Acusar el golpe. Es la primera tarea y ni siquiera es necesario imponérsela. El cuerpo está dolorido, los músculos cansados, la emoción es un trapo gastado de tanto limpiar desánimo. Las cosas de todos los días sin embargo no se detienen, hay que levantarse, trabajar, sacar a caminar a los animales de compañía; las clases todavía no terminaron. Ningún fin de mes es más final que éste. ¿Queda resto para comprar café antes de que suba todavía más? ¿Se puede usar la tarjeta de crédito y comer afuera sin pensar que más o menos en 15 días podrían perder su trabajo 650 mil trabajadores y trabajadoras del Estado? ¿Ir al cine es una opción? ¿Ver qué están dando en la Sala Lugones y no olvidarse ni un minuto que el privilegio de saber que existe esa sala nos ha distanciado tanto de las juventudes populares que eligieron la disolución del estado con tal de no ver más el mismo paisaje político sin iniciativa?
Hace unos meses, cuando se designó como candidato a Sergio Massa, una minoría dentro de lo que se llama comúnmente “campo nacional y popular” se sintió descorazonada. Había pasado como una estrella fugaz la intención de Wado de Pedro de convertirse en elegible para la presidencia y así como se reacciona frente a las estrellas fugaces hubo festejos, seguramente en los mismos sectores que se desilusionaron con Massa. Wado era ese representante de los hijxs de “la generación diezmada” -según la frase de CFK-, protagonista como tantxs jóvenes más de la revuelta de 2001 que despidió con su propia sangre en la calle al neoliberalismo que había desertificado la industria nacional, que convirtió a obreros calificados en conductores de remis, que había vendido hasta la última joya de la abuela para mantener la ilusión de un peso un dólar; esa misma ilusión que ahora fue marketing electoral de quien promete lo mismo y augura sangre con la ley en la mano.
Milei vio, como todes, que es posible; Jujuy fue un ensayo de represión a mansalva, de chicos kollas mutilados de por vida por las balas de goma que apuntaron a la cara. Wado era la ilusión de recuperar una épica, la de haber quebrado la impunidad de los genocidas, la de haberlos señalado hasta asegurarles el desprecio de un pueblo que, en 2017, cuando se pretendió darles beneficios en la pena a los condenados, salió masivamente a la calle. También la épica -ahora se ve así- de salir a la calle sin miedo, protestar sin miedo, o al menos de sacarse el miedo progresivamente para muches que ni siquiera habían entrado a la democracia: las personas trans y travestis, por ejemplo. Cuando las manifestaciones feministas empezaron a ser reprimidas a mansalva, con gases, balas de goma y detenciones arbitrarias en muchas chicas que fueron arrastradas de los pelos por el pavimento lo que primó fue el desconcierto, no sabían que les podía pasar sólo por salir a manifestarse.
Recordar la fugaz ilusión de Wado de Pedro y la un poco menos fugaz -para quién más para quién menos- decepción del candidato designado por Cristina Fernández de Kirchner, la dirigente en las sombras, herida por la bala que no salió en el atentado contra su vida en 2022, es también recordar la gigantesca distancia que se fue abriendo entre el ágora política y les militantes de a pie, más o menos encuadradxs en partidos o movimientos sociales, también sin pertenencia orgánica pero con un profundo amor por la recuperación de YPF, del sistema de reparto en las jubilaciones, las universidades públicas, entre otras medidas de soberanía. Todo lo que ahora mismo se está desintegrando. También es subrayar lo vacío que puede quedar el discurso cuando no hay un cuerpo que lo sostenga. Y aunque Sergio Massa lo intentó todo, incluso saltar con los chicos y las chicas de uno de los dos colegios universitarios de Buenos Aires -justo las escuelas públicas a las que entrar implica el privilegio de poder estudiar a destajo-, era difícil ver en él algo más que el candidato del poder pragmático.
Fueron esos y esas militantes quienes antes incluso que las grandes estructuras del aparato político oficialista se pusieran en funcionamiento se reunieron en asambleas, organizaron una marcha feminista, inventaron sus campañas, los jingles, se reunieron en los lugares de trabajo, buscaron su mejor pertenencia para agitar el voto contra la derecha y la ultraderecha después del resultado de las PASO. Nunca como antes una elección se jugó tanto en primera persona, en el voto a voto. Una primera persona que apareció en el transporte público dando cuenta de las heridas de la dictadura, de la violencia machista, de las enfermedades que se curaron en los hospitales públicos, voces dolientes que dolían todavía más cuando en los videos que las registraban se llegaba a leer la indiferencia de buena parte del pasaje, lamentablemente acostumbrado a escuchar historias dolorosas en busca de limosna para comer un día más, para comprar pañales, para resistir en el más llano sentido de la palabra. Cabía preguntarse qué iba a pasar con esxs testimoniantes al día siguiente que está transcurriendo ahora mismo, días y semana, casi, de duelo. ¿Cómo se consuela a quienes pusieron el cuerpo de esa manera arrojada? ¿A quienes quebraron lanzas en cada mesa familiar exponiendo su fragilidad y recibiendo tantas veces ironía? Voto a voto es también cara a cara, y eso tanta es veces es dársela contra la pared de unos ojos que no quieren mirar.
Está como consuelo, es cierto, la certeza de haber hecho una apuesta radical, de haber puesto la palabra como lazo para generar comunidad -como escribió María Pía López en este diario-, de haber tomado el riesgo. No es poco. Y fue conmovedor. Pero hay algo del orden de la injusticia en que sean víctimas quienes hayan reemplazado lo que le faltó a la política. Y no en el último tramo de la campaña, en los últimos cuatro años de gobierno.
Acusar el golpe es hacerle espacio al dolor. Recorrer el cuerpo, revisar los daños, buscar las zonas donde es posible dar alivio. Detenerse. Saberse frágil. También empezar a abrir las preguntas que llenan de signos de interrogación todas las reflexiones que aparecen en los medios de comunicación, incluso en las redes sociales, también en estas páginas. Ya queda poco miedo, ahora hay estupor y los poco más de quince días que faltan para que finalmente se sepa cómo va a ser, por dónde va a cumplirse la amenaza de la crueldad van a precisar de muchos cuidados mutuos. Ponerse a salvo de la provocación que ya se escucha en las calles sobre todo a las identidades más precarizadas. Dolerse y enojarse también por este vacío al que nos arrojaron desde el poder los y las dirigentes en quién confiamos. Y sino confiamos, enojarse y dolerse lo mismo porque la motosierra pasa por quienes están ya suficientemente herides. Por los lazos sociales que se habían cortado antes. Porque ahora es más visible que nunca el resto de temor a les otres que dejó la pandemia. Acusar el golpe, detenerse. Y de una vez por todas empezar la sublevación por donde siempre se empieza: en el deseo y la imaginación que nunca entraron en las urnas.