Desde Barcelona
UNO ¿Qué hace que Rodríguez compre en papel reciente número de The New Yorker --dedicado in toto al tema de la AI o de la A.I.-- en lugar de leerlo gratis on line? Fácil: le puso muy nervioso --en el site del semanario-- esa aplicada gracieta en la que se ofrecía al lector interactuar con una Inteligencia Artificial y diseñar propia y alternativa portada de revista. ¿Por qué? ¿Para qué? Si a Rodríguez ya le gusta la portada impresa y le parece que esa es una decisión que compete a los editores y al ilustrador y no a él, quien jamás pensó que alguna vez tendría la oportunidad de diseñar una de las portadas de The New Yorker por la sencilla y más que atendible razón que no es ilustrador ni diseñador gráfico y apenas es lector de The New Yorker.
La portada es linda. Es graciosa. Es con robot.
Días antes, titular de The New York Times preguntaba "¿Qué les pasa a los ilustradores cuando los robots pueden dibujar robots?". Y advertía sobre los riesgos de la AI (todo junto y sin puntos) ilustrando las portadas de libros escritos por A.I. (con puntos y separado). Y, sí, algunos de ellos están protagonizados por robots.
DOS Robotizado y autómata, Rodríguez se puso a leer la revista y ahí dentro había de todo. Blues de alguien que se dedicó a escribir código sabiendo que se acerca el crepúsculo de un oficio hasta hace poco futurístico y ahora cada vez más pretérito; inquietud por los alcances y percances del reconocimiento facial; artista cuya obra más depende que se basa en el uso de la A.I.; resultado de la breve sociedad por encargo de escritora con A.I. para escribir algo; análisis del peligro de la proliferación de videos deep-fake; crónica de viaje a esa "inmersiva" Sphere de Las Vegas donde, por estas noches, U2 es banda tributo de U2; ensayo acerca de beneficios y riesgos de entregarse a compañía y consuelo y adulación de chatbots que te convencen de ser la mejor y más talentosa persona en todo el universo (a la vez que se siente que, sí, por fin existen herramientas lo suficientemente sofisticadas como para desarrollar todo esa genialidad en potencia que uno llevaba dentro y que ningún ser de carne y hueso supo ver y admirar hasta ahora). Pero, inevitablemente, lo que más le interesa a Rodríguez es profile en el que --bajo el título de "Por qué el padrino de la A.I. le tiene miedo a aquello que construyó"-- Geoffrey Hinton se pregunta acerca de cómo hacer que una máquina no quiera tener más y más control acerca de todo. La respuesta es que no lo sabe. Y se sabe y fue muy publicitado: a principios de este año Hinton renunció a Google --donde trabajaba desde 2013, cuando vendió su pequeña start-up a la megaempresa por unos cuantos millones de dólares-- porque sentía que las cosas se estaban descontrolando un poquito y que eso del ChatGPT como juguetito/gracia se le hacía cada vez menos gracioso y juguetón. Así, aquel hombre que cuando vio por primera vez Terminator se entusiasmó por la manera en que la película mostraba los grandes avances de una vasta red neuro-artificial (su ansia de poder era la parte de ficción en la ciencia de esa ciencia-ficción) ahora no estaba tan contento con la posibilidad no de que Arnold llamase a su puerta sino que se lo invitase a entrar vía pantalla. En un momento, el autor de la nota le pregunta a Hinton: "Si esto es tan peligroso, ¿entonces por qué no lo desenchufamos? ¿Acaso se trata de una pregunta poco razonable?". Y Hinton --uno de los firmantes de esa carta donde se pedía por un alto de apenas seis meses al crecimiento exponencial de La Criatura para reflexionar acerca de cuál era el límite y cómo implementarlo-- responde: "No es algo poco razonable el pensar que estaríamos mejor sin esto del mismo modo en que estaríamos mejor sin combustibles fósiles. Seríamos seres mucho más primitivos, sí; pero tal vez estaríamos en menor peligro... Pero no va a suceder eso. Y la razón de ello es que así no funciona nuestra sociedad. Y por la competencia entre diferentes naciones. Y es que la I.A. tiene tanto potencial para hacer el bien en, por ejemplo, el terreno de la salud. Pero, claro, también en el de las armas... No sé. Sería formidable que fuese algo como con el cambio climático. Problema para el que ya sabemos cuál sería la solución más allá de que se quiera o no implementarla. El problema es que en este caso la no es así".
Y Rodríguez cerró la revista con un uff y cara de off.
TRES Y al día siguiente leyó acerca del despido fulminante del deslumbrante joven maravilla Sam Altman, capo de la ChatGPT OpenAI --empresa que él mismo había desarrollado-- por motivos más o menos misteriosos. Se susurraba acerca de una "batalla entre utópicos y fatalistas" y de algo "peligroso para la humanidad" llamado Q* (una todopoderosa y sin límites A.G.I. o Artificial General Intelligence) o algo así. Pero a no preocuparse: de inmediato se informó que Altman "ya trabajaría en una nueva empresa de inteligencia". Y todos contentos y esta nueva generación ya tenía --además de a sus Beatles reanimados artificialmente al 50%-- a su propio Steve Jobs que, seguro, volvería y será billones. Y sí: Altman volvió a los pocos días a OpenAI, porque ahora todo va más rápido. Eso sí --antes de que llegase la hora de la venganza montecristiana-- a Altman, a diferencia de a Jobs, lo eyectaron por video-conferencia.
CUATRO Y, claro, Rodríguez necesita contacto humano y va a dos presentaciones de libros. De un tiempo a esta parte se ha vuelto adicto a esta especie de subgénero literario live que combina el stand-up comedy con el monólogo dramático. Los libros (y los escritores) que se presentan son, por orden de asistencia, MANIAC del chileno Benjamín Labatut y La comemadre y La teleapatía nacional del argentino Roque Larraquy. Son muy buenos escritores y muy buenos libros pero, ay, ambos tratan del modo en el que las máquinas geniales acaban más o menos enloqueciendo a hombres menos o más geniales y del modo en que la ciencia se convierte en una religión en la que los que empiezan siendo dioses demandantes acaban siendo siervos demandados.
CINCO Y en una de las librerías en la que se presenta uno de los libros, Rodríguez se compra el siguiente número de The New Yorker. Esta vez el número esta dedicado a la más orgánica y supuestamente unplugged "personal story" (aunque la portada muestre a una familia sentada a la mesa pero todos mirando teléfonos móviles). Y en él se incluye un largo profile acerca de Joyce Carol Oates (esa mujer que escribe más y más rápido que cualquier inteligencia artificial y, también, con resultados a menudo irregulares pero de asombrosa constancia) y de las cuatro mil páginas de su diario personal. Allí, se alude una y otra vez a un secreto del que Oates no ofrece precisiones salvo que, en múltiples y elusivas alusiones es "el koan de mi vida" y que "está ahí, siempre ahí, desearía poder darle un nombre... aunque sea en código". Y Oates se pregunta por cómo será un futuro donde ya nadie tendrá secretos porque todo habrá sido tecleado y entregado --voluntaria o involuntariamente-- a una Gran Mente externa. Y, leyendo esto, Rodríguez se dice si el secreto de Oates será que no sabe cómo desconectarse y dejar de escribir. Y si el secreto de la humanidad será que aquel No Future ahora es un No Secret que envuelve al Yes Mistery que ya no pasa por quién es el asesino sino por cómo es posible el suicidarse sin darse cuenta metiendo los dedos en el enchufe.