Lo agotador y lo extremadamente volátil fueron los dos puntos dentro de los que se movió el péndulo del calendario electoral que acaba de cerrarse con la coronación (¿sorpresiva?) de Javier Milei a la Presidencia de la Nación.
A lo largo del año, el sistema político en su conjunto vivió casi en estado de tensión permanente y los grandes actores económicos, que por definición se suponen muchas veces racionales, le dieron paso al absurdo, tensionando a enormes franjas de la población hasta provocar una sensación de fatiga social pocas veces vista en las últimas décadas. Cuando la narrativa de futuro relatada por los “mismos de siempre” se rompió, lo que ganó el marco de la campaña fue la necesidad de un cambio. O de un salto a lo recóndito. La partida ya estaba jugada.
Una economía como la argentina, que hace más de una década no se expande, terminó invitando a sus ciudadanos a concurrir a las urnas acompañados con niveles inflacionarios que remontan a la transición entre Alfonsín y Menem. Demasiada presión en el plano de la memoria histórica y en la experiencia del día a día.
Más allá de déficits estructurales, de restricción del sector externo, de un acuerdo inflacionario en esencia con el FMI y de que la Argentina consume más dólares de los que genera, el fenómeno maldito, la inflación, provocó el desorden de la cotidianidad de millones a los que la pandemia, la guerra en Eurasia y la sequía les quedaron demasiado lejos, también, como causales del desbarajuste macroeconómico. La fantasía fue creer que la licuación acelerada de los ingresos sumada a una crisis que se expandió demasiado, y a una política (profesional) que hace rato se quedó sin repertorio, provocarían el “milagro”.
Al cierre de las Primarias, el “fenómeno Milei” se llevó todas las miradas. Y el violeta de su ola liberal-libertaria comenzó ya no su goteo, sino su propagación (ahora se ve) imparable por todo el mapa nacional. Ya se había abierto la compuerta del dique. La conmoción provocada por el minarquista fue tan potente que desplazó a un segundo plano dos cuestiones de primerísima magnitud: el fracaso electoral de otro alumno ejemplar de la política profesional, Rodríguez Larreta; y la competitividad (incluso en la derrota y con el descalabro económico) del ministro-candidato Massa.
Ya hacia la que sería la primera vuelta, se provocó la segunda gran sorpresa del calendario electoral: la remontada fenomenal del de Tigre, pero que a la vez no permitió terminar de asumir el verdadero peligro que también había quedado sellado: el peronismo (unido) tuvo una sangría de votos casi histórica para un turno presidencial, lo que encendió luces de alerta.
Entre la primera y la segunda vuelta, se desarrolló una campaña casi quirúrgica. El debate presidencial, ya entre Massa y Milei, terminaría con un saldo a las vistas favorable para el candidato peronista. Pero también esa misma instancia, y a una semana de la votación definitiva, mostró como nunca antes en la campaña que el contrincante abatido en el ring del debate fue para muchos el antihéroe al que le había llegado la hora. En su amateurismo (falta de profesionalismo), inexperiencia en la gestión (el desconocimiento grotesco del Estado), e incluso en sus fracasos profesionales (la “pasantía del BCRA”), radicaba su fortaleza. Mientras que la habilidad, sagacidad, oratoria y formación al extremo de Massa terminaron siendo su debilidad. En ese tremendo profesional había algo que ya ni siquiera se podía identificar: no la expectativa de un futuro; sino apenas de un presente mejor.
Qué triunfó verdaderamente en las urnas de hace unos días, todavía es un misterio. Pero pareciera estar algo más claro lo que perdió: una forma de interpretar, hacer y contar la política.
Pocos días antes del balotaje, Juan Carlos Torre dijo que Argentina elegía entre un trapecista y un ilusionista. Entre un profesional del poder y un antihéroe, acaso. Ya con el triunfo del alquimista amante de Friedman, lo que quedó claro es un profundo cambio en las reglas de la competencia electoral. A 40 años de la vuelta de la democracia, son los mismos cimientos del juego económico, político, social y cultural los que se encuentran atravesando una reconfiguración acelerada.
Muchos legítimamente creyeron que la Argentina tenía los suficientes anticuerpos para derrotar a los “anti-sistema” con los que la globalización riega al mundo contemporáneo. Pero con la llegada de Milei, por vías democráticas, a la Casa Rosada, nuestro país se insertó en un clima de época internacional donde ayer los Trump y Bolsonaro y hoy las Meloni, los VOX y los Orbán desafían (dentro de la institucionalidad) a los propios cimientos de sus sistemas políticos y electorales, muchos de ellos con siglos de tradición.
Se observa entonces el reto que esta nueva situación representa para las dirigencias tradicionales, que están obligadas a absorber los cambios y demandas que muestran las sociedades que gobiernan, en un mundo interconectado como nunca antes en la historia, donde emergen micropoderes (líderes “anti-sistema”) y críticas desmedidas a gobiernos que no satisfacen.
Milei hoy es la reacción histórica a límites cada vez más perceptibles de la propia democracia, donde la ansiedad, la frustración y el resentimiento, conforman una tierra fértil para experimentos complejos e inciertos, donde un ilusionista o antihéroe derrotó a un político rebalsado de aptitudes técnicas y carismáticas, diría Weber, para administrar la cosa pública.
¿Qué tipo de sociedad es la argentina para premiar al primero y castigar al segundo? ¿Cuáles son las verdaderas demandas no satisfechas, qué se pondera a la hora de emitir un sufragio en nuestra época histórica? ¿Milei es realmente ese tan promocionado salto al vacío o encarna un que-se-vayan-todos reloaded y reabsorbido por canales institucionales?
Las respuestas a lo anterior se están empezando a conformar por estas horas, con resultado incierto. Pero lo evidente es que las contestaciones a estos interrogantes incomodarán a más de un sector político, fundamentalmente a aquellos que creen ser los representantes e intérpretes de las mayorías. Las mismas mayorías que hace pocos días dieron su voto al ilusionista al que aludía Torre.
Cuando en 2017 llegó al Salón Oval, Trump (que visitará la Argentina en breve) se definió como un “conservador con sentido común”. Evidentemente la tentación por optar en el cuarto oscuro por un “tipo común” también se derramó al sur del continente algunos años después.
Pesó más, en la Argentina, el cansancio acumulado que el miedo a lo desconocido. La larga agonía (¿de la Argentina peronista?) de un engranaje político que hace rato dejó ya no sólo de ofrecer horizontes de certezas a distinto nivel, sino que peor aún: se muestra cada vez más ineficaz para interpretar el humor de la sociedad que gobierna.
Las primeras horas del Presidente electo, lejos de aminorar la duda de fondo, la acrecienta. Las declaraciones de Mauricio Macri caracterizando como “orcos” al sujeto social que indefectiblemente alimentará la protesta callejera en el futuro cercano, derraman nafta a un bosque que siempre está a punto de prenderse fuego.
Íñigo Errejón definió al fascismo como una ideología de siervos acomplejados, donde se le propone al penúltimo de la pirámide social pisar al último. Es una invitación, en última instancia, a democratizar la crueldad del ser humano.
A 40 años de democracia, la Argentina se encuentra atravesando otra encrucijada que por momentos adopta un sentido casi refundacional. La democratización recién nombrada, también debe hacerse en torno al fracaso que significa para el sistema político en su conjunto tener que discutir qué tipo de dirección adoptará el gobierno conformado entre Macri y Milei. Esta es la verdadera desilusión de fondo: cuánto más mal siempre podemos estar como país.
En su tesis número 11, dentro de una de sus obras más conocidas, un pensador comunista alemán del siglo 19 (una digresión en medio de tanta posmodernidad y redes sociales) dijo que los filósofos no habían hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero que de lo que verdaderamente se trataba era de transformarlo.
La política perdió la partida cuando dejó de interpretar para querer transformar la realidad. Ya con Milei en la Casa Rosada, acaso haya llegado la hora de componer esas “nuevas canciones” que vayan en la búsqueda de recuperar la ilusión. La misma ilusión que fue inteligentemente apropiada, en un contexto de crisis incierta, por el antihéroe que hasta ayer gritaba contra la casta.
* Politólogo y consultor político