En uno de los extremos del pasillo subterráneo, bajo las vías del Ferrocarril Mitre, un hombre está cantando una chacarera de Horacio Guarany. De reojo mira la bolsa de tela de arpillera donde algunos pasajeros van dejando billetes de veinte, de cien pesos (hay uno de quinientos). Casi todos los transeúntes aceleran cuando pasan, inclusive los que colaboraron, como si quisieran sacarse la caridad de encima. Es que se les va el tren, o recién salieron del subte, y de esa vorágine no se baja así nomás. Los decibeles alcanzados por el intérprete tampoco ayudan.
Dos hombres —uno está al frente de un improvisado puestito de venta de cerezas y tomates cherry; el otro es policía— discuten en el otro extremo del pasaje subterráneo. La gente también acelera cuando pasa por allí, por las dudas, pero muchos se frenan, ya a salvo en la escalera, y voltean la cabeza para chusmear qué está pasando.
Está pasando que el policía quiere echar al vendedor y el vendedor no se quiere ir, claro. La discusión es breve e intensa. El uniformado, un hombre de unos 30 años, morocho y con tonada del norte argentino, había arrancado con un argumento difícil de contrastar desde la lógica del código contravencional: "Vos sabés bien que acá no podés vender". El pibe, de unos veintipico, también morocho, con tonada peruana, había arrancado con otro argumento también incontrastable: "Lo único que quiero es laburar, tengo dos hijos, ¿a dónde quieres que vaya?"
La cosa parece empatada pero se vislumbra el desenlace. En medio de la discusión cada uno apela a un tercero "superior" que destrabe el asunto. El policía solicita refuerzos por radio y el vendedor manda audios de Whatsapp quien sabe a quién, seguramente alguien con contactos en esferas menos expuestas a las inclemencias de la vida urbana. Entre la marea humana que va y viene una mujer llega muy resuelta del subte D y se ve que está antojada porque, indiferente a la escena que ocurre ante sus ojos, pregunta: "¿A cuánto están las cerezas?" Nadie le contesta y se va, medio ofendida.
En un momento indefinido del conflicto verbal, y después de que el policía le recomiende al chico que lleve sus tres cajones de fruta a otros lugares del espacio público (donde el control es, aparentemente, más laxo), el vendedor esgrime la palabra "libertad". Lo dice más o menos así: "Vos me estás quitando la libertad para trabajar donde yo quiera". Unos segundos más tarde, agrega, ya en un tono de voz más alto: "Ya se acabó eso de que no nos dejen trabajar". El policía se siente tocado y replica, entre amenazante y profético: "No se acabó nada, ¡a ustedes se les acaba la joda!".
Nada sabemos de ellos más allá de este puñado de frases picantes, de los roles que ejercen en este preciso instante y del lenguaje corporal que involuntariamente interpretan. La asimetría de poder es evidente pero desde afuera, con ojos "neutrales", se ve a dos tipos empoderados.
El policía sabe que tiene las de ganar, como casi siempre, pero el vendedor ambulante lo increpa de un modo que parece exceder la típica defensa frente a la autoridad represiva.
Quizás haya abrazado "las ideas de la libertad". Quizás el mismo pibe que en otra época hubiese visto en ese policía el brazo ejecutor de un sistema económico que lo oprimía, hoy lo ve como el representante de un Estado que le impide progresar en su emprendimiento. Quizás sueña con que al Estado —y este policía que es, para él, su cara más cercana y cotidiana— también "se le va a acabar la joda".
Debe haber escuchado por ahí que las regulaciones comerciales son una enfermedad socialista y que las obligaciones impositivas son un crimen del populismo. El policía debe haber escuchado por ahí que estos vendedores ambulantes son todos unos chorros, que integran una mafia de extranjeros que ensucian la ciudad. No es ésa la libertad que le encomendaron custodiar.
En esta disputa, de todos modos, los dos deben creer que la joda se le tiene que terminar al otro.
Pero en los hechos, por ahora, se le termina a uno solo de ellos: los llamados telefónicos cada vez más desesperados del vendedor no dan resultado y solo acude, finalmente, un forzudo que lo ayuda a levantar el puesto y cargar los cajones en un carrito que lo espera arriba, en la plazoleta Miguel Abuelo. Los policías ya son cuatro y llenan planillas.
"Apurate, dale, agradecé que la sacaste barata", lo despide uno de los uniformados que llegaron como refuerzo disuasorio o por protocolo burocrático, vaya uno a saber.
El pibe se va en silencio. De su boca no sale ni la palabra "injusticia" ni la expresión "derechos vulnerados". Seguramente no están en su radar de estos tiempos.
La gente que fluye por el pasaje subterráneo ya no sabe lo que pasó hace un minuto. En el otro extremo el cantante persiste en detener el tiempo, ahora con una de Cafrune.