A Shirley Jackson le gustaba escribir sobre casas. Quizá no podía evitarlo, es probable que fuesen su obsesión. Y si bien su texto más famoso es “La lotería”, un clásico cuento cruel sobre un sacrificio humano ritual en Nueva Inglaterra perpetrado por vecinos de lo más normales, sus tres novelas más importantes tienen por territorio tres casas bastante parecidas entre sí. En The Haunting Of Hill House (1959) es una mansión maldita sobre una colina que recibe la visita de un investigador de lo oculto y su grupo: el disparador genérico da lugar a una novela psicológica cuando la casa hechizada toma posesión de la neurótica y frágil protagonista, Eleanor. En Siempre hemos vivido en el castillo, la protagonista Merricat, su hermana Constance y su tío Julian viven aislados en una mansión también aislada; Merricat practica magia y se la culpa del asesinato del resto de la familia, envenenada con arsénico. En El reloj de sol (1958), que acaba de publicar Fiordo por primera vez en español, también es una familia la que se encierra, ahora los riquísimos Halloran. La casa, una vez más, domina al pueblo desde la colina como una fortaleza, es el lugar de los poderosos.
Se ha escrito mucho sobre las casas de Shirley Jackson y ella misma se reía de su “gen” arquitectónico. Una de las biógrafas de Jackson, Judy Oppenheimer, llamaba a Siempre hemos vivido en el castillo “un panegírico a la agorafobia”. Es cierto que el encierro y la casa como refugio y castigo son temas de Shirley Jackson así como la persecución a los “diferentes”, en especial en pequeñas comunidades. Es tentador relacionar su ficción con su vida: Jackson, que murió a los 48 años de un infarto, vivió en una casa intensa con su esposo, el intelectual Stanley Edgar Hyman. No era un matrimonio feliz aunque Shirley podía ser todo lo excéntrica que quería: teñía las papas de verde, se proclamaba bruja, era anfitriona de fiestas interminables. Él, sin embargo, la maltrataba y le era infiel con saña: por ejemplo, la obligaba a escuchar los detalles de sus escapadas sexuales. En 1962, Jackson tuvo una crisis psiquiátrica que se acompañó de agorafobia: durante un año y medio no salió de su casa. Le tomó dos años recuperarse: durante ese tiempo, no pudo escribir. Enigmáticamente dijo: “Me escribí hasta meterme en la casa”. Sabía, y lo escribía en sus diarios, que una y otra vez su ficción volvía sobre la ansiedad. Creía que iba a poder encontrar otro tema si dejaba su vida y a su marido, pero murió antes de lograrlo: dejó incompleta una novela que, pensaba, iba a ser “feliz”.
El reloj de sol no es feliz pero es muy graciosa. Y muy brutal. Empieza cuando la familia Halloran vuelve de un funeral: el de Lionel, único hijo varón de Orianna y Richard Halloran. Pronto se sabe el rumor, casi una certeza: a Lionel lo tiró por las escaleras su propia madre, Orianna, para quedarse con todo hasta que crezca su nieta, la horrible niña Fancy. Orianna jamás siente culpa y tampoco se comporta como una villana psicópata. Está, más bien, aburrida. Una mujer rica y despótica, frívola e inteligente, que solo quiere su casa y su dinero sin interferencias ni herederos. Acompañan en la ocasión la institutriz de Fancy, Miss Ogilvie, la viuda Maryjane, la tía Fanny –la cuñada y la única que parece sentir algo por el muerto– y el bibliotecario Essex, fatuo y malicioso. Se van quedando cuando deben irse: Orianna quiere echarlos a todos, les paga para que se vayan, pero a pesar suyo se suman otros visitantes: la señora Willow y sus hijas, la misteriosa joven Gloria, un capitán. Jackson juega con ellos haciéndolos girar por la casa y los jardines con diálogos mordaces, como un Oscar Wilde en fase gótica. La mansión también es protagonista, como Thornfield Hall de Jane Eyre o Manderley en Rebeca de Daphne Du Maurier. El reloj de sol del título es la figura prominente en la decoración de un parque que incluye laberinto, gruta, lago y jardín secreto. Al señor Halloran le gustaba que hubiese máximas o citas escritas en lugares estratégicos de la casa: bajo el reloj se lee “¿Qué es este mundo?”, tomada de los Cuentos de Canterbury de Chaucer. El último piso guarda una curiosa réplica de la primera casa de los Halloran, un departamento donde vivieron cuando aún no eran ricos. Es junto al reloj de sol que Fanny, la neurótica de rigor, tiene un encuentro con el fantasma de su padre. El anciano le anuncia lo inesperado: el fin del mundo se acerca. Ellos, los de la casa, son los elegidos para salvarse. Fanny lo cree sin duda alguna. Los demás también. Todo se precipita y entra en el terreno de la fantasmagoria y el ensueño: el encuentro shakespearano se repite, los jardines que rodean la casa se cubren de niebla e impiden las huídas, una misteriosa joven que llega sin anunciarse, Gloria, lee el futuro en un espejo a la manera del mago John Dee; a veces sus profecías son algo herméticas y esto molesta a la señora Willow: “Poesía. Cuando empiezan a recitar poesía, ya no sirven para nada”. Los habitantes de la casa a veces dudan sobre este repentino fin del mundo pero algo los cohesiona: el fantasma de Halloran dice que ellos son los elegidos para el nuevo mundo edénico que se viene. Y de eso no dudan: siempre fueron los elegidos. Nunca se preguntan por qué la reconstrucción les toca a ellos: salvarse y ser los dueños del mundo es, cuando se vive como los Halloran, lo normal. Fancy, la niña sin padre que jamás llora, es la única que parece percibir un poco la paradoja: “La tía Fanny se la pasa diciendo que habrá un mundo precioso y verde y bonito y perfecto, y que todos vamos a vivir ahí en paz y felices. Eso a mí me parecería perfecto, solo que yo aquí ya vivo en un mundo precioso y verde y bonito y perfecto, aunque nadie aquí parece estar en paz ni ser feliz”. De hecho, no sólo todos se odian y se traicionan sino que no hay un solo personaje querible en El reloj de sol. Es una novela sobre la impunidad del dinero y la de los dueños de ese dinero. Sus vidas absurdas y la creencia trasnochada en el fin del mundo –sin más indicio que las palabras de un supuesto fantasma en boca de una mujer ansiosa– recuerda al encierro voluntario de El ángel exterminador: en la película de Buñuel los aristócratas mexicanos no quieren dejar la casa donde han estado de fiesta, no saben por qué, y la situación se desquicia. Lo mismo ocurre en El reloj de sol: permanecen aunque se desprecian porque han creado una realidad propia, doce personas con las ventanas tapiadas en una mansión azotada por el viento. Son un culto. La novela es un preludio: el fin del mundo quedará en la incertidumbre porque Shirley Jackson construyó una trampa para retener a esta muestra en miniatura de la humanidad en su expresión más fría, egoísta y cínica. Una trampa terriblemente graciosa: El reloj de sol es una sátira en la que estos personajes perversos, estúpidos y vacíos están aferrados a la más básica materialidad, la casa y eligen cualquier creencia antes de ceder un privilegio que ni siquiera se encuentra amenazado.