Cuando llegué a Brasil, el resultado de las elecciones me soplaba la nuca. Vine a presentar la edición en portugués de mi primera novela. En ella, casualmente, el fascismo post-pandemia emerge y obliga a los personajes a encontrar nuevas formas de resistencia. Mi vuelo se demoró más de lo debido porque una persona se descompensó a bordo y hubo que volver a Buenos Aires cuando estábamos por encima de Uruguay. Entonces lo sentí: una vuelta hacia atrás, un vaivén interminable, nuestro pobre país. Tengo la mala costumbre de leer todo como una metáfora.

Mi editor debía esperarme en el aeropuerto, pero no había llegado. Río estaba saliendo de la peor ola de calor de su historia y los cortes de luz eran permanentes. Los ubers se desorientan fácilmente en una oscuridad tan profunda como la que me estaba recibiendo. Mientras lo esperaba, asistí vía Whatsapp a la desolación de mis amigas. No había resultados oficiales pero los rumores eran numerosos y contundentes: el fascismo se imponía en casi todas las provincias. Cuando Jean llegó, nos abrazamos fuerte. “Está pasando”, le dije. “O fim do mundo”.

Prendimos la tele ni bien entramos. No sé si supe valorar suficientemente la belleza de la casa que Jean comparte con su marido João, ni si agradecí la gentileza de que hubiesen dispuesto el estudio de Jean para mi comodidad, con cama y aire acondicionado propios. Las cosas tenían ya ese matiz extraño que impone el miedo. Vimos en un canal internacional cómo nuestro candidato se anticipaba a reconocer la derrota. El resultado había ingresado en mis cálculos, pero sostuve hasta el final un optimismo casi patológico. Esa misma mañana, abrazado a mi familia, afirmé que nos esperaban ocho años de felicidad. Estaba seguro no solo de que el peronismo iba a ganar, sino de que esta vez haría las cosas tan bien que conservaría el gobierno por dos períodos. No era negación sino esperanza. Después de todo, una necesita de la otra para funcionar.

Tenía, además, la ilusión de poder decir acá: “Argentina es diferente, no tendrá su Bolsonaro”. Pero ya lo tiene. Y de golpe, en este giro inesperado de la excepcionalidad a la norma, siento una esperanza renovada. Lo que nos está pasando ya pasó acá, y eventualmente se terminó. La rotunda victoria del fascismo nos obliga a repensar las bases de nuestra organización política. Nuestra: de las maricas, sí, pero también de todas las personas que serán, para siempre, una minoría ante el poder.

La del domingo pasado fue la noche del fin del mundo. Pero al día siguiente amanecimos, como de costumbre, derrotadas y heridas. Siempre nos unieron las derrotas y las heridas en común. Qué nos queda, entonces, sino aunar fuerzas y luchar. No por la victoria, no por la igualdad, sino por la pública e irrestricta valoración de nuestra maravillosa diferencia.