Aún cuando el gobierno de Néstor Kirchner tomó osadas medidas como la renegociación de la deuda, el mantenimiento del congelamiento tarifario o la reactivación del Consejo del Salario Mínimo, parte del establishment morigeraba sus críticas a su política económica debido a la preocupación que manifestaba el ex presidente sobre lo que se popularizó como “superávit gemelos”, es decir los superávit fiscal y comercial.
En una coyuntura internacional radicalmente distinta, sobre todo a partir de la crisis mundial de 2008, el gobierno de Cristina profundizó las políticas heterodoxas recibidas pero incluyó también el ingreso al déficit fiscal, que a partir de 2009 fue creciendo de forma paulatina hasta alcanzar entre el 1,8 por ciento y 4,0 por ciento del PIB, según las diferentes estimaciones. Una cifra que, de todas formas, lo situaba por debajo de Estados Unidos, Japón, Reino Unido Brasil o España, y en línea con 170 países que utilizaron esa herramienta contracíclica para amortiguar los efectos de la crisis global, sobre 188 medidos por el FMI.
Debido a una mayor regulación del comercio internacional, solo apareció el déficit comercial en el último año de la gestión CFK, pues en 2015 y por primer vez luego de 15 años, se registró un saldo negativo de 2969 millones de dólares, equivalente a 0,5 por ciento del PIB.
Para el establishnment económico la irrupción de los superávit gemelos fue suficiente para anunciar la inminencia de una profunda crisis que arrastrará al país hacia Venezuela. Sin embargo, poco parece importar que el déficit comercial de los primeros ochos meses de este año haya totalizado según el Indec 4498 millones de dólares, es decir un 50 por ciento más que todo 2015. Y ni que, según la Asociación Argentina de Presupuesto, el déficit fiscal entre enero y agosto haya sumado 283.045 millones de pesos, un aumento de 145 por ciento en relación a igual período de 2016, año en donde este déficit había duplicado el del 2015 si no se contabilizaban los recursos extraordinarios del blanqueo.
Pese al fuerte empeoramiento de estos índices claves para la ortodoxia, en la actual coyuntura electoral existe optimismo en el establishment, incluso cuando no haya evidencias de que los déficit se vayan a corregir en el corto plazo. Los “superávit gemelos” no aparecen en ningún horizonte.
El economista de la Universidad de Universidad Nacional de La Matanza Juan Latrichano dio cuenta en su informe mensual del mito sobre el que se sustenta una de las patas de la teoría de los superávit gemelos. Según señala “el tamaño del déficit fiscal no fue el origen de nuestras crisis. Por ejemplo en la última, iniciada en 2001, la tasa de déficit con relación al PIB era menor al 2 por ciento”, agregando asimismo que este déficit es frecuentemente atribuido a “sueldos de empleados públicos en particular” con lo que se soslaya la repercusión que en el mismo tiene el endeudamiento, pues la incidencia de sus intereses (se incluye en el resultado financiero) “en los últimos años formaron aproximadamente un 40 por ciento del déficit”.
En este sentido, un reciente informe de la agencia Bloomberg señala a la Argentina como la economía que más deuda soberana emitió en el mundo entre el primero de enero de 2016 y el 18 de septiembre de 2017, superando a China –cuyo PIB es veinte veces superior– o a México y Corea del Sur, con un PIB que duplican el argentino, lo cual da cuenta también de la repercusión que esta deuda tendrá sobre el superávit fiscal en los próximos años.
La formula ortodoxa de crecimiento y desarrollo basada en los “superávit gemelos” se encuentra más alejada que nunca, a lo cual se le suma la caída de índices que dentro de esta concepción tienen un nivel secundario, como el crecimiento económico, el nivel de empleo, la brecha de ingresos y sobre todo la tasa de endeudamiento.