“Prisión, tortura y desapariciones: ejercicios indebidos de los instrumentos del Estado”, se titula la nota que en septiembre el filósofo chileno Alex Ibarra Peña publicó en Le Monde Diplomatique Chile, y que esta semana reprodujo la revista internacional Correo del Alba como un aporte a la discusión de la situación gravísima que atraviesan los pueblos originarios de la región, en resonancia con el 12 de octubre. Todo lo que vivimos en este estado de situación enloquecido no permite pasar en limpio cosas que es necesario asociar, conectar, cotejar, para entender que estamos frente a un dispositivo que tiene a la Argentina como un laboratorio mundial que mide hasta dónde puede llegar de lejos un gobierno directo de los Ceos, o si es preferible que esa gobernanza que vienen planificando hace décadas se siga llevando adelante con políticos permeables a la corrupción. En eso andan en España, por ejemplo. Otra vez el PSOE dio la pauta de que si la política es eso, si el socialismo es eso, mejor seguir manejándolos a cuerda desde Berlín. Pero América latina es otra cosa. Es un continente que vuelve a ser visto por el poder global como un descubrimiento, y ahora los pueblos originarios son la metáfora de un revival atroz: para esos ojos despersonalizados y desterritorializados, indios somos todos y todas, incluso los que apoyan y consienten los atropellos contra los pueblos originarios. Su suerte será la nuestra.
También se dirime si ya se puede dar por muerta a la política como instrumento de cambio real, más específicamente como una herramienta a través de la cual las mayorías populares políticamente articuladas pueden ser la plataforma de gobiernos que vuelvan a aspirar a la mitad de la torta. Esa fue la experiencia de la década pasada, aunque duró un soplido histórico que tuvo sus líderes y perdió a algunos de ellos, que tuvo avances dispares y sus respectivas contradicciones, sin contar con que lo que se ganó fue el poder político, pero nunca el poder fáctico, ni siquiera el del Estado. Eran Poderes Ejecutivos haciendo fuerza contra aparatos corporativos políticos, judiciales y legislativos, más el tanque del “periodismo de guerra”.
Hoy vivimos la reacción. Es de dimensiones apabullantes, lo cual en algún sentido nos habla de la potencia de lo que debe ser sofocado. El clima que se respira tiene todos los condimentos de acción psicológica y control social que nunca imaginamos funcionando juntos, porque nunca el poder estuvo tan concentrado y dispuso de tantas baterías de confusión, desinformación, estupidización, alienación, espionaje, y todo eso, puesto a disposición de los bajos instintos de nuestras sociedades, convertidas de pronto en posibles participantes entretenidos de un circo romano, envilecidas por los porristas mediáticos, envalentonadas por un poder político que habla como una novicia y actúa como un barra brava.
Paralelamente al desmantelamiento de la soberanía económica y de la destrucción planificada de los aparatos productivos de nuestros países, los compromisos impagables que están contrayendo este y otros gobiernos latinoamericanos se deberán pagar no sólo con el padecimiento de los pueblos ajustados a límites insoportables, sino con nuestros recursos naturales. Ese es, del proyecto global, la parte del saqueo que nos toca. Otra vez. Más que nunca. Por ese costado entran a escena los pueblos originarios, y las persecuciones, las represiones, los crímenes que se están cometiendo contra diversas etnias al mismo tiempo, ahora.
Honduras, Guatemala, México, El Salvador, Perú, Colombia, Chile, Argentina son escenarios de un mismo ataque que tiene por objeto sacarse de encima, como ya lo hicieron los tatarabuelos de la elite que ahora se combina con buitres y banqueros de otro origen, a los habitantes ancestrales desde la Patagonia hasta la Amazonía, y de allí para arriba hasta México.
Una línea invisible recorre la Argentina desde Jujuy, donde Milagro Sala, coya, permanece detenida, y la Pu lof Cushamen, mapuche, donde por azar la Gendarmería no cazó a un mapuche sino a un pibe de 25 de Mayo llamado Santiago Maldonado. Si hubieran cazado a un mapuche, como ya lo hicieron antes, uno se permite dudar que la reacción de escándalo generalizada que perforó el cerco mediático a pesar de que siguen mintiendo cada día, hubiera tenido tal volumen. La pregunta no es si ellos, que todo lo avasallan, que todo lo venden y que no respetan ni la vida ni la libertad, son racistas, sino hasta qué grado lo somos todavía quienes preguntamos diariamente dónde está Santiago Maldonado. O dicho de otro modo, hasta qué punto compartimos la visión empática y solidaria de ese pibe al que no fue el azar, sino sus ideas, las que lo pusieron a mano de hombres armados el 1 de agosto.
El filósofo Alex Ibarra Peña, del Colectivo de Pensamiento Crítico “Palabra Encapuchada”, dice en esa nota sobre los métodos violentos y prejurídicos que el Estado chileno lleva adelante contra el pueblo mapuche: “Para ningún chileno estas graves faltas a los derechos humanos son un misterio; si no fuéramos un país tan clasista y racista, tendríamos que ser miles los ciudadanos movilizados en contra del Estado. Ya sabemos que la transición fue una farsa y que la dictadura de Pinochet no fue superada por funcionarios que traicionaron el voto popular, de ahí la desconfianza que le tenemos al poder. La cuestión política más radical hoy no se juega en las urnas que habilitan y autorizan al poder del Estado, sino que se juega en los territorios que reclaman su autodeterminación”.
Detalla luego que en Chile los mapuches ofrecieron el ejemplo de una organización y de un tipo de resistencia de largo aliento al despojo. Miraron hacia ellos otras organizaciones sociales que se fueron fortaleciendo ante la falta de representación. Sólo muy abajo se mira y se saluda lo de muy abajo: ni siquiera la intelectualidad chilena, dice Ibarra Peña, ha tomado sus reclamos. Y hoy, esas formas de organización son el frontón contra el que apunta el capitalismo corporativo.
Lo que resulta sorprendente, nauseoso, es que incluso sin coincidir con el reclamo mapuche haya nuevos y amplios sectores que naturalicen la violación de los derechos humanos de esas poblaciones y otros sectores ideológicos, como si la reacción conservadora fuera tan profunda que nos estuviera devolviendo a la pregunta de si son o no son seres humanos: más de cinco siglos atrás.
Dice Ibarra Peña: “En esto hay un piso humano básico, por muy diferentes que sean nuestras concepciones políticas. Nuestra conciencia está manchada cuando no somos capaces de oponernos a la violación del derecho a la vida digna. Lo terrible de la globalización del capitalismo salvaje está en que el individuo queda encapsulado en una pérdida de compasión con la víctima. Esto es una anomalía del sentido de lo humano”.
Esa anomalía encaja con la ambición sin límites de la producción a gran escala y el capital concentrado, que no sólo pretende para sí los territorios, sino el derecho de vida o muerte sobre quienes habitan en ellos. Quieren terminar, en términos éticos, con el paradigma del buen vivir, que en la cosmovisión originaria está enlazado al respeto de los equilibrios naturales. Y son los pueblos originarios los que en lo simbólico y en lo real son los defensores de esos valores que confluyen en ser uno mismo con su paisaje. Para esos pueblos, el territorio es su “domicilio existencial”.
¿Y mientras tanto? Dice Ibarra Peña: “Hay que decirlo, hemos sido engañados por la clase política, pero hemos sido más irresponsables al caer en el escepticismo o en el relativismo político, ambas cuestiones son consecuencias del mismo engaño”. Nos queda la política, que en estos tiempos salvajes sólo puede adquirir la forma de la lucha.