Era 1999. Era un Tirsa, el micro de la pyme familiar de los Strano, volviendo a Rosario. Buenos Aires Rosario. Rosario Buenos Aires. Viajaba todos los días y me repetían las películas y los choferes. Viajaba por trabajo. Los restos de un trabajo que desaparecía. De la repetición surge el aprendizaje de la verdad y de la decepción que se esconden en el error: a veces manipulado, otras, malentendido, o el más común error puro que tanto le gustaba a Chéjov: esos raros peinados nuevos, alocarse, otra música, un cliente de grandes promesas, un amor casual, un trato rápido. Cosas así provocan errores cuando se está cansado o triste, o las dos cosas. Esos días se nos habían agotado las pilas del walkman. A todos. Era 1999. El Tirsa era de clase económica, un micro de laburantes que iba a quebrar pronto y como en “París, Texas”, el silencio de la ruta ensordecía con la desaparición de industrias y camiones, o acaso los pasajeros de esos coches ya fuéramos fantasmas.
Me acerqué al chofer. No me venía el sueño. Había una tarea que no me permitía dormir. Tenía un papel que leer y otro para escribir. Ese horario bisagra de las 3 AM y le dije al conductor:
-- Buenas noches señor, ¿si no es mucha molestia, podríamos escuchar mi casette de Bill Evans en el estéreo del coche?
--¿Acá... en la cabina? El hombre abrió grandes los ojos como si lo interpelara un loco.
--... le puedo cebar mates --balbuceé.
Y se ve que el tipo tenía sueño o curiosidad porque aceptó. Era el casette del Concierto en vivo de Tokio, 1973. Ahora era 1999, en un Tirsa rumbo a Rosario una madrugada fría de agosto. Cambié la yerba, del paquete salió un polvo que en lo oscuro tenía más palos que el puerto de Zama. Pero eso era todo, una ruta vacía, un pasaje dormido, Bill Evans en Tokio, y el viaje repetido alrededor de la derrota.
--No vaya a tomar el café de la máquina --dijo el chofer.
--Ya tomé...
--Ah bueno... era de antes de ayer. Lo preparé en un regreso de Salta, el martes.
--Pero hoy es viernes...
--Ah sí... entonces son tres días.
Cuando llegamos a Bollinas [el tema musical], un pueblo al norte de California, el conductor dijo:
--Oiga, esto no parece una música.
Entonces se hizo el mismo silencio del concierto, esa pausa inconfundible de Evans hasta que llega el golpe de rubí: esas medias notas alargando el mapa del pentagrama, una cosa de sonido que pocos músicos saben, seminotas, no están escritas, perdón... no están dibujadas pero él las agregaba y suenan, existen y además, quizás, son lo más exquisito de su estilo, esa especie de alargamiento del sonido, estirar a Debussy hasta Michel Legrand o hacer un “Esta tarde vi llover” de seis minutos. Y mientras, nosotros llegando a Campana o a Zárate. Había bruma en el puente a lo lejos.
--Parece una lluvia --dijo el chofer.
Una lluvia fina o triste, suave, dulce, más bien como el agua de la intemperie, escribí yo en mi primer celular marca Ericsson. Pero yo sabía lo que el hombre iba a decir después. Yo sabía lo que este involuntario envenenador de pasajeros con café diría dentro de diez acordes o cien kilómetros. Llegando a Ramallo él diría:
--Pero mire, no tanto como una lluvia...
Y yo anotaba: no tanto de la lluvia como de la intemperie de vivir o de seguir mojado y desnudo al aguacero. Y ya pegando una calada a la bombilla, justo frente al monolito que recordaba a Carlitos Menem Jr., agregué otro sintagma: como la de seguir viviendo.
Y un rato después, más allá del adagietto y de esos miles de japoneses que en silencio ritual escucharon por única vez en vivo a Bill Evans y se rompieron las manos aplaudiéndolo al final de Bollinas, ya en la parada de San Nicolás, donde por cierto, casualmente, Bill Evans dio en 1979 su último show en la Argentina, en el Teatro Rafael Aguiar, ante doscientas personas y cuando esa noche llegó enclenque al piano, caminando como un robot y dijo “I´mverysick...” y lo escuchamos nítido desde la primera fila, y ya sabíamos que le inyectaban cortisona en las manos para que pudiera mover los dedos, justo en el momento en que ahora, en 1999, el conductor bajó a desaguar en el parador nicoleño, y allí, justo allí y entonces... ¿cuándo entonces?, yo miré mi telegrama de despido y escribí el remate:
--Sí, dije, alrededor de la derrota, y lo dije echándome
vapor en las manos, parece una música para seguir viviendo después del llanto, o
para que escuche Dios los días que está triste, que deben ser muchos.