En el prefacio de Song Offerings, su traducción de Rabindranath Tagore, el poeta irlandés y también Premio Nobel William Butler Yeats lo describe como “el primer santo hindú que no ha rehusado vivir, que ha hablado desde la Vida misma, y por eso lo amamos”. La joven Victoria Ocampo, que sintió la fascinación del libro y se volvió su devota, durante el paso de Tagore por Argentina le dio refugio en una quinta familiar donde lo visitó a diario durante tres meses en los que anudaron un vínculo espiritual sin mella. Era acaso la primera vez que alguien proveniente del por entonces dominio colonial británico pisaba suelo argentino.

Sin embargo, la India había conocido la presencia de argentinos en peregrinación, como Ernesto Quesada, que dejó una crónica de un viaje realizado en 1889 y Ricardo Güiraldes, que hacia 1911 recorrió el país en busca de la espiritualidad prometida por los textos de Madame Blavatsky que eran furor en Francia, donde el futuro autor de Don Segundo Sombra dilapidaba por entonces la fortuna familiar. Ese viaje, y el flechazo con Adelina del Carril, a quien había conocido de chico, serían dos momentos cruciales en la vida del gaucho de Areco. Tras la publicación del libro que labraría su fama, la pareja decidió emprender un viaje al país del Buda para profundizar aquella experiencia: no pudo ser. Afectado por una antigua dolencia, Güiraldes falleció en las vísperas. Desgarrada, transida de tristeza, una década más tarde Adelina marchó sola hacia el antiguo lugar de peregrinación en busca de las fuentes de lo que su Ricardo llamaba El Sendero.

Casi sin medios de subsistencia, apenas unas remesas que la familia le enviaba en cuentagotas, Adelina se integró en Bangalore al ashram de Ramakrishna, el gurú sobre quien había expuesto en el Congreso sobre las Religiones de Calcuta -el motivo prosaico, una mera excusa, de su viaje- en el ‘37. Durante los 14 años que vivió en la India Adelina tradujo también el Bhagavad Gita y varios libros de Vivekananda y de Krishnamurti, cuya visita a la Argentina propiciará. En el extraordinario relato Los recuerdos vivos, José Rivarola narra las vicisitudes de su vida a través del diálogo con Ramachandra Gowda, extraño personaje que se hará cargo de la herencia intelectual de Güiraldes por mandato de aquella a la que en la India llamaban Mamita.

Cuando murió su hermano -la noticia le llegó con meses de retraso- Adelina estaba desconsolada. Decidió visitar a Ramana Maharishi, uno de los más influyentes maestros de entonces, en cuyo ashram vivió durante tres meses junto a Ramachandra. Al ver al gurú el niño tuvo una convulsión: la vía mística se abría paso en su vida. Replicaba el choque que Ramana había producido en Adelina: “la primera vez que lo vi venía caminando con su bastón hacia mí, me temblaron las rodillas y fui a parar al piso, y echada boca abajo me prendí de sus tobillos y lloré con toda mi alma”.

Una segunda visita a Maharishi es narrada por Juan Marín, periodista chileno amigo de los Güiraldes, que dejaría una saga de libros sobre sus viajes a Oriente: “El gran místico no habla, se muestra simplemente reclinado contra una tarima -completamente desnudo, salvo un taparrabo, que es su única prenda de vestir en invierno y en verano- y en torno a él, en cuclillas sobre el suelo, toman colocación los fieles venidos de todas partes de la India y del mundo”. De nuevo, Ramachandra cayó a sus pies derramando lágrimas; el gurú, a quien había visto años antes, le preguntó si seguía estudiando el Vedanta.

Pero no todo era espiritualidad en la vida de Bangalore. Según Rivarola, la mujer que la asistía -no se pierden los viejos hábitos señoriales así nomás- refiere que Mamita esta muy involucrada en el movimiento de emancipación inspirado por Gandhi y conducido por el Pandit Nehru. “Nos reuníamos en su casa a escuchar la radio, tenía una Philco muy grande y nos poníamos al corriente de los sucesos y las manifestaciones, pero ella debía ser muy discreta, porque era extranjera y hubiera sido un golpe muy duro si la expulsaban del país”. “Mamita era la única blanca que vivía entre nosotros, y ello nos llenaba de orgullo y admiración”. (...) “La noche del 14 de agosto de 1947 escuchamos juntos el discurso de Nehru y salimos a festejarlo a la calle. Fue un gran día, toda la India estaba afuera levantando los brazos de triunfo. Puedo ver a Mamita ahora en ese pasado, girando en la calle en una danza, con los ojos cerrados de alegría”. “Ahí estaba toda la patota”, narra Ramachandra a Rivarola. “Como cinco o seis swamis de los mayores, Brahmacharis de la camada de Shivananda, más los civiles, Ramachandra, Soughbaya, algunos parientes, mi mamá, mi papá” -que, víctima de la tortura, había perdido la razón. “La voz de Nehru decía: A la medianoche, mientras el mundo duerme, la India despertará a la vida y la libertad”. Todos los monjes de túnica rosada acercaron al mismo tiempo las cabezas a la radio y las lágrimas bajaban tranquilamente por las mejillas. Mamita moqueaba, sorbía las lágrimas, Chane Gowda -su padre- se iluminaba feliz”.

Desde hacía dos décadas Nehru presidía el Congreso Nacional Indio. Había sufrido la cárcel, donde adoptó la estrategia de la resistencia pasiva de Gandhi que en el llamado a la desobediencia civil acabó derrotando la ocupación inglesa. Aunque no solo el pacifismo hizo su laboreo: el mismísimo Sri Aurobindo iniciaba por entonces en Bengala las guerrillas independentistas. “Los chicos estábamos locos, teníamos nueve o diez años y salíamos a la calle a gritar contra los ingleses hasta que venían los soldados y nos corrían a palos. Ahí lo tenés muy clarito en el cuento Jai Hind, de Mamita. Yo conocía a ese muchacho, murió de tanto palo que le metieron. Tuvo un funeral apoteósico”.

De la mano de su madre adoptiva Ramachandra fue conducido en peregrinación hacia otro gurú que cobraría gran fama en Occidente: Sai Baba. El primer encuentro es descrito en el diario personal de Adelina: “A mi lado estaba un joven flaco con cara de niño vestido con una túnica larga con el pelo hasta el cuello, sumamente rizado, que aureolaba su cabeza. El Swami me indica mi asiento junto a él. Estoy llena de asombro: creía haber ido a conocer a un viejo venerable y es casi un niño lo que tengo ante mis ojos. Habla en kannada, que no entiendo, pero me traducen. “Sudamérica, Misión Ramakrishna”, dicen, y mi nombre. Mira de reojo. Mis conceptos parecen complacerlo. Alguien dice. ¿Por qué no le muestra sus poderes a mi amiga? “Señora, ¿quiere un poco de vibhuti?”. Levantó la mano, hizo su habitual gesto de giro y su manita se llenó de vibhuti. Tomó un pellizco y lo puso entre mis cejas y me dio el resto diciéndome que lo conservara. Seguimos hablando y me dijo “Estás llena de bienaventuranza y tu corazón está lleno de Dios”. Volvió a levantar la mano, hizo su gesto de rotación en el aire y allí estaba una pequeña imagen plateada de Krishna de niño. “Por eso te doy esta imagen”.

Sai Baba le cuenta que desde que nació sabía quién era y los poderes que poseía pero no lo demostró hasta los 16 años. “Esta vez he venido al mundo para sanar a los enfermos y llevar a los malvados al camino de Dios”. Al poco tiempo Adelina fue invitada nuevamente. “Todos los ojos estaban centrados en el Swami. De repente veo su frente cubierta de vibhuti con una gruesa tira de kum kum rojo, sin que él se haya llevado las manos a la frente. Sus labios se mueven como si murmurara una oración y su mano derecha hace un ligero gesto de flexión. Al rato vienen a llamarme de su parte. “¡Estoy muy feliz de que hayas venido, Mamita! ¿Es este tu hijo? (refiriéndose a Ramachandra). Lo bendice diciéndome “no temas nada por él, tiene un buen futuro”. Desde entonces lo he visto a menudo. Un día ha venido a mi casa.

Durante años Adelina y Sai Baba cruzaron correspondencia. “Queridos Mameetha y Ramu: Estés donde estés y seas lo que seas, en tus momentos de sufrimiento y de alegría por igual, piensas en mí, lo sé. Sabéis también que siempre estoy con vosotros como la vida de vuestras vidas. Conozco los sufrimientos que soportan, no por ningún pecado o error de su parte, sino por la inhumanidad de la humanidad entre quienes viven. A quienes amo les hago recorrer, para llegar a mí, el camino del sufrimiento”. El Swami le indica que pase por Francia donde estaba el amigo de Adelina, Siddheswarananda, que había fundado un culto de Ramakrishna en las afueras de París, donde junto a Ramachandra pasaron dos meses antes de su retorno a la Argentina. Era 1951. En el trayecto de Ezeiza a Buenos Aires, los carteles con la leyenda “Perón cumple, Evita dignifica” narraban una Argentina que había cambiado para siempre. “Antes de pasar por las puertas de embarque Mamita empezó a llorar en silencio muchas lágrimas; me abrazó y me dio un beso en la frente”, refiere Ramachandra.

Antes de volver a Areco, mientras eran agasajados por la alta sociedad porteña, tuvieron noticias infaustas. Swami Vijoyananda corrió a advertirles que se fueran del lujoso hotel donde estaba hospedados: la fortuna de los Güiraldes se había desvanecido. Se establecieron por un tiempo en el Ashram de Ramakrishna, en Bella Vista, fundado en 1932 por el Swami a solicitud de círculos argentinos deseosos de conocer el Vedanta y seguir las prescripciones de Ramakrishna.

Ramachandra regresó a la India tras la muerte de su padre, se instaló en Epuyén donde se incendió su chalet y se esfumaron 8 baúles de manuscritos inéditos de Güiraldes a excepción de lo que había en la bóveda de un banco. Las dificultades materiales lo llevaron a venderlos en subasta, entre ellos la primera edición de lujo de Ulysses, financiado por Güiraldes. Su trabajo consistió en publicar algunos inéditos, excluidos de las Completas. Editó Semblanza de nuestro país, Cuadernos con memoria, Así pensó Ricardo Güiraldes, Así pensó José Hernández, Así pensó Adelina del Carril en su editorial Mapu-Shrada, de Epuyén. Guerra, violencia y dignidad fue el único libro de su autoría.