Un partido épico entre Platense y Chacarita en Vicente López. Todos están expectantes porque depara un destino: si gana Platense, asciende a primera división. El clima es de fiesta, nervios y alcohol. Nadie sabe, salvo una mujer, que alrededor de la cancha ocurrirá un crimen. No entre las hinchadas. Un represor de apellido Stroessner está suelto, y hay alguien que quiere vengarlo.
El entretiempo, nueva pieza de María Carman, novelista y antropóloga social autora de obras como Los elegidos (2006) y El pájaro del hueso (2013) -en las cuales también indagó en temas de la dictadura-, se sitúa en el otoño de 1991, “el triste año del indulto”. La mujer protagonista de la novela, que al estilo de diario íntimo se confiesa ante un reportero, trabajaba en el Museo de Ciencias Naturales de Parque Centenario. “Stroessner vivía a pocas cuadras de casa. Y cometió un error: sonreírme, esa mañana que me lo crucé en la pescadería”, dice la mujer, hija de una madre desaparecida y hermana de un bebé que nació en cautiverio del cual desconoce su identidad.
¿Cómo concebiste la trama, ese encuentro íntimo entre la víctima y el victimario?
-Escribí esta novela porque una mujer comenzó a hablarme, como una voz interna en mi cabeza en el tono de un murmullo. Esa mujer, a la que nunca conocí, me dictó el corazón de la historia. No hice muchas preguntas; simplemente obedecí. Desde ya que yo tengo, frente al dictado de otra persona, la última palabra: sumo mis decorados, mi propio mundo. Pero eso no altera lo fundamental, que fue esa condición de cronista. Sentía el tono de su voz, un poco grave, cuando iba a caminar por el río o andaba en bicicleta; siempre fastidiando, obligándome a interrumpir lo que estuviera haciendo para tomar nota. Lo que me decía a mí misma no era: Qué fantástico, soy casi una médium, sino más bien: Uy, la mujer que me habla, qué pesada; cuándo me va a dejar en paz. Luego de varios “encuentros”, su voz se esfumó. Hace poco volví a leer las páginas originales del dictado de esa mujer, y sentí otra vez su presencia. Esos apuntes tenían un desparpajo, un humor que no era el mío, y eso me resultó perturbador. Ella era (o es, no lo sé) más graciosa, más irreverente de lo que pude volcar en la novela. Me siento culpable porque un poco la traicioné.
¿En qué radicó esa traición?
-Muchas veces me pasa lo mismo en mi trabajo como antropóloga: siento que soy una cronista imprecisa, que no logro estar a la altura de la verdad de mis interlocutores. Mi respuesta a ese llamado es indisociable de mi doble condición de antropóloga y de escritora de ficción, dos oficios que son primos hermanos. Los dos me demandan una pasividad, en el sentido de tener una escucha atenta y de vivir, a veces, pruebas en el cuerpo. La verdad es que después de esta experiencia no volví a escribir ficción. Sigo escribiendo ensayos, pero hoy no le encuentro el sentido a sentarme frente a una página en blanco para inventar una historia.
¿Qué te hace volver en tus ficciones al pasado reciente de nuestro país, a esas tensiones irresueltas?
-Todas las mujeres de nuestra generación somos hijas de la dictadura, cada una a su modo. Somos hijas por tener una historia próxima a las víctimas o a los victimarios. A la inversa de otros narradores argentinos que abordan el tema de los desaparecidos, mi infancia no se entronca con la trayectoria de las víctimas sino de los victimarios. Compartí toda la escuela primaria (del 77 al 83) con la hija de uno de los máximos responsables de la represión de esos años: tomé la comunión con ella en el Santísimo Sacramento, fui a sus cumpleaños en el club Hípico. Cuento algunos de esos episodios en mi libro de poemas, Ganar el cielo. Creo que el florecimiento de una literatura muy diversa sobre la dictadura en estos últimos tiempos y políticamente incorrecta, como en el caso de mi novela, rompe las representaciones más solemnes sobre estos temas que sí existían, a mi criterio, durante los primeros años de democracia.
¿En qué puntos están las rupturas?
-No sé si recordás cuando Charly quiso homenajear a los desaparecidos tirando maniquíes al río desde helicópteros: Hebe le dijo que él no podía montar vuelos de la muerte ni en broma porque el dolor de las desapariciones no podía ser bastardeado. Charly le contestó con una de sus típicas frases maravillosas: Mi dolor también vale. Ellos hicieron las paces, pero no hubo consenso para hacer volar los maniquíes. Me pregunto de cuántas miles de maneras seguiremos procesando esa experiencia traumática. Pienso en las antivisitas de la ESMA, en las hijas desobedientes, y en otras formas que todavía no arrancaron y ni siquiera conocemos. Me acuerdo también cuando Claudia Fontes relata su primer encuentro con la familia de Pablo Míguez, el adolescente que desapareció en 1977 junto con su mamá. Claudia le cuenta al papá de Pablo su proyecto de construir la escultura de su hijo en tamaño natural, en medio del río. El papá de Pablo al comienzo duda, según relata ella, y luego finalmente accede. Hacen un gran trabajo juntos y hoy tenemos esa escultura maravillosa, disruptiva en el Parque de la Memoria. Ese pasado se tramita de mil formas. Mi hijo de 24 estuvo trabajando en un proyecto sobre Malvinas. Me parece hermoso que entreviste a ex combatientes que fueron jóvenes como él, hace 40 años; varones a los que les tocó atravesar una juventud tan diferente. Ese inconsciente colectivo irrumpe una y otra vez, en las circunstancias más inesperadas. Si yo por ejemplo lograra entrar a los sueños de mis lectores con esta novela, ya me sentiría feliz. Sentiría que este libro, que esta historia está viva.
Una historia que, consumada la redención, sin embargo expande un enorme vacío.
-La protagonista de mi novela tiene doble función como sobreviviente: como testigo, y como vengadora. Sabemos que no hubo venganzas por mano propia; sabemos que no hubo un espejo del horror de los crímenes del terrorismo de Estado en crímenes privados gracias al poderoso activismo de derechos humanos, ¿pero qué hubiera sucedido si ocurrían? La novela explora ese tabú, esa pregunta contra fáctica. Que es casi como preguntarse: ¿qué hubiera sido de nuestro destino en estos 40 años de democracia sin ese poderoso activismo, sin su horizonte ético? El tema sin duda mi obsesiona, y ni siquiera sé bien por qué, ni quiero saberlo. El entretiempo de un partido de fútbol es, al igual que el indulto, un tiempo sin ley. Esta es una novela que transcurre durante un partido de fútbol, escrita por alguien que ama el juego, especialmente los mundiales. Escribir sobre fútbol es volver a la infancia. Me dio amor escribirla, porque hay algo esencial del afecto que se construyó arriba de esas gradas, aunque apenas lo recuerde. Mi cuerpo tiene una memoria afectiva de esa energía de la multitud.