"…después seguía leyendo y,/ cuando cedía un poco al sueño, veía en/ sueños precisamente la misma cuestión, de/ modo que la solución de muchos problemas/ se me presentó mientras dormía". Avicena.

Dice una leyenda que el 20 de Junio del 1037, dos noches antes de su muerte, en una de las pausas del dolor, Avicena, o Abū ‘Alī al-Husayn ibn ‘Abd Allāh ibn Sĩnã, soñó con llegar ante las puertas del paraíso donde el Dios único e indivisible le mostró en la figura de los justos aquel error de definición en el que creía no estar perdido. Desde el umbral, Avicena vio que el paraíso estaba dividido en siete jardines donde se regocijaban los justos. De lo alto de esos jardines, que el capricho del sueño cambiaba a cumbres inalcanzables o a infinitas terrazas, se deslizaba un balance perfecto sobre los cuatro elementos que forman el universo. La tierra, el aire, el agua y el fuego estaban diferenciados entre sí pero al mismo tiempo eran una sola cosa. Los justos bien podrían usar aquella lluvia de fuego para bañarse o comer terrones que eran refinados banquetes. Avicena no distinguió signos de malestar en esos rostros. Si en ellos una pequeña mueca se formaba por la vehemencia de un deseo o un anhelo, esta era borrada por la satisfacción inmediata. El espacio y el tiempo tampoco tenían unidades de medida al no existir en el paraíso la noción de movimiento, salvo el giro en espiral permanente que sostenía unidos a los cuatro elementos. La voluntad misma de Dios parecía influir en ese espiral.

-Tal como ves y piensas Avicena -lo interrumpió con voz nítida, el justo ubicado en las antípodas del umbral- en el paraíso se puede obtener todo aquello que se desea, a diferencia de la tierra donde solo se puede obtener lo que se busca.

-Igual que en los sueños- contestó Avicena.

-Esa afirmación es en parte falsa porque en el sueño solo es posible cumplir un solo deseo- recitaron a coro todos los justos y, sin esperar la pregunta de Avicena, le explicaron que en el sueño como en la vida, el deseo requiere de una avidez pero también de un trabajo para calmar esa inquietud. Como en todo sueño donde el discurso es tácito, Avicena entendió que los dichos de los justos eran una invitación a formular el deseo que lo había llevado hasta las puertas del paraíso, pero el dolor mitigado comenzó a elevarse y lo empujó fuera del umbral. Los justos se apresuraron mediante imágenes susurradas en los oídos de Avicena e intentaron calmar el dolor que sentía desde hacía meses, poco después de iniciar la expedición a Hamadan. Las imágenes eran bálsamo y eran el recuerdo vivo de cómo se habían sucedido los hechos.

Durante una pausa en este último camino a Hamadan, mientras Avicena disertaba definiendo al alma como esencia interdependiente con el cuerpo y por lo tanto preexistente e inmortal, sintió náuseas, digestión lenta y un malestar en cincha alrededor del epigastrio. No le dio más importancia a la causa que la desmesura del banquete. Esa misma noche al acostarse, mientras hablaba con su biógrafo Abu Obaid Yuzyan, regresaron a su recuerdo los términos del silogismo que lo llevó a poder ofrecer una cura al emir Nuh ibn Mansur, de Bujara. Avicena tenía en esa época 16 años de edad y buscaba completar los estudios de lógica y matemática. Su fama de sabio precoz ya se discutía entre los médicos frustrados del Emir, en cuya biblioteca se albergaban libros del saber antiguo. Si bien Avicena tenía el método de buscar la causa de los efectos en todas las cosas naturales y sabía que un género es la categoría a la que están subordinadas muchas cosas de especie diferente, aún le restaba llenar las jorobas del conocimiento. Dócil a esa férrea voluntad aceptó el pedido de ir en procura de la salud del Emir.

Apenas fue ingresado a la antecámara los médicos le desparramaron todos los datos acerca de la dolencia del Emir. Paciente, Avicena los fue ordenando en cada una de las alforjas de su proceder. Las creencias esotéricas y los entuertos de alquimia aplicados sobre el cuerpo debilitado, los rechazó hacia las arenas. A la mejoría provocada por purgantes y vomitivos le asignó un lugar privilegiado junto a la preocupación por la falla en el juicio del Emir. En el ánfora prioritaria del agua que calma la sed ubicó la falta de inspección minuciosa del físico del enfermo. Habiendo ordenado así su intelecto pidió conocer al Emir a quien primero preguntó por la historia de su padecer y luego por cada una de las relaciones del cuerpo con el entorno. Comprobó cómo la irritabilidad, o humor depresivo junto a dolores articulares sometían las fuerzas del Emir. También el juicio, la memoria y el apetito estaban nublados.

Acostumbrado a explicar el accionar de su examen Avicena dijo:

-El pulso es pleno, rápido y ostenta fuerza. No veo signos de flogosis en las articulaciones. Al palpar y percutir las regiones del abdomen, según describió Galeno, no hay hallazgos negativos. Las facultades del Emir están fatigadas y nubladas según el modo en que operan agentes externos, pero también según otros internos. La turgencia de la piel muestra un balance adecuado de los humores.

-Así es, Avicena, a pesar de la dolencia nuestro regidor no ha perdido el hábito de tomar agua a cada rato- acotó uno de los justos bajo la figura del médico que había solicitado la presencia de Avicena ante el Emir, mientras señalaba al sirviente que entraba a la cámara para ofrecerle una copa llena de agua.

-Señor, no beba de esa copa -sugirió con tono de orden Avicena.

-Porque no habría de usar esta mi copa regalo de un embajador- grito el Emir.

-Porque en ella está la causa de sus males -respondió Avicena- los síntomas que usted padece bien pueden deberse a diferentes orígenes. He sabido de personas con heridas en la cabeza que pierden el juicio, de otros cuyas articulaciones son dominadas por los dolores de la gota y de quienes la pérdida de apetito se debe a un mal de amor o por un tumor. Nada de ello se verifica en usted. Sin embargo, el plomo del cual está hecha la copa en la que bebe diariamente explica cada uno y todos los síntomas. Le sugiero la cambie por esta más sencilla de madera.

-Avicena, mira, aquí están todavía guardados en los baúles, esos libros que supiste leer en la biblioteca del Emir - dijo uno de los justos, mientras los demás sacaron y leyeron en simultáneo a La Metafísica, de Aristóteles, la Geometría de Euclides, el Almagesto de Ptolomeo y luego Los Comentarios de la metafísica de Al-Fārābī, los textos de medicina Ayurvédica y medicina china, hasta lograr que Avicena volviera a escribir sus propios textos empezando por el AL shifa o primer texto enciclopédico, su Al Qanon, su De Anima y cada una de las letras salidas de él.

-En ninguno de mis textos, ni en ninguno de mis silogismos, pude encontrar la cura a mi dolencia como lo hice con el Emir- comentó Avicena.

-Esas hierbas diluidas en agua hervida y conectadas a tus venas son algo ingenioso, sostienen el balance de los cuatro elementos -señalaron Los Justos.

-Como se unen esos cuatro elementos y a ellos el alma es algo que he buscado toda la vida y más ahora -dijo buscando una respuesta Avicena.

-Tu ser ahora es el de la urgencia de los que padecen y no el de los médicos que pueden razonar las causas mediante silogismos-. Escuchado esto Avicena, volvió a sentir el dolor opresivo y la sed inagotable que lo tiraban definitivamente del umbral del paraíso. Sin embargo, Avicena se resistió regresar a la vigilia. En ese duermevelas vio cómo lo veían los justos alejándose hacia el cuerpo moribundo. Entre esas dos imágenes logró tirar una línea de silogismos buscando llegar a la causa primera no causada. La línea llegó hasta el lugar donde se definía la nada y esa nada no tenía más que el propio silogismo que la estaba pensando con cada uno de los sentidos del cuerpo descompuesto. Avicena gritó. Los justos comenzaron a disgregarse en espirales como las constelaciones descritas por Ptolomeo. El paraíso era todas las cosas y ninguna como el espacio por donde pasaban las costuras del cuero de sus libros. Avicena volvió a gritar de dolor y despertó.

Al despertar vio terror en los ojos interrogativos de Yuzyan. Avicena le respondió:

-Yuzyan, este sueño que te voy a dictar ha develado una inquietud. Como sabes no tengo miedo a la muerte ya que he dispuesto donar mis bienes entre los más pobres. Tus ojos ven el miedo a otra cosa. Tal vez el alma no sea inmortal y no perdure más allá de mi último aliento. Ten buen cuidado de cada una de las definiciones y silogismos que te he transmitido pues en esas palabras perdurarán mi ser y, por ende, mi cuerpo.

Nota del editor.

Esta leyenda atribuida sin dudas de forma apócrifa al biógrafo de Avicena Abu Obaid Yuzyan, fue redactada para una revista de la Unesco aparecida en el año 1974. Afortunadamente las Hemerotecas y sitios virtuales adolecen de este ejemplar del cual poseo un facsímil. Gran vindicador del médico y pensador árabe, es mi deber exponer todo escrito que desee manchar por acción u omisión el genio de Avicena. Sugiero que el lector me acompañe leyendo la obra del Príncipe de los médicos y se deleite con su poema acerca del alma.

 

Texto que forma parte de la antología producto de las Segundas Jornadas de Literatura y Medicina llevadas a cabo del 30 de Noviembre al 2 de diciembre del 2023 en la ciudad de Mar del Plata. Las jornadas fueron organizadas por la UN de Mardel Plata.