Voy a hacer lo que no se hace: confesar el miedo frente a esto que fue una página en blanco, develar mis merodeos y mis dudas. Empecé muchas veces este texto. Uno de esos ensayos ponía en primer plano una casa con un jardín verde y frondoso, salpicado de jazmines del país, del Paraguay, amarillos; de calas y gardenias. Uno que tuvo una vez una palmera a la que una horda de niños y niñas que jugaban en la clandestinidad obligada también para sus padres o madres le prendió fuego por accidente, por inventar un malón de indios que rasgaban la noche con sus antorchas. De ese grupo mixto, el jueves, cuando empezó el juicio por los crímenes de lesa humanidad perpetrados en los centros clandestinos de detención Cuatrerismo/Puente12 y Comisaría de Monte Grande, estábamos sólo las mujeres.
Había una pileta casi centenaria en ese jardín, rodeada de bambúes y campanillas que se enredaban a las cañas como festones. Entre las hojas, una vez, criamos un colibrí después de que se cayera el nido donde todavía era un huevo minúsculo. Parecía imposible, pero la pajarita que lo empollaba volvió cuando lo atamos otra vez, los torsos desnudos al sol, disfrutando la tarea de broncearnos a la vez que podábamos. Hay palabras que en nuestro vocabulario son sólo desafío. De esos días de andar casi desnudas, todos los diarios del domingo desplegados en el pasto y cada tanto un picadito que se armaba con los compañeros, se acordó Raquel el jueves, cuando la noche nos encontró lagrimeando juntas, después de que ella exhibiera su desnudez política en el inicio de ese juicio que tiene entre los nueve acusados al genocida Miguel Etchecolatz. Insuficiente, largamente demorado, con un número ínfimo de imputados; pero no imposible.
La dirección de esa casa que fue nido de conspiraciones y bailes, de asados que empezaban al mediodía y volvían a empezar al atardecer, se repitió seis veces en la sala Amia, en el subsuelo de los tribunales de Comodoro Py, porque de ahí se llevaron, hace exactamente 41 años, a mi mamá, Marta Taboada, al papá de Marina, Eva y Sofia, Juan Carlos Arroyo y a la mamá de Tupac, de Fidel, Gladys Porcel y al hijo o hija que ella esperaba y a quien todavía no conocimos. La escuchamos con mi hija, sentadas entre amigas en el piso de la sala de donde no habían podido sacarnos, aunque lo intentaron, por falta de sillas. Cada vez que la dirección y uno de esos nombres se escuchaba, las hermanas Arroyo levantaban la foto de su padre, mi corazón daba un respingo y mi hija decía: ahí viví yo con mi mamá cuando era chica.
Porque a la muerte, nosotras la conjuramos a pura vida, a puro deseo.
Sobre los techos de esa casa con jardín se subió Camba, una vez, con otros compañeros de militancia de mamá, del Negro Arroyo y de Gladys, para poner la membrana que yo no podía pagar, ilusionados con la idea de una acción directa: poner manos dónde la ausencia habia dejado precariedad. El jueves, los ojos celestes de Nati, la hija de Camba, copiaron el brillo de su sonrisa cuando vio a su papá llegar demasiado tarde con su actitud de hombre protector a defender a Raquel. Ella no lo necesitaba, ya había esquivado con otras que la cubrieron al policía que la quiso echar de la sala, mientras los aplausos la acompañaban a ponerse otra vez la remera, a tapar las preguntas que ardían, que arden: Dónde está mi mamá? Dónde está mi papá? Dónde está mi hermanx? Nunca antes se había hecho cargo públicamente de que ella también está buscando a un hermano o una hermana. Sin saber si existe, sin remover las piedras, sin anticiparse a calificar qué clase de noticia sería esa aparición, aunque cada identidad recuperada sea bienvenida. En esa misma sala sin luz natural, Nati había presenciado junto a su papá el juicio a los apropiadores de su primo, que entonces no quería saber nada de su historia y ahora la va armando de a fragmentos, a su tiempo, como puede.
Nati y Raquel, como yo, fuimos militantes de HIJOS, ahora nos encontramos en entramados feministas y aunque su cuerpo desnudo, sus tetas apuntando una para cada lado, igual que cuando todavía no habia amamantado a tres hijos, fueron un acto individual, ninguna pudo dejar de ver la reescritura de aquel escrache a Alfredo Astiz cuando se lo juzgaba, en los 90, por cosas que había dicho y no por las que habia hecho. La voz de otra compañera de esos años de impunidad lo sintetizó así en un mensaje de voz: “HIJOS y las tetas de Ni Una Menos confluyeron en el momento justo, en el lugar indicado”. Y una más, Angelita Urondo, escribió: “Un cuerpo que es testimonio de vida. Un cuerpo que fue hecho de otros cuerpos, que no sabemos donde están. Un cuerpo que prueba su existencia y su propia procedencia. Un cuerpo subversivo, desnudado y expuesto. Un cuerpo frágil. (...) Un cuerpo que acumula experiencia y se brinda generoso en su dolor y en su rabia para expresar las preguntas fundamentales que muchos de nosotros nos hacemos a diario. Un cuerpo valiente, que demuestra lo que somos y sentimos frente al genocidio.”
Ensaye muchas veces este texto desde el jueves, es algo que no merece ser confesado, pero es una disculpa anticipada por todo lo que no voy a poder llegar a escribir. Y aunque hay otras maneras de ver, tantas sensibilidades despiertas otra vez a la historia que atravesaron hace 40 años, tanta complicidad entre las sobrevivientes que acusan sin cansarse; yo vuelvo a la casa de Moreno porque así como el amor y la amistad no son sin el cuerpo, la manada no es sin su estepa aunque sus límites sean difusos. Hacemos manada porque compartimos el fuego, el bocado, el abrigo y la batalla. En esa casa, donde jugamos de niñas con las mellizas Arroyo, Eva y Sofía, escuché hace décadas, escupidas por el dolor y la impotencia, unas pocas palabras que me lastimaron, que ponían jerarquía a la militancia de quienes nos faltaban, repartían culpas que no pertenecían más que a los ejecutores. Todo eso ha sanado por persistencia de un vínculo que no se deja mellar por el tiempo sino que se hace hondo, como mis arrugas. Cada una hizo lo que pudo en estos 40 años que pasaron, nunca dejamos de abrazarnos, de reconocer la fuerza de tenernos entre nosotras, y el género de esa palabra está subrayado. En el hombro de Eva deje las primeras lágrimas del jueves. En el de Sofía, las últimas, pero ya mezcladas con las sonrisas de sabernos entrelazadas.
El jueves, cuando apareció Miguel Etchecolatz en la sala de audiencias, cuando la rabia volvían escasos los insultos que queríamos gritarle a ese asesino, desde las entrañas me salió un grito: “Ni muerto vas a descansar, hasta tus hijas te desprecian”.
Nosotras, en cambio, nos tenemos entre nosotras. La amistad que seguimos forjando entre tetas al aire y escraches, esa es nuestra victoria.