El demorado fallecimiento de Henry Kissinger (foto) ("bad people live longer," reza un conocido aforismo en Estados Unidos), sin dudas uno de los mayores criminales de guerra de la segunda mitad del siglo veinte, ha puesto de relieve duplicidad ética del imperio, tanto del hegemón como de sus vasallos, y de la prensa occidental que lo han exaltado como un gran estadista y un consumado geoestratega. Lo primero no es cierto porque quien no puede, o no quiere, discernir entre el bien y el mal o entre la ley y el crimen no merece ser llamado un estadista. El vocablo le queda grande. Podrá ser un personaje muy poderoso, dirigir, desde las sombras o a plena luz del día, un estado, pero jamás merecerá ser exaltado a la condición de estadista por lo menos entre aquellos que, inspirados en las enseñanzas de la filosofía política clásica ateniense, seguimos postulando la imprescindible unidad entre el poder, el saber y la moral.
Pero como analista y protagonista de las artes de la geopolítica Kissinger fue un consumado “realista” en el siempre resbaladizo terreno de las relaciones internacionales. Es decir, tenía una capacidad de leer las tensiones que las surcaban pero también las oportunidades que aparecían en los más diversos escenarios de lucha, a todo lo cual añadía una infrecuente sensibilidad para percibir el influjo de las corrientes históricas profundas sobre las cuales se montaban los conflictos del presente. Claro que ese “realismo” estuvo invariablemente puesto al servicio de un objetivo supremo y no negociable: afianzar y, de ser posible, acrecentar la dominación de Estados Unidos sobre un orden mundial esencialmente injusto, destructor del medio ambiente y violatorio a escala masiva de los derechos humanos y la democracia. Por eso decíamos en un breve posteo del día de ayer que cuando moría este tipo de personajes le cabía lo que aconsejaba Mario Benedetti: un “obituario con hurras.”
Kissinger fue, como decíamos al comienzo de esta breve nota, uno de los mayores criminales de guerra, pese a lo cual en 1973 fue galardonado nada menos que con el, ya desprestigiado, Premio Nobel de la Paz que le fuera concedido por su papel en lograr …. ¡que se prolongara la guerra de Vietnam durante dos años más!, condenando a centeneres de miles de vietnamitas a pagar con su vida la insaciable voluntad de dominio del por entonces Secretario de Estado del bribón de Richard Nixon. Esto para no hablar de su papel en los cuatro años anteriores cuando alentó la intensificación de los bombardeos de Estados Unidos para aplastar la resistencia vietnamita, aún apelando al uso de armas químicas, el agente naranja, el napalm y cuantas atrocidades fuesen necesarias no sólo en Vietnam sino en la vecina Cambodia también.
Pese a sus siniestros antecedentes, ni bien ocurrió su deceso los grandes medios de Estados Unidos y Occidente se apresuraron a exaltar su figura. En su página digital el Washington Post escribió que: "Henry Kissinger muere a los 100 años. El destacado estadista y académico tenía un poder sin precedentes sobre la política exterior". Estadista y académico, ¡nada que ver con los crímenes que promovió o convalidó durante largos años, antes y después de ser Secretario de Estado de Richard Nixon y Gerald Ford! A su vez, la portada del New York Times describía a Kissinger como un "erudito convertido en diplomático que diseñó la apertura de Estados Unidos a China, negoció su salida de Vietnam y utilizó la astucia, la ambición y el intelecto para rehacer las relaciones de poder de Estados Unidos con la Unión Soviética en la época de la Guerra Fría, a veces pisoteando los valores democráticos para conseguirlo". En este caso el diario neoyorquino tuvo la honradez de puntualizar que Kissinger no dudó un instante en pisotear los valores democráticos cada vez que éstos se interponían en el gran diseño de la política exterior de Estados Unidos. En América latina sabemos muy bien el apoyo que este personaje brindó a las nefastas dictaduras del Cono Sur y a las torturas, desapariciones y asesinatos en masa del Plan Cóndor urdido por Washington con la explícita bendición de Kissinger. Su obsesión por el poder, un potente afrodisíaco tal cual él lo mencionara en más de una ocasión, lo llevó proponer nada menos que “aplastar a Castro” según revelan documentos desclasificados del Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos.
El motivo de esta renovada inquina fue la ayuda militar que Cuba le proporcionó a Angola, en 1975 y a pedido de este gobierno, para contener y finalmente derrotar a las fuerzas desestabilizadoras del gobierno socialista de Agostinho Neto que respondían a las órdenes del régimen racista sudafricano y la Casa Blanca. La propuesta de Kisinger a Ford contemplaba una invasión y ataque de espectro completo en contra de Cuba: bombardeos aéreos, movilización de todas las reservas en la base de Guantánamo así como atentados terroristas y finalmente invasión de marines. El plan fue abortado por la inesperada victoria de Jimmy Carter en las elecciones presidenciales de 1976. Pero la iniciativa de Kissinger ratifica por enésima vez su condición de protagonista inescrupuloso en el tablero geopolítico mundial. Un hombre que abandonó este mundo gozando de total impunidad y rodeado de inmerecidos honores pese al tendal de centenares de miles de muertos provocados por sus expertos consejos a sucesivos gobiernos de Estados Unidos.