“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
J. M. Serrat, “Sinceramente tuyo”.
“A veces es triste la verdad, y espero que tenga remedio”.
Autor anónimo, aunque podría ser yo mismo.
Querido lectore de mi tricúspide (que no pienso vender, por más mercado de órganos que se abra):
Quizás estos tiempos que se avecinan y entran sin tocar el timbre sean buenos para las autocríticas. Algo de eso me fue sugerido en los comentarios de la columna del pasado sábado, "Perdimos". Si bien agradezco las siempre aportantes e imprescindibles sugerencias de los lectores, esta vez les voy a hacer caso, y por mi propia decisión. Si no, sería una “autocrítica importada (hecha por otro)”, y no da el presupuesto para andar importando nada.
Digo, entonces, que sí son buenos tiempos para autocriticarse. Además, pienso ser sincero conmigo mismo (si me miento, me voy a dar cuenta) y a la vez piadoso (porque, si me pego, me la devuelvo y me duele dos veces).
Además, parecería que se asoman momentos con más emoción que política, y debo reconocer –y acá empieza mi autocrítica– que siempre creí que las decisiones amorosas tienen que ver con lo emocional, y las políticas con lo racional. Cuando voy “a contramano” y veo tanta gente “armar (o quedarse en) pareja por conveniencia”, y votar “por odio, amor, o bronca”, mi neurona me pide tregua. De modo que revisaré algunas de mis erratas:
No percibí ciertos cambios y otras permanencias. Jamás pensé que nuestro querido país votaría mayoritariamente una fórmula presidencial donde uno de sus candidatos reniega de la dictadura militar y chicanea con el número de desaparecidos (quizás para evitar que aparezca el horror que implican las desapariciones en sí y los desaparecedores impunes).
Pero resulta que, más allá de los “negadores seriales”, gran parte de los votantes –quizá por edad, o mucho más probablemente por mala transmisión cultural–, percibe a la dictadura y sus acciones como algo lejano, como algo que ya pasó. No es que lo nieguen, pero tal vez crean que fue simultánea a los tiempos jurásicos, y entonces no está en su agenda “el peligro de los valores de la dictadura” a la hora de votar.
Leí poco, estos últimos tiempos. Cuando era niño, a inicios de los '60, había una revista-libro, Pepín Cascarón, probablemente inspirada en Humpty Dumpty. Pepín era “un huevo con cara” que tenía un hijo llamado “Cascarín”. En esa revista-libro había tres tipos de cuentos: “para ser leído a los niños”, “para ser narrado a los niños” y “para el lectorcito novel”. ¡Ese era yo, ávido de leer cuanto relato, revista, libro cayera en mis manos! Pero reconozco que, en los últimos tiempos, la tele –y sobre todo la compu– un poco me ganaron. Y entonces, el algoritmo empieza a seleccionar cosas afines a las que vos elegís, y te empezás a creer que el mundo coincide con tu percepción del mundo. Además, disculpen, los libros, aunque no estén de moda, siguen ofreciendo una reflexión más profunda y una interlocución más esencial, al menos a mi gusto. Pues bien, queridos libros, ¡volveremos!
No le hice caso a mi desilusión. Desde hace ya largo rato me defino como “un desilusionado”, entendiendo la ilusión como “la visión deformada de las cosas” (así la definen los psiquiatras). La desilusión te quita la esperanza y les pasa una motosierra (perdón) a las utopías, pero te deja con lo que realmente tenés. Y de ahí en más, podés crecer.
Quiero ser honesto: al desilusionado que yo era en el 2001, hubo un señor y una señora (ambos fueron presidentes) que lo convidaron a volver a ilusionarse. Y acepté la invitación. Y se lo agradezco, a ambos, hasta el último día. Peeeero... (esto es pero-nismo) fue ella misma quien me y nos lo advirtió: “Muchachos, ya di todo, les toca a ustedes”.
Entonces, habrá que hacer “con lo que hay”, con más razón y corazón que esperanza.
Demasiado conciliador. En 2015 voté (y volvería a hacerlo) a Daniel Scioli para que no ganara Macri. En 2019 voté (y volvería a hacerlo) a Alberto Fernández para que no ganara Macri. En 2023, voté, y volvería a hacerlo, a Sergio Massa, por varios motivos, pero fundamentalmente para que no ganara Macri (o alguien que estuviera apadrinado por él). Creo que al único que no votaría para que no gane Macri es al propio Macri (aunque, con esto de la clonación, Maurífice podría ser "los dos candidatos”, en algún cuento distópico).
Ningún médico me recomendó una dieta a base de sapo, y debo reconocer –lo dijimos con Daniel Paz– que estas últimas semanas el sapo se nos había vuelto príncipe (alguien lo habrá besado). Quizás fui demasiado conciliador, en el sentido de “pedir demasiado poco por mi voto”. Me autocritico, y volvería a hacerlo.
Tecnología versus Calle. Creí y sigo creyendo que la discusión política, el debate, es entre personas, y es “en la calle, en las casas, en los bares, en las marchas”, en los lugares donde ves al otro, y la otra te ve. Pero pensé que esa era la manera de ganar las elecciones. No lo es.
Los cambios “rápidos y furiosos” de la hora circulan mucho más por las redes, por lo virtual, que por “la realidad real”. Igualmente, sigo militando el café, el abrazo, el encuentro y el choripán light, y la maravillosa micromilitancia que estuvo al borde de hacer posible lo imposible.
Traté de “pertenecer” (de no estar a contramano). Una vez comencé un psicoanálisis contándole un chiste a mi analista (no era el Lic. A., sino el Dr. Z.): "Un tipo va en auto por la autopista. En eso, suena un megáfono: '¡Atención, hay un auto a contramano!', y dice el tipo: '¡Uno no, son 10 mil!'".
La costumbre de estar “incluido afuera”, o de creer en el axioma “dado un grupo, yo no pertenezco a ese grupo”, o, como dijo Groucho, “No sería socio de un club que aceptara miembros como yo”, es casi una marca personal. Peeero, como a todos y todas, pertenecer "parece" que te protege, que te cuida. A veces, es así. Otras, uno se deja llevar porque “pertenecer tiene sus privilegios”, pero justamente, cuando son privilegios, y no derechos, terminan por no funcionar. Al menos, para mí.
Derechos y necesidades. Creo y voy a seguir creyendo que “donde hay una necesidad, hay un derecho”, peeero... eso funciona cuando el derecho se relaciona con esa misma necesidad. Y cuando es para todos. Quiero decir: si hay un millón de personas con la necesidad de comer, y se les amplían sus derechos con “ir al cine” (hermosa actividad, si uno ya comió), y además las entradas no son para todos, es probable que muchos y muchas se sientan excluidas, y hasta agredidos. Y tendrán razón.
Olvidar que “el pueblo nunca se equivoca”. Me resulta difícil esta autocrítica. Estoy convencido de que casi todas las personas buscan/mos cierta felicidad, y que “ya que yo no soy feliz, me alcanza con que vos tampoco lo seas”, y el odio de quien no tiene ninguna galletita hacia quien tiene una no es un sentimiento mayoritario. Entonces, la tristeza por el resultado del 19/11 recayó en “estamos todos locos, nos chiflamos, se equivocó la palomaaaa”, y tantas explicaciones, unas más progres que otras, pero que tapan la realidad. Y la realidad es que “la sociedad eligió otro camino, quizás más intrincado, más difícil, quizás el opuesto al que elegí yo”. Y quizás nos haga daño (espero que no, claro, pero…). Me cabe una aceptación del resultado, y, como decía Perón, “desensillar hasta que aclare” ( eso sí, espero que aclare pronto).
Tengo más autocríticas, pero ¿no será mucho, almirante?
Sugiero acompañar esta columna con el video “La resistencia (parodia)” de Rudy-Sanz.