Cuando se habla de Buenos Aires, la provincia, se piensa en una tierra enorme que podría seguir y seguir si no fuera por líneas medio que arbitrarias que ahí andan en el mapa. De donde el asombro de saber que en tiempos de la Patria vieja, Buenos Aires era chiquita y Tucumán enorme. La provincia española y la apenas independiente llegaba al río Salado y se quedaba sin ganas un rato antes de lo que hoy es Lezama, con lo que pescar en las lagunas era un albur de encontrarte con hombres de pelea.
El desinterés era bastante mutuo, porque el Imperio Español se había detenido, al norte como al sur, donde empiezan las grandes llanuras americanas, que es también donde empieza el frío. La Corona había enriquecido y vivido tres siglos de la bonanza caribeña, de los grandes imperios inca y mexica, de los minerales preciosos, de los mercados cautivos. Y no le había dado bola a los aborígenes bravos y nómades.
Lo que les había dado, sin querer, eran caballos. Y vacas.
Quien diga que nuestros paisanos los indios eran brutos e incapaces de adaptarse, que piense en este dato. La primera Buenos Aires fracasa y los españoles se escapan con lo puesto. Quedan, sueltos por ahí entre los pastos, los primeros pingos y las primeras vacas que vieron estas pampas. Garay vuelve, en 1580, dos generaciones después, y se encuentra en otro planeta. Donde los españoles traían anotado indígenas que corrían por ahí, se les aparecen hombres de lanza, jinetes expertos armados de tacuaras que viajan constantamente en busca de pasturas para sus infinitos ganados.
Estos indios resultan también muy, pero muy buenos en hacer la guerra, con lo que el Imperio se conforma con tenerlos al sur de la línea Buenos Aires-Mendoza, para proteger las rutas internas de la colonia. El resto se va llevando con el pecho, una mezcla de incursiones y tratados, coimas y subsidios, que mal que mal mantiene la paz. Al final, la única utilidad de esos campos inmensos es la exportación de cueros, tarea simple que consistía en salir a cazar vacas, cuerearlas y dejar el resto a los caranchos.
Con lo que la estancia colonial le hace honor al nombre, es una escala organizativa para las cacerías y un centro de concentración de la mercadería para mandarla al puerto. El negocio, para la época, es enorme, con 1.400.000 cueros exportados por año a fines del 1700. Los empresarios descubren que ni hace falta tener tierra propia, basta arreglar con los caciques un peaje para entrar a cazar al sur del Salado o simplemente integrarlos a la empresa como proveedores de cueros.
Esto empieza a cambiar en tiempos de Martín Rodríguez, el flaco del retrato, que era el gobernador asumido en 1820 cuando las Provincias Unidas ya no estaban tan unidas y la provincia iba por la libre. Rodríguez sabe del tema y ve que el nuevo negocio pasa del cuero y de la grasa, usada más que nada para hacer velas de un olor indecible, y se asoma por fin a la carne. Los primeros saladeros encuentran un mercado enorme en Brasil y Cuba, y luego en Estados Unidos, donde el charque es base del alimento de los esclavos.
La estancia se complica, porque ahora hace falta llevar las vacas a una base estable donde faenarlas, rescatar el cuero y la grasa, fraccionar la carne y salarla. Tampoco da lo mismo cualquier vaca, como antes, porque ahora el animal más gordo rinde más, y el charque se vende por barril, que hay que llenarlo. En resumen, empieza a hacer falta más tierra y más seguridad, para criar y procesar en paz los animales.
Rodríguez comienza una política de expediciones y fundación de guardias y fortines que arranca en 1822, cuando llegan a las márgenes del río Chapaleufú. En 1823 sale otra columna desde la Guardia de San Miguel de Monte que llega sin novedad hasta Tandil y funda el Fuerte Independencia. Y para 1824 se planea otro fuerte en la Sierra de la Ventana, una marcha que resultó de lo más movida para las tropas.
El que piense que una expedición por año y un fuerte por año no es un ritmo muy impresionante, tiene razón. La clave es que Buenos Aires ya no tenía tantas tropas, por la cantidad que se había ido a combatir en la Guerra de Independencia y andaba por otros rumbos al mando de Sucre y Bolívar. Formar una columna militar disciplinada y profesional no era fácil. Con lo que Rodríguez, inspirado, decidió cobrarse una deuda externa en gente de uniforme, más sus familias.
El caudillo entrerriano Francisco Ramírez había muerto y le había dejado a la provincia una carga pública incómoda, los regimientos de Coraceros y de Húsares de la Muerte, muy profesionales y sin mucho en qué ocuparse al momento. La provincia le debía diez mil pesos a Buenos Aires, que consideraba más que nulas las chances de volver a ver esa cifra, por entonces importante. Con lo que Rodríguez mandó a Juan García del Cossio a ver si Entre Ríos quería pagarla con los dos regimientos.
El 9 de noviembre de 1823 se firmó en Concepción del Uruguay un contrato por el cual Buenos Aires se llevaba "doscientos Dragones, con sus mujeres e hijos, Gefes, Oficiales, armas y monturas", a cambio de treinta mil pesos. El pago era en cuotas, con diez mil pesos al contado, otros diez mil al año calendario y el resto cancelando la deuda provincial. Buen negocio para los entrerrianos, que cobraban y pagaban a la vez, y se sacaban el gasto militar de encima. Buenos Aires le reconocía rangos y antigüedades a los milicos, y se hacía cargo de sueldos y pensiones. Ahí fueron los coraceros para el sur bonaerense, tierra incógnita para ellos.
A todo esto, los lonkos de la frontera estaban preocupados, porque veían un esfuerzo coordinado de mover la frontera al sur. Toda la línea recibió la orden de estar alertas, patrullar, informar de qué hacía el huinca y dar la alarma. Con lo que la expedición de 1824 se puso picante apenas la vieron venir. Los entrerrianos y los bonaerenses avanzaron despacio, en campos medio anegados llenos de vizcacheras invisibles. Las caballadas se dispersaban entre el agua y los pajonales, y los indios siempre estaban ahí, en los flancos y adelante, pero sin entrar en combate. Era la "guerra del vacío", que te va poniendo nervioso y te hace equivocar.
Llegando a la Sierra de la Ventana, los indios amagaron un ataque y el coronel Martín Pueyrredón recibió la orden del gobernador de salirles con cien entrerrianos. Los indios se dispersaron sin combatir, pero al rato volvieron a repetir el amague. Los huincas andaban preocupados, porque era como si el enemigo quisiera distraerlos por algo que ellos no podían ver y no llegaba. Hasta que llegó y fue una tormenta monstruosa, de rachas de polvo. Los indios cargaron en medio de la confusión y los blancos se dispersaron en la confusión. Sólo el batallón de Colorados de las Conchas y algunos Húsares mantuvieron la formación y al final salvaron el día.
Los mapuches tuvieron algunas bajas, pero le birlaron la remonta al enemigo y efectivamente le cerraron el paso. La columna dio la vuelta para volver a Tandil en un frío repentino y terrible. Primero se comieron las pocas vacas que habían salvado y después quemaron las carretas para asar los bueyes que las tiraban. Cada noche, escribió Pueyrredón, se morían de frío o tosiendo unos diez soldados. La columna llegó al fortín raleada y dando pena.
Para ese entonces, a Rodríguez le había llegado el parte de que ya no mandaba porque la Legislatura lo había reemplazado por Juan Gregorio de Las Heras. Los regimientos de la provincia volvieron a sus bases. De los entrerrianos no se habló más. Es leyenda que unos cuantos se quedaron a vivir en Tandil, como civiles o reenganchados en la tropa local. Un documento amarillento habla del coronel Narciso del Valle, entrerriano, prestando servicios en el fortín.
Buenos Aires nunca pagó la segunda cuota de la compra de los regimientos.