¿Quién recuerda a una maestra de música? ¿A más de una? ¿A una de la escuela primaria? ¿A alguna del barrio? ¿A ninguna? ¿Recordamos canciones que nunca nos gustaron y olvidamos con facilidad lo que sentíamos, lo que queríamos, como escribió Alejandro Zambra en Formas de volver a casa o el olvido se vuelve una tarea imposible de cumplir cuando fue una maestra de música la que nos enseñó a cantar o la que nos dio el instrumento que cambió para siempre nuestra vida como le pasó a Adriana Lubiz cuando en los años setenta Ligia Aulita de Vázquez le puso un charango en las manos por primera vez?
Nadia Boulanger es una de esas maestras de música que ni el olvido olvida y que la memoria colectiva nombra como la pedagoga musical más importante que haya existido, la maestra de composición más influyente del siglo XX -y tal vez también la del XXI-, la que ayudó a crear el sonido del mundo moderno y la más ilustre. A Nadia Boulanger se la recuerda a través de sus alumnos célebres para recuperar una especie de música vocal a la que la tregua del tiempo nos desacostumbró.
Sola solita y sola es la hacedora y la razón de esa lista notable, fervorosa y agradecida que, aunque siempre aparece incompleta (fueron más de mil alumnos), supera la codicia de los armadores de un canon: George Gershwin, Daniel Barenboim, Astor Piazzola, Ígor Markévich, Vítězslava Kaprálová, Leonard Bernstein, Philip Glass, Egberto Gismonti y Quincy Jones el trompetista, compositor, director de orquesta y súper productor de Michael Jackson quien dijo que le debía todo lo que era como músico a su encuentro con la maestra Nadia en la década de 1950.
Nadia, la Mademoiselle de la evocación perpetua, nació en París, tuvo un padre compositor, una abuela cantante, otra violonchelista y una hermana también compositora, la genial Lili Boulanger quien ganó a los 19 años el Prix de Roma y quien compendiaba todos los anhelos de larga fama cuando murió a los 24 años tras sufrir una enfermedad intestinal crónica. Además de maestra, pianista, organista y una compositora estilísticamente cautelosa, preocupada por el equilibrio de cada detalle musical y verbal, Nadia fue una las primeras directoras de orquesta en rescatar a Claudio Monteverdi y la primera en dirigir conciertos en Filarmónica de Londres, en la Sinfónica de Boston y en la Filarmónica de Nueva York.
Sin abandonar rigores académicos, la maestra de música amiga de Ígor Stravinsky, con quien compartió desvelos armónicos por correspondencia durante más de cuarenta años –esas cartas están editadas, – instaba a sus alumnos en su departamento-aula, en su departamento-conservatorio de la 36 rue Ballu en el IX distrito de París, a salir a buscar un lenguaje propio, una temperatura sonora con el aliento de un compás distintivo que con natural desperezo amanecía en éxtasis ante la aparición oportuna y prosódica de Nadia.
La maestra de música inflexible, feroz y bondadosamente carismática murió en París a los 92 años dejando como herederas a dos de sus amigas, asistentes y discípulas. Había elegido no casarse. Escuchar y recuperar sus composiciones y las de sus alumnas y alumnos despabila el sopor, los días raros sin música incorporada en deglución caníbal, carnaverbial y nos lleva como solo la música sabe a descubrir lo que apenas sospechamos.