó vivirlo.
Vuelvo a las luciérnagas y esas señales que envía Pasolini desde el pasado en palabras de Didi Huberman cuando escribe y piensa a partir de ellas, de mi paciente desde otro continente. Ahora escribo yo, decidida, arrojada a la hoja, a la escritura que es para mí y para tantos de nosotros un territorio existencial, un sitio que activa el mismo deseo de supervivencia de las luciérnagas, que se resisten a extinguirse y saben que la noche puede ser el lugar en el que oponerse a lo que brilla, a lo que enceguece e impide ver, a plena luz del día.
Lila María Feldman es psicoanalista.