Colgaron los pájaros entre las plantas tropicales del salón. “Son un regalo para la vista”, comentó él. Era lo que siempre decía cuando algo le parecía de buen gusto. “Son muy bonitos”, reconoció la mujer. Aunque los pájaros no le entusiasmaban demasiado, aquellos eran preciosos, negros y grises y con un pico rosa caracola.

Y después el marido se olvidó de los pájaros, a pesar de que había puesto mucho empeño en arreglarles la jaula. Andaba muy ajetreado. Y la mujer se olvidó de los pájaros. No por falta de tiempo; ella nunca iba ajetreada, ni mucho menos. Era porque los pájaros no cantaban. No hacían el menor ruido, ni siquiera el batir susurrante de las alas. La mujer no reparaba en su presencia y no se acordaba de darles de comer.

Una noche estaba con su marido sentada en el salón. “¡Los pájaros!”, exclamó. Fue corriendo y les llenó el platito de alpiste y les puso un cuenco con agua. Un poco más tarde volvió a la jaula. Los pájaros seguían posados frente a frente y al principio creyó que no habían comido nada de alpiste, pero sí, faltaba un poco. “Apenas lo han tocado”, dijo. “Prácticamente nada”. Y se sentó al lado de su marido. “A esos pájaros locos no les gusta comer, así que da lo mismo”.

Pero se sentía culpable por el descuido, y al día siguiente les compró alpiste, un alpiste especial, con sésamo, cilantro, pipas de girasol y anís. Abrió la bolsa y olió las semillas. “Ah, sí, estas les gustarán”, se dijo. Los pájaros, ni caso. Fue a comprobar el platito varias veces, pero ni se habían acercado. Esparció un poco de alpiste por el suelo de la jaula. “Mirad, bobos, regaliz”. Ni se movieron. “Maldita sea”, farfulló, y esparció el resto. Aquella noche se lo contó a su marido, y él le dijo que debería haber llevado el alpiste a la tienda para devolverlo.

Lucia Berlin en Oakland, California, 1975

Tardó casi una semana en dar de comer a los pájaros. Una noche se despertó de madrugada y zarandeó a su marido. “Qué pasa”, preguntó él. “Creo que los pájaros están muertos”. “Dios”, dijo el marido, y se dio la vuelta. Ella se levantó y se puso un albornoz, aunque no hacía frío. Entró en el salón. No, por supuesto que los pájaros no estaban muertos. Les llenó el plato de alpiste y les puso agua y se quedó un rato junto a la jaula, pero nunca comían mientras estaba cerca, así que volvió a la cama.

Cuando fue de nuevo a echarles comida, no quedaba alpiste. Les puso un trozo de pan de centeno en el plato. Volvió al cabo de poco y los pájaros estaban acurrucados delante del comedero, picoteando el pan en silencio. “Oh”, exclamó, y se asustaron, así que se apartó hacia un lado. Se sentó en una silla y sonrió. Cuando llegó su marido, se lo contó. “Les ha gustado”, dijo, “lo sé porque estaban los dos comiendo a la vez. ¿A que es una buena señal? Es la primera vez que han reaccionado, ¿verdad?”. “Sí, supongo”, contestó el marido, y le dijo que tenía que volver al trabajo y no le daba tiempo a cenar.

Ella se despertó cuando él llegó a casa y le preguntó cómo le había ido. “Bien”, contestó él, y se desvistió rápido y se hundió en la cama. “Estoy cansado”, dijo. “Buenas noches”, y le pasó el brazo a su mujer por encima del hombro. Al cabo de un rato ella se echó a reír y se puso a hablar con él. “Pensaba conseguir un espejo, ¿sabes? Dicen que los pájaros cantan si tienen un espejo, pero se me acaba de ocurrir que a los pájaros que no están solos les daría igual”. Él ya estaba dormido.

Portada del nuevo libro  de Lucia Berlin editado por Alfaguara

Fragmento de un relato inédito incluido en la flamante antología Una nueva vida (Alfaguara), editada por su hijo Jeff Berlin. Se trata del segundo cuento que escribió Lucia, en 1957, para un curso de escritura creativa. Se inspira en sucesos vividos durante su primer matrimonio. Lo escribió con la esperanza de que su marido comprendiera sus sentimientos encontrados, pero él nunca llegó a leerlo. En la vida real, contaba que lo primero que hizo el día que Paul se marchó a la escuela de posgrado (para nunca volver) fue soltar a los pájaros. Años después, en sus memorias Bienvenida a casa, menciona que regaló los pájaros a una anciana que vivía al otro lado de la calle. La traducción es de Eugenia Vázquez Nacarino.