¿Cuánto dice el título de una novela sobre su materia? ¿cuánto dice sobre su forma? La naturaleza secreta de las cosas de este mundo de Patricio Pron es un título que plantea un enigma a resolver. Una promesa de indagación sobre algo de lo que, en principio, nadie sabe a ciencia cierta, nada. ¿Cuál es esa naturaleza secreta? O en todo caso, ¿hay una naturaleza? En las primeras páginas de este libro, Olivia, una de sus protagonistas, dice que ya no hay tal cosa, sino una ficción restitutoria de naturaleza, una ideología. ¿Entonces? Leyendo la novela, atravesando sus páginas un poco a tientas, empezamos a vislumbrar que lo que intenta responder su autor no es exactamente a esa pregunta, sino insistir una y otra vez sobre la interrogación, sostenerla en el ejercicio de la escritura.
En esta novela hay una hija, Olivia, y hay un padre Edward. Hay también una madre de la que conoceremos solo lo que uno y otro vayan iluminando. Pero de esa cajita de vínculos primordiales emerge, como de aquel viejo mito de la caja de pandora, toda una serie de relatos que proliferan, que se multiplican de un modo abrumador. Estructurada en dos partes, cada una de ellas está dedicada a uno de estos dos personajes. La novela se escribe en dos ejes temporales opuestos. La primera mitad, desde un presente en el que Olivia va a recordar todo aquello que la llevó hasta ahí. En la segunda, vamos siguiendo a Edward desde un día clave anclado en el pasado hasta llegar al presente.
Hay una auténtica máquina narrativa que se pone en funcionamiento desde la primera línea con una profusión que recuerda a Sebald, pero que, a diferencia de este, en vez de indagar sistemáticamente en las huellas de un pasado más o menos reciente, se dedica a ampliar con distintos focos el tiempo en que vivimos: sus ocultaciones, sus márgenes, sus contradicciones, el dolor y la esperanza vana en la que estamos inmersos quienes intentamos llevar una vida adelante en la que nada es fácil, ni está resuelto.
El primer párrafo de esta novela dice así: “Va a chocar, va a perder el control del automóvil y va a embestir las vallas que separan la carretera del bosque y de los secretos que éste oculta, pero Olivia aún no lo sabe; no tiene idea de lo que va a sucederle en un momento, cuando un recuerdo de una intensidad desusada la asalte, rompa sobre ella como una ola y la arrastre consigo”.
Ese recuerdo se va a abrir y va a tomar toda la primera mitad del relato. Como Olivia es actriz, su propia memoria se mezcla y confunde también con escenas que representó, con obras de teatro en las que actuó, con fragmentos de novelas, o de historias que alguien alguna vez le contó. La voz va saltando, como de rama en rama por estos relatos, en un ejercicio muy virtuoso. Da la sensación de que podría contarlo todo: que la secreta naturaleza de las cosas podría emerger de ese aleph de relatos pequeños, fragmentados, semi olvidados, de ese terreno anegado de ficción y biografía que produce la mente de una mujer joven y profundamente sola.
Mientras esas escenas y evocaciones aparecen, Olivia permanece, un poco como Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, en un lapso temporal que, en lugar de huir hacia adelante, se ensancha. Olivia siempre está con las manos al volante de su auto en esa carretera que atraviesa veloz, observando cómo la luz se impone sobre el paisaje y a su vez cómo este se va transformando: bosque, casitas, manchas de sombra, algunas personas. Imagina también cómo sería su vida si se bajara del auto y se acercara a alguna de esas vidas que pasan fugazmente por la ventanilla.
Pero la naturaleza de las cosas de este mundo es secreta, hay algo que se oculta, algo que estuvo alguna vez y se ha esfumado: su padre. Hace veinte años Edward se ausentó de su casa y por más búsqueda que inició su madre y continuó la policía, no apareció ni vivo ni muerto. Como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Esa ausencia ha impreso su significación sobre su hija, todo su mundo se erigió sobre una base incierta. Una vida hipotética, ficcional, que no casualmente, encuentra en la actuación, su forma privilegiada de manifestarse. Cuando alguien desaparece sin dejar rastros, se convierte en fantasma y todo lo que deja, de algún modo, también se vuelve fantasmal. Y esto es algo que en Argentina sabemos muy bien.
¿Qué pasó con Edward? De esto nos enteraremos en la segunda mitad del relato. La forma en que este personaje deja su familia para empezar una vida nueva, pareciera activar una fantasía masculina atávica. “Querida, salgo a comprar cigarrillos y vuelvo”, difícilmente fue “Querido, salgo a comprar cigarrillos y vuelvo”.
Fue esa misma imposibilidad, la que volvió célebre al personaje de Nora de Casa de muñecas de Ibsen, una obra cuyo punto culminante es la huida de su protagonista –madre y esposa-- de la casa familiar. Cuando ella finalmente cierra esa puerta, la obra termina y se podría decir que empieza la puesta en crisis del lugar de la mujer en el teatro del siglo XIX. Lo que Ibsen no imaginó fue cómo sería la vida de Nora luego de ese portazo. Eso no importaba en aquel drama. En esta novela sí: el ejercicio es precisamente imaginar qué ocurre con este hombre después de irse de su casa. No hay épica. No hay acumulación y huida. Hay una acción rotunda y un poco inexplicable. Y un realismo desolador.
Porque ese abandono es también otra cosa: un abandono de sí. Empezar a caminar sin mirar atrás, dejarse llevar sin ninguna idea, ningún preconcepto. Hay un corte radical con lo que había sido y representado, el rol que le había sido asignado hasta ese momento y que no tiene que ver solo con su lugar en la familia, sino también en la sociedad. Edward y su mujer son artistas y el discurso del arte contemporáneo aparece una y otra vez discutido y revisitado en la novela. A Edward no le cuesta demasiado soltar ese prestigio, esos privilegios y abordar una vida en cierto modo brutal. Es un gran alivio para él pasar a preocuparse solo por las cosas básicas: qué comer, dónde dormir, cómo no hacer daño a sus semejantes.
La segunda mitad de la novela trata de sus derivas, sus trabajos mal pagos, sus viviendas precarias, sus complicidades frágiles, en definitiva, su modo de transitar una senda paralela y un poco oculta, para el sector social de donde provenía. Lo extraño, lo singular de esta existencia es que no lo ha hecho perder su sensibilidad, si no, por el contrario, adquirir una nueva y mucho más aguda. Esto es: un modo de ver sin ser visto.
Los diversos puntos de vista que adopta el relato parecen señalar los dobleces propios de cualquier biografía, el modo en que anudamos ciertos hechos a una verdad que para otros es inconcebible. No es fácil comprender qué opción es la mejor, quién sufre más, quién necesita ser protegido. La naturaleza secreta de las cosas no está en un solo lugar, como si dijéramos, escondido en el sótano de la calle Garay. Esta en muchos sótanos y muchas terrazas. En cuartos de hoteles baratos, en departamentos compartidos, en obras en construcción, en estacionamientos, en galerías de arte, en bares casi desiertos, en salas de teatro. Pero ninguno de estos lugares alcanza para mostrarla del todo. Aun así, el enorme friso de ficciones que construye Patricio Pron en este libro, lo intenta: se despliega en toda su magnitud solo para decir que en este gran rompecabezas las piezas no encajan.