La historia, real, al mismo tiempo dolorosa y esperanzadora, forma parte del imaginario popular del siglo XX. Y, sin embargo, sigue impactando, conmoviendo. Y sorprendiendo, ya que en el fondo se trata de un relato tan profunda e intrínsecamente humano como lo es el instinto de supervivencia. El accidente del vuelo charter 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, que trasladaba a un equipo de rugby uruguayo hacia Chile y terminó estrellándose en la inmensidad de la Cordillera de los Andes el 13 de octubre de 1972, mantuvo en vilo al mundo durante varias semanas, hasta que los intentos de rescate fueron aplazados por las condiciones meteorológicas. Casi nadie podía imaginar que el impacto había dejado sobrevivientes; que ni el miedo ni el frío ni el hambre habían acabado con la vida de ese puñado de hombres aferrados a la existencia. Luego, más de dos meses después, comenzaba la ardua travesía, con sus peligrosos ascensos y descensos sin elementos adecuados, de dos pasajeros del avión, el encuentro con un arriero, la sorpresa y el rescate. Las noticias en párrafos de alto impacto, la algarabía y el concepto divino de “milagro”. También el amarillismo, incrustado como un parásito en la realidad de la antropofagia, único sostén vital en un paraje tan inhóspito como estéril. Los libros, los largometrajes documentales y las películas de ficción basadas en esa historia sorprendente atraviesan las cinco décadas que la separan del presente, del rigor fáctico a la espectacularidad de Hollywood. La esencia, sin embargo, es la misma: seguir viviendo, a toda costa.
Pisando el sendero de la olvidada Supervivientes de los andes (1976), del mexicano René Cardona, y de la muy recordada ¡Viven! (1993), de Frank Marshall, el español J. A. Bayona vuelve a abordar la misma historia basándose en el libro La sociedad de la nieve, de Pablo Vierci. Coproducción entre España, los Estados Unidos, Uruguay y Chile, el nuevo largometraje del director de El orfanato y Un monstruo viene a verme recorre los momentos más importantes del desastre y la epopeya posterior, confiando en los instrumentos de la narración clásica, aunando el drama psicológico en situaciones límite, el relato de aventuras y el cine de gran espectáculo en un film que seguramente tendrá un buen recorrido en la temporada de premios que se avecina (ya fue seleccionada como la emisaria española en los premios Oscar). Con un reparto de jóvenes actores argentinos y uruguayos, La sociedad de la nieve tendrá un estreno en salas de cine de nuestro país a partir del jueves 14 de diciembre –es allí, en la gran pantalla, donde mejor pueden advertirse sus virtudes– antes de desembarcar en la plataforma Netflix a comienzos del año próximo.
El prólogo transita la tranquilidad de los lugares y rutinas familiares. Un partido de rugby y cierto pase que nunca llega a serlo, las charlas y bromas de vestuario, la colecta para pagar los pasajes, la pertenencia a una clase social y a las prácticas del catolicismo, cuestión esta última que tendrá una relevancia nada menor en el desarrollo de la historia. En lo narrativo y formal: la reconstrucción de época, los pelos relativamente largos y alguna que otra tupida patilla, los pantalones ajustados, los cigarrillos que se fuman sin prohibiciones dentro de un bar, mientras afuera una marcha disputa las calles. La llegada al aeropuerto, los besos de despedida, el despegue del breve vuelo a Santiago luego de cruzar la cordillera. Bayona se monta entonces sobre los mecanismos del suspenso y el cine catástrofe, pura tensión mientras un poco de turbulencia altera los nervios de algunos pasajeros, mientras otros explican las razones aerodinámicas de los sacudones. El accidente ocupa apenas unos pocos minutos de metraje, pero impregnan las retinas del espectador hasta el final: el sonido anormal de los motores, los golpes contra el techo, el impacto y el destrozo de metales, carnes y huesos –explícito pero breve–, el deslizamiento de lo que queda de la nave en un desierto blanco y helado. A partir de ese momento la muerte, instantánea o inminente, la desazón, la esperanza de que en breve, en cuestión de días, una partida de rescate avizorará los restos del avión desde las alturas. Desde el primer momento se impone un narrador en primerísima persona. Se escucha la voz de Numa Turcatti Pesquera, de 25 años al momento del desastre y quien, según la descripción del sitio web oficial de los sobrevivientes https://sociedaddelanieve.com/ “no formaba parte del equipo de rugby ni había estudiado en el colegio Stella Maris; viajaba por invitación de su amigo Pancho Delgado, con el que estudiaba en la Facultad de Derecho”. Interpretado por el montevideano Enzo Vogrincic, Numa es no sólo el narrador de los hechos sino una suerte de reflector moral de las difíciles decisiones que los sobrevivientes deben tomar a los largo de los más de 70 días de aislamiento. Punto de vista particular para quienes conocen los pormenores de la historia real y que J. A. Bayona justifica a partir de un detalle nada menor: el diálogo entre vivos y muertos, entre supervivientes y fallecidos, entre aquellos que brindaron su cuerpo como alimento y quienes continuaron con vida gracias a ello.
J. A. Bayona está sentado en un cuarto del Hotel Provincial de Mar del Plata, donde La sociedad de la nieve tuvo su estreno local hace algunas semanas, en el marco del festival de cine que tiene lugar anualmente en la ciudad costera. Viene de un par de meses de actividad frenética y, sin ir más lejos, la noche anterior se reunió con más de veinte actores que participaron de la película. Mientras bebe un té reparador, en una conversación mano a mano y sin el vértigo de los junkets de prensa al uso, le cuenta a Radar que él cree firmemente que en su nueva película, más allá de la historia que se cuenta, “hay una reflexión también sobre el hecho mismo de narrarla. ¿Desde qué lugar contar? Creo que esa reflexión se hace evidente, por ejemplo, en la secuencia de las fotos. Las fotografías son de por sí una interpretación de la realidad. Entonces, la gran cuestión es regresar a la montaña para comprender lo que sucedió. Es algo que está en la semilla del libro de Pablo Vierci, que parte del hecho de que los sobrevivientes se juntan 36 años después porque necesitan contarlo todo otra vez, porque con el correr de los años algunos roles se han magnificado. Desde ese lugar está escrito el libro de Vierci, y nosotros lo tomamos para dar un paso más hacia adelante, buscando una perspectiva de la historia que, de alguna manera, ponga a los muertos a la misma altura que los vivos. Esa fue nuestra perspectiva para encontrar lo que los sobrevivientes, creo, estaban buscando, tal vez sin ser conscientes de ello: una película que ofreciera la posibilidad de que, con sus palabras, les dieran una voz a los muertos”.
Inevitablemente, en la conversación aparece el recuerdo vívido de ¡Viven!, el exitoso largometraje de Frank Marshall protagonizado por un joven Ethan Hawke que marcó a toda una generación de espectadores. Para el director de La sociedad de la nieve, nacido Juan Antonio García Bayona en 1975 en Barcelona, pero a quien casi todos llaman, sencillamente, Jota, “la película de Marshall ya forma parte de ese relato integrado por las películas y casi veinte libros. En ese sentido, como decía antes, la cristalización de ese relato casi oficial necesitaba que los protagonistas reales tuvieran la posibilidad de contarlo de nuevo. Es como si luego de todos estos años ellos no se reconocieran en la historia tal y como se ha hecho conocida. Por esa razón, antes de la escritura del guion, hubo una exploración sobre cómo relatar la historia”.
Suele pensarse, aunque alguna placa mencione las licencias artísticas de los creadores, que las historias basadas en hechos reales simplemente “reconstruyen” instancias, acciones, conversaciones. Pero cualquier película inspirada en la realidad y protagonizada por actores que interpretan personajes entra de lleno en el terreno de la ficción. No se trata de una máxima sino de un axioma. Por esa razón, el punto de vista, la selección de momentos, el recorte de hechos, la manipulación dramática forman parte indisoluble del relato. Bayona describe el arduo proceso de escritura que terminó dándole forma a La sociedad de la nieve en su versión definitiva: “Usualmente los guiones se reducen a la acción y el diálogo. Los primeros guiones que tuvimos se tiraron a la basura, porque acababan siendo lo que ya habíamos visto. Entonces fue cuando apareció la idea de contar desde otro lugar, llevar esa idea de las conversaciones entre los vivos y los muertos que está presente en el libro de Vierci”. En pantalla, los vivos se enfrentan a una situación inexorable: luego de que cada trozo de chocolate y cada fragmento de galletita untada con una pizca de paté se ha acabado, la falta de comida comienza a ser un problema grave. Agua sobra, derretida a partir de la infinita nieve que los rodea. Cigarrillos también hay. Pero la comida ha desaparecido. Los muertos yacen en fila, alejados varios metros del fuselaje, convenientemente utilizado por los vivos como refugio ante la intemperie, que de noche se transforma en un infierno helado, imposible. La primera mención, tímida, de acceder a los cuerpos como sustento vital genera el primer cisma entre los sobrevivientes. Comer a otro ser humano es pecado, dice alguien. No es legal, afirma otra persona. No quiero morir y creo que no está mal aferrarse a la vida, menciona un tercero. Alguien más dice que, de morir, está habilitado el permiso para que su carne sea utilizada como alimento, como quien dona sus órganos en caso de un accidente. La primera vez es tratada por Bayona con pudor: mientras afuera dos personas comienzan la dura faena de cortar y consumir, la cámara se queda dentro del avión junto a Numa, quien lo observa todo desde la pequeña ventana hasta que el desagrado, el impacto de ser testigo del tabú quebrantado, le hace correr la vista.
J. A. Bayona y su equipo de producción –entre quienes se cuenta el argentino Alejandro Fadel, el realizador de Muere, monstruo, muere, como director de la segunda unidad– decidió desde muy temprano que filmar en estudios y reconstruir así la inmensidad de la helada cordillera hubiera sido una pésima idea. La mayor parte de La sociedad de la nieve fue rodada en locaciones reales de Sierra Nevada, en Granada, con el reparto y equipo rodeado de nieve y frío reales, a lo cual se le sumaron varias escenas registradas en los Andes argentinos y chilenos por Fadel. “Para mí es muy importante, cuando estás con los actores, ofrecerles el mejor contexto posible para su interpretación”, explica Bayona. “En ese sentido, por un lado les dimos mucha información: leyeron el libro, ensayaron durante dos meses, establecieron un vínculo con la persona que debían interpretar o bien con su familia. Pero por otro lado era muy importante que el contexto, las condiciones del rodaje, fueran lo más realistas posible. Sabíamos que las dificultades iban a ser estímulos para la interpretación, y que se iban a reflejar para bien en el resultado final. Siempre le decía a Pedro Luque, el director de fotografía, que había que rodar como pudiésemos, no como quisiéramos. Casi como si fuera un documental. El ejemplo de Werner Herzog es clarísimo. Nunca usamos pantalla verde en las escenas de montaña, y los actores pasaron por los estados por los que pasaron los personajes, por supuesto en una medida mucho más razonable. Ahí hay algo interesante que me pasa tanto con Fadel como con Luque, que es que a veces el cine latinoamericano filmado por extranjeros tiende a poner el acento en lo exótico, como si fuera algo turístico. A mí me interesaba tener ojos que miraran desde adentro, y cuando vi No respires, la película de Fede Álvarez con fotografía de Luque, que es uruguayo y además tiene vínculos familiares con los sobrevivientes, me puse de inmediato en contacto con él. A Fadel también lo conocía por sus películas y necesitaba un director de segunda unidad que conociera la montaña. Él es de Mendoza y estaba muy familiarizado con los hechos alrededor del accidente”.
Si un guionista incluyera en una historia como la de los sobrevivientes de los Andes un segundo accidente luego del primero, por ejemplo un alud que terminara enterrando los restos del avión con todas las personas dentro, seguramente el espectador pensaría que se trata de una situación demasiado hollywoodense. Sin embargo, eso fue exactamente lo que ocurrió el 29 de octubre, 17 días después de la caída en la montaña del Fairchild Hiller FH-227. ¿Qué pasa con la fe en una situación como la que atravesaron los sobrevivientes? Las referencias religiosas no son pocas, pero casi todos los protagonistas atraviesan una reconversión. “Dios son todos aquellos que me mantienen vivo”, afirma en una suerte de revelación uno de los personajes luego del alud. Para un film que utiliza como marco los inmensos espacios abiertos de la naturaleza más salvaje, La sociedad de la nieve es también un drama de interiores (el interior del avión-refugio, altar de las confesiones y la exteriorización de los anhelos; el interior de la mente de cada uno de los supervivientes, intentando guarecerse de los miedos y angustias). Para ello, Bayona contó con un reparto de jóvenes actores –y alguno más experimentado, como el argentino Esteban Bigliardi– con quienes trabajó arduamente antes y durante la filmación. “Fueron muchas horas de entrevistas con los supervivientes y sus familiares, también con amigos. Eso permitió hacerse una idea cabal de cómo era la personalidad de cada uno de ellos. Al hacer el casting buscamos similitudes. Había algo de buscar cierto parecido físico, pero lo más importante era encontrar rasgos de la personalidad de las personas reales en los actores. A fin de cuentas, si no había un parecido físico tampoco importaba tanto. Por ejemplo, Enzo Vogrincic tenía la sensación de que no llegaba, que no hacía lo suficiente. Y eso era exactamente lo que le pasaba a Numa en la montaña. Ese tipo de vínculo me parece muy interesante y fue explotado en la película”.
“Una cosa que discutimos bastante con los coguionistas fue esa cuestión que suele aparecer al crear una película: ¿cuál es el tema?” En otras palabras, esa bendita (maldita quizá sea un mejor término) cuestión del “mensaje”. Para Bayona, el hecho de tener dieciséis personajes, es decir, dieciséis puntos de vista muy diferentes, implicaba que “si reducíamos todo a un solo tema la película iba a hacerse más pequeña. Costó mucho articular eso, y ahora que la veo terminada y pienso al respecto, creo que hay algo que está en la esencia del libro, algo que me impactó en cuanto lo leí, que es el momento en el cual Roberto Canessa les dice a los fallecidos ‘acepten en paz que vivamos su vida por ustedes’. Esa conversación entre vivos y muertos es central en la película; también esa cosa tan bestial que es dar tu cuerpo en vida al otro. Me interesaba mucho ese momento en el cual los personajes se dan cuenta casi inconscientemente de que tu y el otro son la misma persona, la misma cosa”. Antes de despedirse, el director de Lo imposible y Jurassic World: El reino caído, mojones de su tránsito por el cine de gran presupuesto de Hollywood, afirma que ve su carrera como un todo. “Por supuesto, pienso mucho cada película e intento que todas salgan bien. Pero luego lo ves como un todo. Si estoy haciendo esta entrevista en este momento es porque he hecho todo lo que he hecho hasta ahora, pasando por Jurassic World, los capítulos de la serie de El señor de los anillos y también las películas más personales que he dirigido en España. Todo forma parte de un aprendizaje. Me habían ofrecido filmar en Hollywood incluso antes de haber hecho demasiado en España. Y siempre decía que no, porque había oído de muchos realizadores de género europeos que iban a Estados Unidos y la pasaban mal. Entonces, pensé que debía hacer tres películas en mi país y luego, con una voz ya establecida, moverme hacia allí. Y allá me topé con cosas que ya imaginaba que me iba a encontrar, las buenas y las malas. Pero todo eso es también lo que me permitió hacer esta película”.
Volver a la montaña*
Subir hasta el glaciar en el Valle de las Lágrimas en marzo de 2006, donde está sepultado el fuselaje del F571 que cayó en 1972 en la falda de las sierras de San Hilario, entre los volcanes Tinguiririca y Sosneado, es una experiencia temeraria. Requiere un largo recorrido, con un ascenso lento de dos días a caballo por senderos improvisados por cabras o caballos, de menos de medio metro de ancho, con el precipicio al costado, en una cordillera que cambia de continuo los paisajes y las alturas, pero donde siempre está el vértigo del riesgo inminente. Se avanza lentamente, paso a paso, ya sea en la montaña o cuando se atraviesan los torrentes de agua impetuosa y helada que bajan de la cordillera y arrastran todo a su paso. Incluso parecen querer llevarse a los caballos y a las mulas, que se tambalean pero no caen, afirmando los cascos entre los cantos rodados del fondo antes de dar el paso siguiente. Algunos jinetes avanzan con los ojos vendados para evitar el susto confiando en el instinto de los animales. Cada tanto surge una imagen o un imprevisto que estremece. Tormentas de viento y nieve irrumpen súbitamente (...)
En el grupo vienen cuatro sobrevivientes del accidente de 1972: Roberto Canessa, Gustavo Zerbino, Adolfo Strauch y Ramón “Moncho” Sabella. Además los acompaña Juan Pedro Nicola, cuyos padres fallecieron en el accidente. Como todos en el grupo, viene con su hijo, para que conozca la tumba donde descansan los restos de los abuelos y de los otros que nunca regresaron. El hijo observa a su padre que está absorto, con la vista perdida en las cinco agujas de piedra donde se estrelló el avión. Cuando el glaciar está próximo, y la pared de nieve de las sierras de San Hilario aumenta sus dimensiones, los integrantes del grupo deben encordarse unos con otros y colocarse crampones en las suelas de las botas antes de continuar el ascenso. El glaciar, con el fuselaje en el centro, está ahí nomás, atravesado de lado a lado por grietas de veinte y treinta metros de profundidad, disimuladas por delgadas capas de hielo. Tres andinistas profesionales van adelante, probando el terreno con picos y bastones. Unos metros detrás vienen los cuatro sobrevivientes. El paisaje que vio Gustavo Zerbino el 13 de octubre de 1972, a las 15:35, instantes después del accidente, cuando el fuselaje destartalado se detuvo en medio del glaciar, después de deslizarse a velocidad arrebatada, zigzagueante, sorteando conjuntos rocosos que asoman sobre la ladera de nieve, ha cambiado poco en estos treinta y cuatro años (...)
El 13 de octubre de 1972, a las 15:37, Gustavo Zerbino, con diecinueve años, perteneciente al grupo de los menores, experimentaba lo mismo que ahora. Le faltaba el aire, no tenía fuerzas, lo acosaba la jaqueca y estaba muy confundido. Ha resultado ileso y debe ayudar a su amigo Roberto Canessa, con la misma edad, a salir de la trampa donde está inmovilizado, debajo de dos asientos arrancados de cuajo que lo han atrapado entre hierros filosos y en punta. De inmediato, entre los dos, empiezan a retirar los asientos que aprisionan a los heridos y a los que están enteros. Para mover algunos cadáveres que están entreverados en los hierros retorcidos y los destrozos del fuselaje, deben atarlos de los pies, con los cinturones de seguridad, y arrastrarlos entre cuatro hasta la nieve, para colocarlos boca abajo, allí nomás, a tres metros del desastre. Gustavo arremete con decisión para ayudar en lo que puede. No hay tiempo para pensar, sólo para colaborar con Roberto, que mientras cura a un herido, le toma el pulso a un moribundo, instantes antes de hacer un torniquete de urgencia para evitar que se desangre Fernando Vázquez, a quien la hélice del ala derecha que salió disparada y embistió contra el aparato le cercenó una pierna. Luego le endereza la tibia rota a Álvaro Mangino, la coloca en su lugar y lo aparta del camino: ya está atendido. Ahora le toca el turno al siguiente, un compañero que está acurrucado entre los hierros, temblando, con una herida en el estómago. De pronto se incorpora para mostrarle a Gustavo el tubo de metal que tiene clavado en las entrañas.—No me duele, sólo tengo frío —le dice Enrique Platero. Hoy está todo intacto. Como si el tiempo se hubiera congelado (...)
Adolfo Strauch, que en 1972 pertenecía al grupo de los mayores, con veinticuatro años, anuncia la inminencia de una avalancha. Observa con atención y luego de su advertencia le señala a su hija, Alejandra, cómo se produce un gigantesco desprendimiento de nieve acumulada en la gran pared del oeste, que deja a su paso un estruendo y una estela de vapor. Pero ahora están a salvo, a ochocientos metros de donde estaban los restos del avión en el 72 (...). Su relato, ahora, se ahoga con suspiros, se quebranta con recuerdos tan vívidos que llega a experimentar que da un paso hacia atrás, como hizo en 1972, para salir de los restos espectrales del avión partido. En el instante en que el avión golpeaba contra la aguja de piedra, a las 15:30, tras un pozo de aire interminable, inconscientemente se quitó el cinturón de seguridad y se puso de pie en el pasillo, tomando con todas sus fuerzas los soportes metálicos que separaban los valijeros, para no volar con el golpe. Sintió el impacto, luego los chiflones de viento helado y nieve que le castigaban la cabeza, la espalda y las piernas, y contó los segundos interminables que demoró el cono partido del avión patinando sobre el hielo, hasta detenerse abruptamente, aplastando asientos y gente contra el compartimiento del equipaje y de los pilotos. Roberto Canessa siente el impacto del ala contra las rocas y se toma con todas sus fuerzas del asiento de adelante. Impetuosamente le vienen a la mente imágenes sueltas, confusas, que lo llevan a un único desenlace: está protagonizando un accidente aéreo en la cordillera de los Andes. De un segundo a otro se estrellará contra la montaña y conocerá lo que se esconde del otro lado de la vida.
*Extractos del primer capítulo de La sociedad de la nieve, de Pablo Vierci. Editorial Planeta.