Pasaron varios días desde el último round electoral y las ondas expansivas siguen haciendo efecto sobre el ánimo de una buena parte de la ciudadanía que, hasta último momento, creyó que era posible ponerle freno a una propuesta que dos años atrás comenzó siendo descabellada e insensata y que, finalmente, terminó conquistando el voto de casi el 56 por ciento de las y los votantes.
Los miedos y los recelos hoy flotan en reuniones informales, en diálogos entre compañeras y compañeros, entre colegas que “todavía no lo pueden creer”: Se anticipan incluso a lo que pueda pasar aunque todavía se carezca de datos y confirmaciones. Los temores se fermentan en una olla de rumores, especulaciones y trascendidos todos mezclados con sabor y olor a operación político mediática. Instalar el miedo es también una forma de ejercer el poder y comprar ese sentimiento es una manera de resignarse ante la derrota. Aunque todo lo que se diga y se formule pueda tener ribetes de verosimilitud.
Es verdad que los temores –infundados o no- tienen raíces en la propia historia argentina, pero también en lo que viene pasando en otros países de nuestro continente y del mundo. Los festejos y las alegrías que llegan desde fuera de nuestras fronteras con loas y manos tendidas hacia el presidente electo por personajes tales como Donald Trump o Jair Bolsonaro son suficiente indicio para alimentar tanto la desazón como los presagios de un futuro económico, social y político que está muy lejos del horizonte venturoso que sigue prometiendo Javier Milei. Por el momento, lo inmediato es un brutal ajuste como primer paso de un camino libertario hacia una “Argentina potencia” que se promete para 35 años vista.
Ni la angustia ni la depresión ayudan a cambiar lo que sucedió en el balotaje, ni a mejorar el cuadro general. Tampoco sirve culpar o señalar a los votantes de Milei y menos advertir que “ya te vas a arrepentir” o anticipar que –como ya sucedió en tiempos no lejanos- ante porrazos y frustraciones renacerá el “yo no lo voté”.
Mucho menos marcar con el índice a las y los más jóvenes para descalificar su voto y hacerlos responsables de lo que viene. Es necesario asumir que la experiencia solo se hace conciencia en la vida de quien la experimenta. No es fácilmente transferible si no hay un proyecto de futuro que la contenga y un presente que la anticipe mínimamente para hacerla tangible y creíble. Sin eso se corre el riesgo del salto al vacío que muy probablemente redundará en una nueva experiencia frustrante, muy dolorosa, con costos de todo tipo.
Es el momento para que todas y todos los que hemos tenido responsabilidades de conducción y liderazgo (en la política, en la gestión de gobierno, en las políticas públicas, pero también en la ciencia, en la educación, en la comunicación… aunque la enumeración no agote la lista) revisemos nuestras prácticas, seamos críticos con lo hecho y con lo omitido, y capaces de formular preguntas adecuadas que impulsen a la búsqueda de respuestas pertinentes. Sabiendo también que éstas últimas no llegarán de inmediato ni por añadidura. Necesitan la sazón del tiempo, la paciencia y la sabiduría para convertirse en una comida capaz de ser servida, que alimente pero también sea apetitosa.
Para eso primero hay que escuchar. Mucho, una y mil voces. No como una concesión voluntarista sino como una exigencia ética y metodológica. Luego hay que mirar desde otra perspectiva, desde la vereda de enfrente pero como de chanfle. Como bien anotaba Julio Cortázar en Grafitti. “En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizá por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo…”. No sirve mirar de modo lineal, hay que entender la complejidad del momento y asumir que quienes hoy celebran juegan otro partido, en otra cancha, de locatarios y con arbitraje a favor por las circunstancias propias y por las que arrecian también en otras partes del mundo. Van para cualquier lado porque el ethos –la ética- desde el cual navegan no le hace asco a nada. Todo sirve en la búsqueda del lucro por el lucro.
Asumamos que en nuestras propias narices ellos y ellas se dieron a la tarea de pensar alternativas. Aunque parezca paradójico, se apropiaron también de nuestros estandartes y banderas (la libertad) aunque nosotros digamos que están plagiados. Nos ganaron de mano, manejan cuestiones que antes manejábamos, nos estudiaron, nos copiaron y nos reactualizaron (resignificaron) en muchas de las cosas que hacen. Hablan de la manera que hablábamos, razonan con lógicas iguales o similares aunque piensen lo contrario.
Mientras tanto, nosotras y nosotros, nos fuimos vaciando de sentido. Nos quedamos con las consignas vacías, enarbolando derechos indiscutibles pero hoy carentes de traducción en la vida cotidiana, que se volvieron tan intangibles como invisibles para la mayoría. Nosotras y nosotros seguimos proclamando con mucha convicción que “otro mundo es posible”. ¿Cuál? ¿Dónde está? ¿Dónde se lo puede ver?
Por todo eso no se trata apenas de resistir. Sería sumar un nuevo error si solo se piensa en esos términos. Aunque haya que hacerlo es insuficiente. Con la resistencia no alcanza. Hay que reinventarse, sabiendo que eso exige sentarse y mirar de manera compleja un escenario que también lo es y que está lleno de novedades. Hay que construir, con otro relato y otros métodos, nuevos proyectos que entusiasmen a caminar hacia otros imaginarios de futuro. En cada espacio, en cada lugar, en cada comunidad, en el barrio, en la escuela, en el laburo, en la familia. En todos los lugares. Difícil tarea la que hay por delante. Tarea que es individual pero sobre todo colectiva, con autocrítica para no repetir errores. Con templanza para no abandonar la lucha, sabiduría para no resignar una base ética que fije el rumbo y pragmatismo político para transformar derechos (viejos y nuevos) en calidad de vida. Para eso hay que levantar la cabeza y caminar de frente.