No es menor ni casual el hecho de que los libros que Ricardo Piglia concibió, escribió y reescribió en los años de dictadura se hayan terminado por titular Respiración artificial y Prisión perpetua. Tanto en este último diario que abarca los años que van de 1976 a 1983 como en la propia novela, se cuenta que Respiración iba a llamarse –hoy resulta inconcebible– “La prolijidad de lo real”. En una entrada de 1977 se lee otra pista que después no se vuelve a retomar pero que resulta reveladora: “Ataque casi metafísico con ahogos que duran todo el miércoles: termino en el Hospital Alemán a medianoche. Respiración artificial, o casi. Los ahogos del padre, las identificaciones conocidas. Ahora me repongo con inyecciones y tranquilizantes. El primer ataque lo tuve hace unos diez años cuando fui con Julia a la casa de mi madre en Mar del Plata, ella, irónica, prepara la cama, oh Electra, esa noche me desperté sin poder respirar. Todo muy trivial”. Poco a poco, la metáfora de la “respiración artificial” ligada a los ahogos heredados del padre médico y enfermo al mismo tiempo, el padre cuyo exilio interior en 1955, según se cuenta en Prisión perpetua, marcaría el inicio de todo, el mito de origen de alguien llamado Ricardo Piglia, que en ese año tomaría las primeras notas de su por mucho tiempo inédito y famoso diario. “Soy el que avanzo y se transforma a partir de las catástrofes: 1955 fue, en este sentido, la forma inicial. Todo viene de ahí, la prisión de mi padre, la mudanza, la escritura de este diario”, se lee en Un día en la vida. Un dato más para terminar de armar este primer rompecabezas: el registro del golpe militar del ‘76 es, a la manera de Kafka registrando el inicio de la Primera Guerra Mundial, más bien apático: “Jueves 25: ayer, el golpe. Me quedé leyendo esa noche hasta la madrugada y desde la ventana vi cómo los militares cortaban el tráfico, escuché voces de mando, vi colectivos encandilados con la luz de un foco antiaéreo, vi civiles que patrullaban las calles; a la mañana siguiente volvía a la ronda de escuchar las radios en cadena transmitiendo marchas militares. Preparan una represión sangrienta. Su asesor en economía es Martínez de Hoz. Pasé el miércoles sin salir a la calle, hoy me dispongo a asomarme a la ciudad”.
Poco a poco, en el despliegue del diario y en particular de este tercer volumen (más bien un artefacto narrativo atípico armado alrededor de una noción de diario ya pactado con el lector en los dos volúmenes anteriores, Años de formación y Los años felices), irán creciendo y cobrando consistencia los tópicos de literatura bajo la dictadura, el rol de los intelectuales, la dispersión de los amigos, los caídos, los exiliados, los que van desapareciendo. Las anotaciones puntuales de análisis de coyuntura si bien esporádicas son precisas, acertadas, pero no se trata de la mirada de un testigo; tampoco la de un participante neto. Ese deslizamiento de la metáfora del ahogo de lo individual a lo colectivo, es la revelación paulatina de que la historia –como el desierto– está invadiendo la ciudad, convertida como el cuerpo en la prisión (¿perpetua?) del alma. “¿Hay una historia?”, comienza preguntándose el narrador de Respiración artificial. Sí, claro que la hay. Y hay un comienzo de esa historia donde lo personal se intersecta con lo político: en 1955, el padre levanta todo y traslada la familia de Adrogué a Mar del Plata. Desarraigado, Piglia decidirá ser escritor, llevar un diario, buscar un padre. De eso trata Prisión perpetua. Bajo la dictadura del 76 alcanzará los cuarenta años, dejará de ser joven también frente al espejo, frente a sí mismo.
Entre 1976 y 1978 la literatura parece ser un refugio y no mucho más, y una forma de subsistencia. Los cursos para jóvenes profesionales y estudiantes de la “universidad en las sombras” de esos años, la construcción de la revista Punto de vista junto a Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, en la que Piglia se autoasigna un rol más bien apartado, inconstante e inconformista. Sarlo todavía insiste con Lukács y Piglia (en la versión Renzi) le recomienda leer a Benjamin. En el afuera talla La Opinión, y Piglia interviene en una encuesta con una virulenta desacralización de Victoria Ocampo para ir a contrapelo de la cultura oficial que quiere entronizarla mientras la Primera Dama de las letras –1979– va ingresando en la inmortalidad.
“Aparecen los resultados de la encuesta del diario La Opinión. Consultados cien escritores, críticos, etc, en ficción aparecen votados Asís, M. Briante, Rabanal, Lastra, Gusmán, Germán García (no está Saer ni tampoco Puig). En crítica, Ludmer está adelante, seguida por Gregorich, Pezzoni”.
Entre las rencillas, debates, incertezas y desorientaciones múltiples, brillan los encuentros con un amigo identificado como Andrés que es Andrés Rivera, con Luis Gusmán, la pareja de Héctor Libertella y Tamara Kamenszain, la alegría por descubrir un joven brillante que no sólo quiere fama literaria sino formarse, leerlo todo; es Alan Pauls. En rigor, las diferencias y polémicas que en verdad se arrastran de los años previos a la dictadura y que son cuestiones de lo que pronto sería denominado sociológicamente como “campo intelectual”, se van a ir disolviendo en la incertidumbre, el terror, la intemperie. Y, sin embargo, Piglia logra fijar algunas nociones que lo irán guiando en el gris laberinto de una cotidianidad de la dictadura que combinaba dosis iguales de horror y aburrimiento, que permitía a pesar de todo (y estas páginas son, en ese sentido, también un testimonio) un barniz de cultura de vanguardia en ciertos enclaves, incluidos algunos medios como La Opinión, Convicción y luego Tiempo Argentino aunque en medio de una chatura y una censura ostensibles.
En cierta forma, en esos años, Piglia, que ya era un escritor, que ya había tenido cierta visibilidad con Nombre falso, sin embargo, se termina de hacer escritor frente a sí mismo: uno parecido al que conoceríamos a partir de la vuelta de la democracia. Pero el núcleo constitutivo de esta historia –y de esta Historia– es, indudablemente Respiración artificial.
Una novela escrita en una isla desierta
“Última clase de los grupos. No sé como hice para escribir una novela sin tener una trama, ni cómo hice para vivir sin tener el dinero necesario. Esas preguntas prácticas me han sacado, o mejor, me han rescatado de las ideas suicidas, que son un conglomerado confuso de situaciones reales e imaginarias. Entre dos mundos igualmente próximos y lejanos: mis encuentros con Elías y Rubén, víctimas de la dictadura, y una novela escrita en una isla desierta”.
Esto escribe Piglia en la última entrada de 1979. Todavía está escribiendo Respiración artificial, que finalmente se publicará por la editorial Pomaire –un sello vistoso, ligado al best seller argentino, que lo llevará a vender unos siete mil ejemplares– en noviembre de 1980. Las dificultades que va registrando en los diarios, la pelea cuerpo a cuerpo con ciertos grumos narrativos, la cuestión de cifrar la Historia contemporánea y la del siglo XIX en sus páginas, el proyecto de una novela sobre los últimos años de vida de Alberdi, el desaliento que hace oscilar a las personas entre la actividad frenética y las ideas suicidas, componen la trama de estos días de la segunda parte de la dictadura en la que Piglia siente que se va haciendo un escritor duro y también intuye la reconfiguración de un campo –intelectual, literario– que finalmente será el de posdictadura.
En el diario más jugoso, más medular, el que corresponde al año 1981, ya se perciben ciertas ansias de sacudirse la depresión y el aplastamiento y de empezar a tomar posición entre las tensiones que se insinúan y que Piglia percibe como conflictos entre grupos y polos editoriales. “Larga conversación telefónica con Martini Real. Estamos en ese clima de conventillo. Gregorich trató de borrar, en un artículo siniestro, a los escritores que están en el exilio con el argumento de que van a perder su contacto con la lengua argentina (objetivo, Saer). Y ahora, en la revista Vigencia, donde la barra de la editorial de Belgrano trata de borrar a los escritores que han escrito acá y ellos se postulan como la nueva cultura –cínica y paródica– surgida de los años de la peste. En una entrevista César A. dijo que yo tenía cara de policía”. Poco después anotará: “Enfrentado con los ‘vanguardistas’ de la editorial de la Universidad de Belgrano (¡) y con los ‘realistas’ onda centro editor, me muevo en un territorio inestable pero mantengo la guerra de posiciones y el campo propio”.
Mientras tanto, los avatares típicos de la salida del libro que se había retrasado unos meses, y que le proporciona un buen dinero como anticipo y en dólares aunque pronto descubrirá que se corre el riesgo de entrar a ese circuito de narradores argentinos vendedores que comanda la bestia negra, el Turco Asís, con quien tiene un encuentro bastante gracioso en el que van a tomar un café (cada uno oyó hablar del otro) y se agotan en un largo e inconducente round de estudio. Pero los críticos de peso como Pezzoni, (“Pezzoni dice que debió haber presentado la renuncia en Sudamericana para lograr que lo publicaran: pero cinco mil dólares no le pagan ni a Mujica Láinez”) José Bianco todavía vigente, Jorge Lafforgue o Nicolás Rosa, lo van consagrando entre sus pares, el libro empieza a circular y a hacerse fama de lo que es: una novela desenfadada, irónica y cifrada sobre la dictadura, que eso y no otra cosa quiere decir su título, sobre todo para quienes ignoran –casi todos– la raíz freudiana de los ahogos del autor.
Hay una fuerte deconstrucción de la “idea de diario” en esta última entrega de Los diarios de Emilio Renzi y es, precisamente, el apartado –o capítulo– que da título al volumen, Un día en la vida, en el que se pretende narrar, joyceanamente, eso, un día pero no cualquiera o sí, pero un día que viene a ser todos los días del mundo, los días vividos en el vértigo de una expansión eufórica. Texto decididamente ficcional o autoficcional (lo que ya es mucho decir para alguien que se declara decididamente enfadado con las “literaturas del yo” sin dejar de marcar la contradicción de que ese alguien escriba un diario) que luego se continúa en los textos finales de la sección “Días sin fecha”, que se irán acumulando en una creciente dispersión, es sin embargo una estricta y vital representación de la apertura democrática, el 83, narrada como lo que exactamente fue: una primavera polvorienta, ventosa, arisca, una intemperie por momentos luminosa, por momentos cargada de una densidad estacionada en la espalda, como una joroba agobiante. Vuelven los recuerdos familiares y personales que en definitiva arman la trama incandescente de Prisión perpetua, se insinúan los primeros materiales (pasajes sobre los avances de la inteligencia artificial, la máquina capaz de escribir ficción, una visión distópica sobre la ciudad que, finalmente, no es otra cosa que la versión alucinada de la ciudad bajo la dictadura) que irán a dar su peculiar clima a La ciudad ausente.
Así que en el final de su vida y de su escritura subterránea, Ricardo Piglia viene a dejarnos la “novela de la dictadura” que se tejía y destejía alrededor de esas otras novelas que lo convertirían en el que conocimos desde los años ‘80, en forma de diarios intervenidos que sumados a los de Abelardo Castillo o Rodolfo Rabanal tal vez estén creando un nuevo corpus a explorar.
“Un diario se escribe para decir que no se puede escribir”, anota Piglia en las primeras páginas de Un día en la vida y enseguida agrega que lo divertido de esta situación es que se escriben muchas páginas para describir ese tema. Y algunas notas o artículos se escriben para decir que querríamos que los lean los que ya no pueden leerlos, porque en el fondo ellos (Viñas, Saer, Piglia, por citar algunos lectores ausentes) son los “culpables” de habernos formado en la utopía de la literatura, en la persistencia del oficio que no quiere ser llamado como tal, en la perpetua y trasnochada búsqueda del sentido. Pero hay que eludir cualquier forma de la melancolía y hay que seguir intentándolo.