El nombre Napoleón concita demasiado, es megalómano, y el cine adoptó esta cuestión. Podrá decirse que el nuevo film de Ridley Scott bien podría tener una duración menor (parece que es aún mayor, habrá que esperar a su reestreno en plataformas), pero si se trata de Napoleón, no puede ser así. Abel Gance, Sacha Ghuitry, Serguei Bondarchuk, King Vidor, entre otros directores, lo filmaron; Marlon Brando, Rod Steiger, Herbert Lom, entre muchos actores, lo interpretaron. Si una película se llama Napoleón, tendrá que lidiar con toda una estela fílmica, inmensa (como ese guion nunca filmado por Stanley Kubrick, que Spielberg está versionando como serie para HBO). El nuevo film de Ridley Scott lo sabe y lo asume.

Hay que valorar algo así en el Hollywood actual, trillado y trazado como está por franquicias y una voz autoral en retirada, ahora situada en los márgenes y en otros cines. Ridley Scott oficia un poco a la manera de un recuerdo posible, el de un cine más o menos autoral pero dentro del mainstream. De todos modos, es un cineasta raro; autor de al menos dos obras maestras -Alien y Blade Runner- pero también de toda una larga lista de films, cuanto menos, pasibles de apreciaciones variadas, algunos francamente incomprensibles.

Pero a fin de cuentas y visto el panorama, Scott asoma como lo que es: un cineasta. Y de un tiempo a esta parte su obra tiene, al menos, el apego por el espectáculo y desde una firma que le distingue. ¿El rasgo principal? Enhebrar historias con ritmo y disfrute, a veces más logradas, otras menos. Es uno de los viejos maestros, aún activo (85 años, con una lista de proyectos en carpeta que desmienten su edad), y esa valía habrá que ver quiénes, en un futuro próximo, serán capaces de igualar. Con un tenor similar, dado el cariz del proyecto, el nombre de Joaquin Phoenix, actor mayúsculo, atrae de manera magnética. ¿Cómo no ver un film napoleónico con él? Es uno de los grandes actores, ya no solo del cine contemporáneo, sino de la historia cinematográfica.

Con tamañas cartas repartidas, el Napoleón de Scott elige ser vibrante y también íntimo. Es vibrante porque así debe ser: habrá enfrentamientos, guerras, violencia; se espera del film una recreación que asombre, en donde el retoque y agregado digital no abrumen. Scott es de la vieja escuela, pero tampoco un fundamentalista, y en este sentido su Napoléon tiene equilibro. La pericia digital responde a la puesta en escena, aun cuando habrá situaciones y momentos donde sobresalga. Y con razón. Se trata del gran espectáculo, de una recreación histórica, edilicia y paisajística, con escenarios que embriaguen la vista. Así también con las guerras: mareas humanas que Napoleón maneja como un maestro del ajedrez (ese juego/deporte del que Kubrick sabía y mediante el cual iba a retratar a su Napoleón), que Scott orquesta de igual modo. En sus peleas no hay mareo visual, a diferencia de cualquiera de los enfrentamientos que ofrecen el cine de superhéroes o similares. Además, cada uno de los capítulos bélicos, obligados, serán de una gracia visual, fotográfica y lumínica, distintiva. Entre ellos, el que sucede durante la invasión a Rusia, con ese lago helado que se anuncia quebradizo, entre tonos fríos, gélidos, y el rojo cálido de los cuerpos.

Así como brutal y elegante en su despliegue bélico, el film es sensible en lo afectivo. Aquí lo íntimo, que el guion de David Scarpa (quien firma también el de la inminente Gladiador 2, con Scott otra vez en dirección) sitúa en la relación del emperador con su esposa, Josefina (Vanessa Kirby): una suerte de melodrama donde el cariño se tiñe según los hechos y manías de este personaje imparable y aniñado. Porque palacio adentro, Napoleón no es el mismo, habla poco, se divierte como un niño y ella lo cuida, aun a pesar suyo. Si el amor de Napoleón es sincero, y podría serlo, el de ella está sujeto a su lugar en el mundo; sometida al placer y capricho masculino y la manipulación de la moderna prensa gráfica, Josefina tendrá que hacer equilibrio para sobrevivir. La Josefina de Vanessa Kirby es seductora y capaz de desafiar al hombre que todo lo conquista. Ella es lo inasible, y él probará someterla, con el sexo como herramienta servil, destinada a la descendencia, con la mujer con destino de madre. Allí se escribe todo un capítulo dentro de la película, y la forma de resolverlo pautará el vínculo trágico, melodramático, entre los dos.

De esta manera, entre el espacio abierto de la guerra y el lecho conyugal, se mueve la película. En este salir y volver -que bien puede ser el del hombre que sale a trabajar y la mujer que espera en casa- se erige la caracterización de Phoenix. El suyo no es un Napoleón que mimetice, otra vez, gestos consabidos, de los que tanto proliferan sobre el personaje, sino que su composición es la de un bloque marmóreo que disimula fisuras y que, a pesar suyo, es ridículo. Así con la coronación, plena de ornamentos cuanto menos absurdos, a la par de una cohorte que acompaña en su mediocridad cómplice. Éste es todo un decir por parte de la película, al situar a Napoleón -y por añadidura, a tantos “conquistadores” similares- a la par de sus necesarios séquitos; como tristemente se sabe, sea el tiempo histórico que sea, situaciones similares todavía ocurren.

Napoleón 7 puntos

Reino Unido/EE.UU., 2023

Dirección: Ridley Scott.

Guion: David Scarpa.

Fotografía: Dariusz Wolski.

Música: Martin Phipps.

Montaje: Sam Restivo, Claire Simpson.

Intérpretes: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Rupert Everett, Mark Bonnar, Paul Rhys.

Duración: 158 minutos.