Mauricio Macri siempre tuvo empleados a cargo. Como empresario, máximo dirigente de Boca, jefe de Gobierno porteño y presidente de la Nación. Algunos como Andrés Ibarra, su compañero de fórmula en las elecciones suspendidas, lo siguieron como su sombra. De SOCMA al Correo, del Correo a su doble gestión en CABA, de la ciudad a la gerencia de Boca en sus ratos libres y hasta llegar a ministro de Modernización en su gabinete. Una verdadera proeza de la movilidad social ascendente. Ahora encabeza la dupla electoral para aparentar cierta simetría con su principal empleador histórico. Pero si hay un área de influencia que supera al mundo de la política o de los negocios, una debilidad donde Macri, Mauricio, siente que nadie supera su poder de penetración, es en la Justicia.

Su manera compulsiva de relacionarse con ministros de Justicia, camaristas, magistrados, fiscales, lobistas y letrados de a pie es una constante en su trayectoria de vida. Empezó bajo el ala de su padre Franco y sigue hasta hoy. Se fogueó con los contratos de la obra pública de la que siempre se benefició su holding familiar. La misma con la que quiere terminar de cuajo su socio político del momento, Javier Milei. Macri siempre se asesoró con buenos abogados. Podría pagar los servicios de una promoción entera de la universidad privada donde se formó.

Sus primeros pasos los dio con operaciones que terminaron muy mal. A fines de los años ’80, Sideco Americana SA, una de las empresas de la famiglia, quedó salpicada de corrupción con el affaire de las cloacas en el municipio de Morón que gobernaba Juan Carlos Rousselot. La actividad de la construcción que nunca abandonó – al fin de cuentas es ingeniero de la UCA – lo aburrió demasiado rápido. No por cuestiones de rentabilidad y sí porque la opacó su verdadera pasión. El fútbol y los negocios que se pueden hacer desde su periferia. No es un territorio tan auditable, ni sometido a los vaivenes del Estado.

Antes de que llegara a la presidencia de Boca en diciembre de 1995, se había lanzado a comprar un club. Fracasó en su intento con Deportivo Español. Su idea era trasladarle la sede a Mar del Plata. Ya al frente de la institución a la que ahora pretende volver, solía llamar con frecuencia al ministro de Justicia menemista Elías Jassán para que acelerara la aprobación de su mentado Fondo Común de Inversión regenteado por La Xeneize SA. En esa época de privatizaciones obscenas, otro ministro del área que le dio una mano grande fue Raúl Granillo Ocampo, tan riojano como aquel.

Macri envalentonado por los resultados deportivos logrados en Boca, gracias a Carlos Bianchi y Riquelme – al que ahora se empeña en desbancar – colonizó el poder judicial de manera sostenida y sin pausa. Le aprobaron el Fondo Común, los avales para ser dirigente gracias a un fallo de la Cámara Civil que integraba la suprema Elena Highton de Nolasco y así cosechó un éxito tras otro. En una audiencia judicial de aquellos años, una jueza de primera instancia le preguntó a su abogado: “Doctor, ¿qué le parecerá esto al señor Macri?”.

En el club formó una comunidad judicial identificada con la pasión boquense. Fiscales todavía vigentes o que eligieron otros rumbos después, integraron una unidad en la acción: Guillermo Montenegro, Carlos Stornelli, Gerardo Pollicita y Raúl Pleé, entre otros. Algunos también acompañaron a su sucesor en la presidencia, Daniel Angelici, su principal espada judicial. El presente en Boca tiene una historia y un contexto. Cuando se lo propuso, Macri salió casi siempre airoso.

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